En el Marquis estoy entre amigos.
Fui al entresuelo a buscar a Duran, el detective de la casa, y le pregunté:
—¿Quién hay en la 761?
Duran es un gato viejo de pelo blanco que por su pinta, su manera de hablar y de comportarse, parece el presidente de un banco excepcionalmente importante. En otro tiempo fue capitán de la policía en alguna de las grandes ciudades del medio oeste. Una vez puso demasiado énfasis en obtener una confesión de un reventador de cajas fuertes y lo mató. A los periódicos no les gustaba Duran. Se aprovecharon de ese accidente para aullar hasta que se quedó sin trabajo.
—¿761? —repitió, con aquel tono propio de un abuelo—. Es el señor Maurois, creo. ¿Tienes algún interés especial en él?
—Tengo esperanzas —admití—. ¿Qué sabes de él?
—No gran cosa. Llevará aquí unas dos semanas. Vamos abajo, a ver qué podemos averiguar.
Fuimos a recepción, a la centralita y al jefe de los botones, y luego subimos a interrogar a un par de criadas. El ocupante de la 761 había llegado dos semanas antes, se había inscrito como «Edouard Maurois, Dijon, France», recibía llamadas telefónicas con frecuencia, nada de correo, ningún visitante, tenía un horario irregular y daba buenas propinas. La gente del hotel no sabía a qué se dedicaba.
—¿A qué se debe tu interés por él, si puedo preguntar? —quiso saber Duran cuando ya habíamos acumulado todos esos datos.
Duran habla así.
—Todavía no lo sé exactamente —respondí con sinceridad—. Tiene alguna conexión con un tipo de los malos, pero puede que él no haya hecho nada. En cuanto sepa algo concreto de él, te avisaré.
No podía permitirme el lujo de contar a Duran que había visto a su cliente disparar a un pistolero a la vista de la comisaría central a plena luz del día. Al hotel Marquis le interesa la respetabilidad. Hubieran echado al francés a la calle a empujones. Y a mí no me servía de nada asustarlo.
—Sí, te lo ruego —dijo Duran—. Nos debes algo a cambio de la información, así que, por favor, no nos escondas ninguna información que pueda ahorrarnos una notoriedad desagradable.
—No lo haré —prometí—. Y ahora, ¿me puedes hacer otro favor? Desde las siete y media de la mañana lo único sólido que mis dientes han tenido cerca ha sido mi lengua. ¿Puedes echarle un ojo a los ascensores y avisarme si Maurois sale del hotel? Estaré en la cafetería, cerca de la puerta.
—Claro.
De camino a la cafetería pasé por las cabinas telefónicas y llamé a la oficina. Di al vigilante nocturno la matrícula del Cadillac.
—Búscalo en la lista y averigua a quién pertenece.
La respuesta fue: «H. J. Paterson, San Pablo, concedida para un Buick descapotable».
Se convertía en una vía muerta. Podíamos vigilar al tal Paterson, pero se podía apostar con certeza a que no nos llevaría a nada. Las matrículas, en cuanto empiezan a falsificarse, son tan fáciles de seguir como los bonos Liberty.
El hambre me había acompañado todo el día. La llevé a la cafetería y la dejé suelta. Entre un bocado y el siguiente iba dándole vueltas a los acontecimientos del día. Pensaba poquito para no arruinarme el apetito. Tampoco había tanto que pensar.
El Niño Fulanito vivía en un antro desde el que se podía vigilar algunos apartamentos de la calle McAllister. Había visitado ese bloque de apartamentos de manera furtiva. Al salir, le habían disparado desde un coche que debía de estar esperándolo en algún sitio del barrio. ¿Podía concluirse que el acompañante del francés en el Cadillac —o los acompañantes, si había más de uno— eran los mismos que vivían en el apartamento visitado por el chico? ¿Esperaban su visita? ¿Lo habían engañado para que fuera a visitarlos, con la intención de dispararle cuando saliera? ¿Vigilaban ellos la puerta principal mientras el Niño vigilaba la trasera? ¿Y en ese caso, sabía cada uno que el otro estaba vigilando? ¿Y quién vivía en aquel apartamento?
No conocía la respuesta a ninguna de esas adivinanzas. Solo sabía que daba la sensación de que al francés y sus acompañantes no les gustaba el Niño Fulanito.
Ni siquiera una comilona como la que devoré esa noche dura para siempre. Al terminarla, salí de nuevo al vestíbulo.
Al pasar por la centralita una de las chicas —una con una melena roja a la que parecía que hubieran echado un producto endurecedor después de llenarla de ondas— me llamó con una inclinación de cabeza.
Me detuve a ver qué quería.
—Su amigo acaba de recibir una llamada.
—¿La has cogido tú?
—Sí. Un hombre lo espera en el cruce de Kearny y Broadway. Le ha dicho que se dé prisa.
—¿Cuánto hace de eso?
—Nada. Todavía están hablando.
—¿Algún nombre?
—No.
—Gracias.
Me fui al lugar en que Duran pasaba el rato vigilando los ascensores.
—¿Ha aparecido?
—No.
—Bien. La pelirroja de la centralita me acaba de decir que lo han llamado para que se reúna con un hombre en el cruce de Kearny y Broadway. Creo que me voy a adelantar.
Nada más doblar la esquina del hotel monté en mi cupé y bajé hasta el cruce del francés.
El Cadillac que había usado esa tarde ya estaba allí, con una matrícula nueva. Lo adelanté y miré bien a su único ocupante: un hombre fornido de cuarenta y pico años, con una gorra calada hasta los ojos. Lo único que pude ver de sus rasgos era una boca amplia, algo torcida con respecto a su amplia mandíbula.
Aparqué el cupé en un sitio disponible en la misma calle, un poco más abajo. No tuve que esperar mucho al francés. Dobló la esquina a pie y se metió en el Cadillac. Conducía el de la mandíbula amplia. Subieron lentamente por Broadway. Los seguí.