Todo empezó en Boston en 1917. Una tarde me encontré a Lew Maher en la acera del hotel Touraine, en la calle Tremont, y nos detuvimos unos minutos a intercambiar cotilleos bajo la nieve.
Le estaba contando no sé qué cuando me interrumpió:
—Échale un vistazo al chico que sube por la calle. El de la gorra oscura.
Al mirar vi a un muchacho larguirucho de unos dieciocho años; cara pálida y llena de granos, boca huraña, ojos castaños apagados, nariz gorda y deforme. Pasó sin mirarnos junto al lugar donde yo departía con el policía municipal y yo me fijé en sus orejas. No eran las maltratadas orejas de un púgil, ni tenían ninguna deformidad conspicua, pero el borde trazaba unas curvas a un lado y a otro con unas arrugas bien particulares.
Al llegar a la esquina, dobló para bajar por la calle Boylston hacia Washington y desapareció de nuestra vista.
—Si no le echan el guante o se lo cargan demasiado pronto, ese muchacho se va a ganar un apodo —predijo Lew—. El Niño Fulanito. No dejes de anotarlo en tu lista. Cualquier día de estos vas a tener que perseguirlo.
—¿A qué se dedica?
—Atracos, tirador. Tiene las hechuras de los buenos. Sabe disparar y está sencillamente loco. No le frena nada como la imaginación, o el miedo a las consecuencias. Ojalá no fuera así. Esos pájaros atentos y sensatos son los más fáciles de pillar. Juraría que el Niño ha participado en un par de asaltos que se produjeron el mes pasado en Brookline. Pero no consigo encajarlo en ellos. Aunque algún día lo pillaré… Y es una promesa.
Lew no cumplió su promesa. Un merodeador lo mató en una casa residencial de Audubon Road al cabo de un mes.
Una semana o dos después de esa conversación, dejé la sucursal de Boston de la Agencia de Detectives Continental para conocer la vida militar. Cuando terminó la guerra volví a la nómina de la agencia en Chicago, me quedé en ella un par de años y luego obtuve el traslado a San Francisco.
De modo que, en total, pasaron casi ocho años hasta que me encontré sentado tras la orejas arrugadas del Niño Fulanito en el Dreamland Rink.
Los viernes por la noche hay combates de boxeo en la casa de la calle Steiner. Aquel viernes en particular era mi primera noche libre de trabajo en varias semanas. Había acudido al pabellón, me había instalado en una silla de madera no demasiado lejos del ring y estaba esperando que los muchachos empezaran a cruzar guantes. Una cuarta parte del espectáculo había transcurrido ya cuando descubrí aquel par de orejas extrañas y hasta cierto punto familiares, dos filas más adelante.
No las ubiqué de inmediato. No alcanzaba a ver la cara de su dueño. Él miraba a Kid Cipriani y Bunny Keogh intercambiar ataques. Yo me perdí la mayor parte de la pelea. Sin embargo, durante la breve espera hasta que saliera el siguiente par de boxeadores, el Niño Fulanito volvió la cabeza para decir algo al hombre que tenía a su lado. Le vi la cara y lo reconocí.
No había cambiado mucho y no había mejorado nada. Tenía los ojos aún más apagados y un mohín todavía más perversamente huraño en la boca de lo que yo recordaba. La cara era tan pálida como siempre, aunque quizá no tuviera tantos granos.
Estaba sentado directamente entre el ring y yo. Después de reconocerlo ya no necesité saltarme el resto de la velada. Podía mirar a los chicos por encima de su cabeza sin temor de que se me escapara.
Hasta donde yo sabía, el Niño no estaba en busca y captura —al menos, no para la Continental— y si hubiera sido un carterista, o un timador, o un miembro de cualquiera de los negocios delictivos que solo nos interesan ocasionalmente, lo hubiese dejado en paz. Pero los atracos siempre generan interés. Los clientes más importantes de la Continental son agencias de seguros de una u otra clase, y las pólizas de robos suman un buen porcentaje del negocio de los seguros, en estos tiempos.
Cuando el Niño Fulanito se levantó en mitad del combate principal, junto con casi la mitad de los espectadores, sin importarle lo que pudiera pasar a ninguno de los dos gordos forrados de músculos que representaban una peleíta de compañeros de cuarto en el ring, salí tras él.
Iba solo. Era la clase de seguimiento más simple. Las calles estaban llenas de espectadores que se iban a sus casas. El Niño bajó caminando por la calle Fillmore, se tomó un montón de cereales, bacón y un café en un comedor y luego cogió un tranvía de la 22.
Hizo transbordo a un tranvía de la 5 —y yo con él— en la calle McAllister, se bajó en Polk, caminó una manzana hacia el norte, dobló hacia el oeste durante algo más de una manzana y luego subió los escalones de acceso a un deslucido local mal conservado que ocupaba las plantas segunda y tercera, encima de un taller de reparaciones del lado sur de la avenida Golden Gate, entre Van Ness y Franklin.
Eso me hizo fruncir el ceño. Si hubiera bajado del tranvía en Van Ness, o en Franklin, habría tenido que caminar una manzana menos. Había ido hasta Polk para luego regresar caminando. Quizá por hacer ejercicio.
Holgazaneé por la calle un rato para ver qué pasaba por las ventanas que daban a la fachada, si es que llegaba a pasar algo. Ninguna de las que estaban apagadas antes de la llegada del Niño se encendió ahora. Al parecer, no tenía ninguna habitación que diera a la fachada, salvo que se tratara de un joven muy cauteloso. Yo sabía que no se había dado cuenta de que lo estaba siguiendo. No cabía ni la menor posibilidad. Las condiciones me habían resultado demasiado favorables.
Como la parte delantera del edificio no me daba ninguna información, bajé por la avenida Van Ness para ver la parte de atrás. El edificio llegaba hasta la calle Redwood, un callejón estrecho que dividía la manzana en dos. Había cuatro ventanas encendidas en la fachada trasera, pero ninguna me decía nada. Había una puerta trasera. Daba la sensación de que pertenecía al taller mecánico. Dudé de que los ocupantes del piso de encima pudieran usarlo.
De camino a casa, donde me esperaban mi cama y mi despertador, pasé por la oficina para dejarle una nota al Viejo:
Siguiendo al Niño Fulanito, atracador, 25-27, 70 kg, metro setenta y cinco, cetrino, moreno, ojos castaños, nariz amplia, orejas retorcidas. Original de Boston. ¿Alguna pista? Estaré en zona Golden Gate y Van Ness.