II

A las ocho de la mañana siguiente estaba a una manzana de distancia de la casa en que se había metido el Niño, esperando que apareciera. Caía una lluvia permanente que todo lo empapaba, pero no me importaba. Yo estaba a cubierto dentro de un cupé negro, un tipo de coche cuya apariencia dócil y respetable lo convierte en ideal para el trabajo en la ciudad. Esa parte de la avenida Golden Gate está llena de talleres mecánicos, vendedores de coches de segunda mano y negocios por el estilo. Aunque me pasara todo el día allí, no tenía que preocuparme por llamar demasiado la atención.

Y eso fue más o menos lo que ocurrió. Pasé nueve horas enteras, de punta a cabo, allí sentado, escuchando el ruido de la lluvia en el techo y esperando al Niño Fulanito sin verlo ni por asomo y sin nada que llevarme a la boca, más que unos Fatimas. No estaba del todo seguro de que no se me hubiera escapado. Ignoraba si él vivía en aquel lugar. Podía haberse ido a su casa después de que yo me fuera a la mía. De todos modos, si te dejas, esos pensamientos pesimistas siempre te asaltan cuando estás haciendo de detective. Permanecí allí aparcado, con un ojo en la puerta desastrada por la que había desaparecido mi presa la noche anterior.

Poco después de las cinco de la tarde, Tommy Howd, nuestro chico de los recados con nariz de púgil, dio conmigo y me entregó una nota escrita por el Viejo:

Niño Fulanito conocido en sucursal de Boston como sospechoso de atraco, pero no hay pruebas concluyentes. Parece que el nombre verdadero es Arthur Cory, o Carey. Puede que estuviera implicado en el robo de joyería en Tunnicliffe, en Boston, el mes pasado. Un empleado muerto, 60 000 $ robados en piedras sin engarzar. Sin descripción de los dos bandidos. La sucursal de Boston cree que merece la pena seguir esa pista. Autorizan vigilancia.

Después de leer la nota se la devolví al muchacho, pues no es muy inteligente ir por ahí con un puñado de notas relacionadas con tu trabajo, y le pregunté:

—¿Puedes ir a ver al Viejo y pedirle que me envíe alguien de relevo mientras como algo? ¡No he probado nada desde el desayuno!

—¡Difícil lo tiene! —contestó Tommy—. Están todos liados. En todo el día no ha pasado ni un agente por la oficina. No sé por qué no llevan un trozo o dos de chocolate en los bolsillos, para…

—Estás leyendo demasiado sobre los exploradores del Ártico —lo acusé—. Un hombre que se muere de hambre puede comer cualquier cosa, pero si solo tiene una hambre normal no quiere ensuciarse el estómago con un montón de dulces. Date una vuelta, a ver si me consigues un par de sándwiches y una botella de leche.

Me sonrió, y luego la astucia se asomó a su cara de muchacho de catorce años.

—Le propongo una cosa —sugirió—. Dígame qué pinta tiene ese tipo y en qué edificio está y yo vigilo mientras usted se va a buscar una comida decente. ¿Vale? Un filete con patatas fritas y una tarta y un café.

Tommy sueña que se le deje ocuparse de un caso en circunstancias como esas, con que todo se le ponga de cara mientras tanto y termine deteniendo a regimientos de fugitivos él sofito. Creo que si se le diera una oportunidad así no la desaprovecharía y me encantaría dejárselo probar. Pero el Viejo me arrancaría el cuero cabelludo si se enteraba de que dejaba a un crio suelto entre los maleantes.

Así que moví la cabeza de un lado a otro para decirle que no.

—Ese tipo lleva cuatro armas de fuego y va con una hacha, Tommy. Se te comería.

—Va, vamos. Los detectives siempre estáis intentando aparentar que nadie más podría hacer vuestro trabajo. Esos delincuentes no me parecen gente tan dura. ¡Si no, no os dejarían atraparlos!

Como había algo de cierto en eso, saqué a Tommy del coche, bajo la lluvia.

—Un sándwich de lengua, uno de jamón, una botella de leche. Y que sea ya mismo.

Pero cuando volvió el chico con la comida, yo ya no estaba allí. Apenas acababa de desaparecer de mi vista cuando el Niño Fulanito, con el cuello del abrigo vuelto para defenderse de una lluvia que en aquel momento caía a cántaros, salió por el portal de la casa.

Anduvo hacia el sur por Van Ness.

Cuando doblé la esquina con el cupé ya no estaba a la vista. No podía haber llegado a la calle McAllister. Si no se había metido en algún edificio, la mejor apuesta era la calle Redwood, aquel pasaje que cortaba la manzana. Avancé una manzana más por la avenida Golden Gate, doblé hacia el sur y llegué al cruce de Franklin y Redwood justo a tiempo para ver cómo mi hombre entraba por la puerta trasera en un edificio de apartamentos cuya fachada delantera daba a la calle McAllister.

Seguí avanzando despacio, pensando.

Las fachadas traseras del edificio en el que el Niño había pasado la noche y de aquel otro en el que acababa de entrar daban a la misma calle, en aceras opuestas, separadas apenas por media manzana. Si la casa del Niño quedaba en la parte trasera de su edificio y tenía unos buenos binoculares, podía vigilar bastante bien todas las ventanas —y probablemente buena parte de los interiores— de las habitaciones que quedaban en ese lado del edificio de la calle McAllister.

La noche anterior había recorrido una manzana de más en el tranvía. Al ver con cuánto sigilo había entrado ahora por la puerta trasera, concluí que no había querido que lo vieran bajarse del tranvía desde aquel edificio. Cualquiera de las otras dos paradas que le iban mejor eran visibles desde allí. Eso secundaría la hipótesis de que el Niño estaba vigilando a alguien de ese edificio y no quería que lo vieran.

Y ahora había entrado por la puerta trasera. No era difícil de explicar. La puerta principal estaba cerrada, pero la trasera —como en muchos otros edificios— solía permanecer abierta todo el día. Si no se cruzaba con un conserje, o algo parecido, el chico podría entrar sin ningún problema. Tanto si su anfitrión estaba en casa como si no, era una visita furtiva.

Yo no sabía de qué iba el asunto, pero no me preocupaba especialmente. Mi problema inmediato era encontrar el mejor lugar desde el que pillar al Niño cuando saliera.

Si salía por la puerta de atrás, la siguiente manzana de la calle Redwood —entre Franklin y Gough— era el mejor lugar para mí y mi cupé. Pero él no me había prometido que saldría por allí. Era más probable que usara la puerta principal. Llamaría menos la atención si salía con toda tranquilidad por la parte delantera del edificio que si se escabullía por detrás. Mi mejor opción era el cruce de McAllister y Van Ness. Desde allí podría vigilar la puerta delantera y un extremo de la calle Redwood.

Avancé lentamente con el cupé hasta allí y esperé.

Pasó media hora. Tres cuartos.

El Niño Fulanito bajó los escalones de acceso de la puerta delantera y echó a andar hacia mí, abrochándose el abrigo y subiéndose el cuello mientras caminaba con la cabeza agachada contra el sesgo de la lluvia.

Un Cadillac negro con cortinas en las ventanillas se me acercó por detrás y me pareció que ya lo había visto aparcado cuando estaba vigilando cerca de la comisaría central.

Esquivó a mi cupé, avanzó con una imprudencia desatada hacia el bordillo, derrapó de nuevo y, por culpa del pavimento mojado, ganó velocidad.

Bajo la lluvia, una cortina se abrió con un latigazo.

Por la apertura surgieron unas llamaradas pálidas. La voz amarga de una pistola de bajo calibre. Siete veces.

El sombrero mojado del Niño Fulanito flotó en el aire y se elevó como un globo.

No hubo ninguna lentitud en los movimientos del chico.

De un salto, dejando tras de sí el remolino trazado por el faldón de su abrigo, se refugió en el vestíbulo de una tienda.

El Cadillac llegó hasta la esquina siguiente, trazó una derrapada mareante para dar la vuelta y desapareció por la calle Franklin. Puse el cupé tras su estela.

Al pasar por el vestíbulo hacia el que había saltado el Niño lo vi con el rabillo del ojo, de rodillas, intentando aún sacar una pistola oscura de la maraña en que se había convertido su abrigo. Unos rostros agitados se asomaban tras él por el portal. En la calle no había ningún nerviosismo. La gente está demasiado acostumbrada ya al ruido de los coches para prestar atención al bullicio armado por nada menos que una pistola de seis pulgadas.

Cuando llegué a la calle Franklin el Cadillac me llevaba una manzana de ventaja. Estaba doblando a la izquierda para subir por la calle Eddy.

Avancé en paralelo por la calle Turk y lo volví a ver al llegar a las dos manzanas abiertas de la plaza Jefferson. Iba aminorando la velocidad. Cinco o seis manzanas más allá cruzó por delante de mí, en la calle Steiner, tan cerca que pude leer la matrícula. Ahora iba a velocidad moderada. Convencidos de haber escapado limpiamente, sus ocupantes no querían meterse en líos por ir demasiado deprisa. Me situé a su estela, tres manzanas más atrás.

Como no había estado a la vista durante el primer tramo de la persecución, no temía que pudieran sospechar de mis intereses en aquel momento.

Ya en la calle Haight, cerca del descampado del parque, el Cadillac se detuvo para que bajara un pasajero. Un hombre pequeño —bajito y delgado—, con ojos oscuros en medio de una cara blanca como la nata y un minúsculo bigotito negro. Algo relacionado con el corte de su abrigo oscuro y la forma de su sombrero gris invitaba a pensar que era extranjero. Llevaba un bastón.

El Cadillac siguió avanzando por la calle Haight sin permitirme echar un vistazo a los demás ocupantes. Eché una moneda al aire en mi mente y me tocó quedarme con el que iba a pie. Lo más probable es que la matrícula no sirva para localizar un coche sospechoso, pero a veces hay alguna posibilidad.

Mi hombre entró en una tienda de la esquina y llamó por teléfono. No sé qué más hizo allí, si es que hizo algo. Al rato llegó un taxi. Montó en él y se hizo llevar al hotel Marquis. Un recepcionista le dio la llave de la habitación 761. Cuando entró en el ascensor dejé de seguirlo.