LA MUJER DEL RUFIÁN

Margaret Tharp solía pasar del sueño profundo a una vigilia de ojos claros sin ningún intermedio de languidez. Aquella mañana no hubo nada inusual en su despertar, salvo la ausencia de la triste sirena del barco de San Francisco de las ocho de la mañana. Al otro lado de la habitación, las agujas del reloj, empalmadas para formar una sola aguja larga, marcaban las siete y pocos minutos. Margaret se dio media vuelta bajo las sábanas para dar la espalda a la pared del lado oeste, pintada por el sol, y cerró de nuevo los ojos.

Pero el sopor no llegaba. Estaba definitivamente despierta para captar la excitación de los pollos del vecino, el zumbido de un automóvil que avanzaba hacia el ferry, la poco habitual fragancia de las magnolias en la misma brisa que le agitaba las puntas del pelo para hacerle cosquillas en las mejillas. Se levantó, se puso las suaves zapatillas, deslizó los hombros bajo la bata y descendió a la planta baja para preparar el café y las tostadas antes de vestirse.

Había un hombre gordo vestido de negro a punto de salir de la cocina.

Margaret soltó un grito y, con las dos manos, se tapó el cuello con la bata.

El rojo y el cristal relucían en la mano que usó el gordo para quitarse el sombrero derbi negro. Con una mano en el pomo de la puerta, se volvió de cara a Margaret. Giró muy despacio, con la suave precisión de un globo al rotar sobre un eje fijo, y movió la cabeza con cuidado, como si sostuviera encima de ella una carga invisible.

—Usted… es… la… señora… Tharp.

Exhalaba suspiros que espaciaban las palabras, las acolchaban, lograban que parecieran gemas depositadas por separado en algodón crudo. Tenía más de cuarenta, con un brillo opaco en los ojos, cuya negrura se repetía con distintos acabados en el bigote y en el pelo, en el traje recién planchado y en los zapatos de charol. La piel oscura del rostro —que asomaba redondo por encima del prieto y rígido cuello de la camisa— era particularmente áspera, granulada, como si estuviera tostada. Contra ese fondo, la corbata era un palmo de llama escarlata.

—Su… marido… no… está… en… casa.

Igual que al pronunciar su nombre, no se trataba de una pregunta. Sin embargo, hizo una pausa, lleno de expectación. Margaret, firme en el mismo lugar en que se había detenido en el distribuidor que iba de la escalera a la cocina, estaba todavía demasiado asustada para no contestar:

—No.

—Lo… está… esperando.

No había nada directamente amenazante en la actitud de aquel hombre que no debía estar en su cocina, pero que en ningún caso parecía desconcertado por el hecho de que ella lo hubiera sorprendido allí. Las palabras de Margaret salieron casi con facilidad.

—Ahora… Lo espero, sí, pero no sé exactamente cuándo vendrá.

El sombrero negro y los hombros negros, al moverse juntos, consiguieron aparentar que trazaban una reverencia sin obligar a la cabeza a cambiar de postura.

—Tenga… la… amabilidad… de… decirle… cuando… venga… que… lo… estoy… esperando. Lo… espero… en… el… hotel. —Las exhalaciones entre palabras prolongaban de manera interminable las frases y las convertía en grupos de tan estirados que el significado se volvía esquivo—. Dígale… que… Leónidas… Doucas… lo… espera. Lo… entenderá… Somos… amigos… Muy… buenos… amigos. No… olvide… el… nombre… Leónidas… Doucas.

—Claro que se lo diré. Pero de verdad que no sé cuándo vendrá.

El hombre que se hacía llamar Leónidas Doucas insinuó una escueta inclinación de cabeza bajo el invisible peso que soportaba su coronilla. La oscuridad del bigote y la piel acentuaba la blancura de los dientes. La sonrisa desaparecía con la misma rigidez con que aparecía; la misma falta de elasticidad.

—Ya… puede… esperarlo. Ahora… vendrá.

Le dio la espalda lentamente, salió de la cocina y cerró la puerta desde fuera. Margaret cruzó la cocina corriendo de puntillas para girar la llave de la puerta. El mecanismo interno de la cerradura tintineó con holgura y el pestillo no llegó a cerrarse. Abandonó la pelea con la cerradura rota y se dejó caer en una silla, junto a la puerta. Notaba puntos de humedad en la espalda. Bajo la bata y el camisón, tenía las piernas frías. Era Doucas, y no la brisa, quien había llevado el aroma de magnolias hasta su cama. Su presencia inadvertida en el dormitorio la había despertado. Se había presentado allí buscando a Guy con sus ojos brillantes. ¿Y si Guy hubiera estado en casa, dormido a su lado? Tuvo una visión de Doucas inclinado sobre la cama, con la cabeza rígida aún, y levantada, un filo brillante en su puño enjoyado. Se estremeció.

Luego se echó a reír. ¡Qué tontorrona! ¿Cómo podía concebirse que un gordo perfumado y asmático pudiera hacer daño a Guy, su Guy de cuerpo fuerte y duros nervios, para quien la violencia era como los números para un contable? Ya estuviera Guy dormido o despierto, si Doucas se presentaba como enemigo, peor para él: ¡un perrito faldero se atrevía a ladrar a su marido, que era como un lobo rojo!

Se puso en pie de un salto y empezó el trajín con la tostadora y la cafetera. Leónidas Doucas fue expulsado de su mente por la noticia que él mismo había traído. Guy acudía a casa. El gordo de negro lo había dicho, y hablaba con seguridad. Guy volvía para llenar la casa con su risa bulliciosa, sus gritos blasfemos, sus cuentos de mundos sin ley en lugares de nombres extraños; con los olores a tabaco y licor; con piezas sueltas de su equipaje de andariego, que en vez de quedar confinado en ningún armario o habitación se desparramaba para llenar la casa de suelo a techo. Rodaban por el suelo los cartuchos; aparecían botas y cinturones en lugares inesperados; puros, colillas de puros, cenizas de puros por todas partes; cada dos por tres, las botellas vacías aparecían en la veranda de la entrada, para escándalo de los vecinos.

Guy iba a llegar y había muchas cosas por hacer en una casa tan pequeña: limpiar ventanas, fotos y carpintería; repasar muebles y suelo, colgar cortinas, limpiar alfombras. Ojalá tardara dos días en llegar, o incluso tres.

Había guardado los guantes de goma porque le molestaban. ¿Los había metido en el armario del pasillo, o en el piso de arriba? Tenía que encontrarlos. Había que frotar mucho y no quería tener las manos ásperas para Guy. Miró con el ceño fruncido la mano pequeña que llevaba la tostada a la boca y la acusó de aspereza. Tenía que conseguir otra botella de loción. Si al acabar el trabajo pendiente le quedaba tiempo, podía irse corriendo a la ciudad a pasar la tarde. Pero primero tenía que dejar la casa ordenada y brillante para que Guy pudiera pellizcar una cortina almidonada y echarse a reír: «Qué casa tan exquisita para encerrar en ella a un toro como yo».

Y quizá le hablara del mes que había pasado compartiendo una cabaña en Rat Island con dos indios siwash que parecían alimañas, durmiendo los tres en la misma cama porque no tenían suficientes mantas para repartirlas.

Pasaron los dos días que Margaret había deseado sin Guy y luego otro, otros. La costumbre de dormir hasta que sonara la sirena del barco de las ocho ya estaba perdida. Estaba vestida y en marcha por la casa a las siete, seis, una mañana incluso a las cinco y media, para repasar muebles que ya brillaban, lavar algo que se hubiera ensuciado un poco desde el día anterior, ajetreada por las habitaciones de manera incesante, meticulosa y feliz.

Cada vez que pasaba por el hotel, de camino hacia las tiendas de la parte baja de la calle Water veía a Doucas. Solía estar en el vestíbulo acristalado, sentado en el sillón más grande, con la espalda tiesa, de cara a la calle, redondo, vestido de negro, inmóvil.

Una vez salió del hotel cuando pasaba ella.

Ni la miró, ni apartó la mirada; ni reclamó su reconocimiento, ni lo esquivó. Margaret le dirigió una sonrisa agradable, lo saludó con una amable inclinación de cabeza y siguió bajando por la calle, alejándose del sombrero alzado en un saludo con la mano enjoyada, la cabeza pequeña, alta. La fragancia de magnolia la acompañó una docena de escalones y acrecentó aquella sensación de elegancia entretenida, aunque indulgente.

La misma bondad altiva la acompañaba por las calles, dentro de las tiendas, en la visita a Dora Mildner, cuando salió a su umbral para dar la bienvenida a Agnes Peppler y a Helen Chase. Se decía a sí misma frases llenas de orgullo mientras pronunciaba otras para los demás, o los escuchaba. «Le cuesta tan poco a Guy ir de un continente a otro como a Tom Milner del mostrador a la fuente de soda», pensó mientras Dora le hablaba de ropa de cama para el cuarto de invitados. «Le cuesta tan poco llevar la vida en sus manos como a Ned Peppler llevar su maletín —se ufanó ante el té que acababa de servir a Agnes y Helen— y vende su audacia como Paul Chase vende parcelas de primera clase».

Aquella gente, sus amigos y vecinos, hablaban entre ellos de «la pobre Margaret», la pobrecita señora Tharp, cuyo marido todo el mundo sabía que era un rufián, siempre lejos de allí, metido en alguna clase inimaginable de sinvergonzonería. Sentían lástima por ella, o fingían sentirla, aquellas propietarias de dóciles perros falderos, porque su hombre era una fiera rabiosa a la que nadie podría encerrar, porque no llevaba el aburrido uniforme de la respetabilidad y se negaba a caminar siempre por el lado más tranquilo y seguro de la calle. ¡Pobre señora Tharp! Se llevó una mano a la boca para reprimir la risilla que amenazaba con interferir, maleducada, la interpretación de Helen acerca de una discusión por un punto de una partida de bridge.

—En realidad no tiene importancia, siempre y cuando todo el mundo sepa a qué reglas atenerse antes de empezar la partida —dijo, aprovechando una pausa destinada a que diera su opinión, y siguió con sus pensamientos secretos.

Con la petulante certeza de que a ella no podía ocurrirle jamás, se preguntó cómo sería estar casada con un hombre manso, un marido casero, puntual para comer y acostarse, alguien cuyo vuelo más salvaje apenas alcanzara la mareante altura de una partida de cartas excepcional, unas vacaciones familiares en San Francisco o, como máximo, una sombría aventura con una secretaria abandonada, una manicura, una sombrerera.

A última hora del sexto día de espera, llegó Guy.

Ella estaba preparando la cena en la cocina cuando oyó el chirrido de un automóvil que se detenía delante de la casa. Corrió a la puerta y atisbó entre la cortina y el cristal. En la acera, con sus amplias espaldas de cara a ella, Guy sacaba bolsas de viaje de piel del coche que lo había llevado a casa desde el ferry. Margaret se repasó el pelo con las manos frías, alisó también el delantal y abrió la puerta.

Junto al coche, Guy se dio media vuelta con una bolsa de viaje en cada mano y otra bajo el brazo. Le dirigió una sonrisa entre el rastrojo de barba rojiza de dos días y agitó en el aire una de las bolsas, como quien agita un pañuelo.

Llevaba una gorra arrugada sobre el pelo rojo alborotado y su pecho llenaba a reventar una chaqueta de pana deteriorada por la edad, muslos y pantorrillas estrechamente embutidos en unos pantalones mugrientos de color caqui, zapatos de tela que antaño fueran blancos, incapaces de contener unos pies que exigían mayor talla y con un agujero que mostraba un dedo gordo, enfundado en un calcetín marrón. Un rubicundo disfrazado de mendigo. En las bolsas había ropa distinta. Aquellos harapos eran un disfraz para regresar a casa, un gesto que lo presentaba como un peón que volvía de trabajar en el campo. Caminó por la acera, rozando con sus bolsas en un descuido los geranios y las capuchinas.

Margaret sintió que algo se le hinchaba en la garganta. Una bruma lo dejaba todo borroso menos el rostro sonrojado que avanzaba hacia ella. Un gemido acallado agitó su pecho. Quería correr hacia él como se corre al encuentro de un amante. Quería huir de él como se huye de un violador. Se quedó muy quieta en el umbral y sonrió, tímida y coqueta, con la boca caliente y seca.

Los pasos acolchados del hombre avanzaron por los escalones de acceso, por la veranda. Cayeron a ambos lados las bolsas. Le tendió sus gruesos brazos.

Los olores a alcohol, sudor, salmuera y tabaco agredieron sus fosas nasales. El rastrojo le rascó las mejillas. Ella tropezó, perdió el aliento, se sumergió en él, aplastada, magullada, apaleada por sus labios duros. Apretando los ojos para defenderse del dolor, se aferró a él, el único que permanecía plantado con firmeza en un universo giratorio. Mimos sucios, nombres profanos de amor murmurados en su oído. Otro sonido aún más cercano: un arrullo gutural. Margaret reía.

Guy estaba en casa.

Avanzaba ya el atardecer cuando Margaret se acordó de Leónidas Doucas. Estaba sentada en las rodillas de su marido, inclinada hacia delante para contemplar la bisutería, botín del viaje de Guy a Ceilán, amontonada ante ella en la mesa. Pendientes de concha de berberecho que le tapaban media oreja, pesadas piezas de oro incongruentes con las discreción almidonada de su ropa de estar por casa.

Guy —bañado, afeitado, todo fresco y de blanco— tironeó por debajo de la camisa con la mano libre. Una faltriquera se desprendió perezosamente de su cuerpo, cayó en la mesa con un golpe y se quedó allí, gruesa y apática como una serpiente empachada.

Los dedos pecosos de Guy se hurgaron en los bolsillos de la faltriquera. Fueron apareciendo billetes verdes, monedas que rodaban hasta que las detenía el papel, nuevos billetes que al caer enterraban las monedas.

—¡Oh, Guy! —exclamó ella—. ¿Todo eso?

Él se echó a reír, la hizo saltar sobre sus rodillas y lanzó al aire los billetes de la mesa, como un crío que jugara con las hojas caídas.

—Todo eso. Y para ganar cada uno de esos billetes ha habido que derramar la sangre rosada de alguna víctima. Tal vez a ti te parezcan fríos y verdes, pero te advierto que cada uno de ellos es rojo y caliente como las calles de Colombo.

Ella contuvo un estremecimiento al notar la risa en las venillas que inyectaban de sangre sus ojos, se rio también y alargó un dedo curioso hacia el billete más próximo.

—¿Y cuánto dinero hay, Guy?

—No lo sé. Los he ganado en movimiento —alardeó—. Sin tiempo para llevar las cuentas. Bing, bang, desaparecer y volver a actuar. Una noche teñimos de rojo el canal de Yolda-ela. Fango por abajo, oscuridad por encima, lluvia por todas partes, un diablo marrón por cada gota. Nos perseguía uno de esos que llevan un gorrito blanco de safari, con una linterna que no encontró más que un Buda de cuello tieso en una roca antes de que lo echáramos del negocio.

La mención del Buda de cuello tieso hizo que a Margaret se le apareciese la cara de Doucas.

—¡Ah! La semana pasada vino a verte un hombre. Te está esperando en el hotel. Se llama Doucas, un tipo corpulento con…

—¡El griego!

Guy Tharp apartó a su mujer de sus rodillas. No lo hizo con prisas, ni con rudeza, pero sí con la retirada deliberada de atención que se depara a los juguetes cuando se presenta alguna tarea seria.

—¿Qué más dijo?

—Nada más, salvo que es amigo tuyo. Fue a primera hora de la mañana y lo encontré en la cocina y sé que estuvo arriba también. ¿Quién es, Guy?

—Un colega —respondió en tono vago, mientras se mordisqueaba un nudillo. No parecía conceder la menor importancia, ni siquiera un leve interés, a la noticia de que Doucas hubiera entrado furtivamente en la casa—. ¿Lo has vuelto a ver desde entonces?

—No hemos hablado, pero lo veo cada vez que paso por el hotel.

Guy dejó de mordisquearse el nudillo, se frotó la barbilla con un pulgar, encogió sus amplios hombros, los dejó caer bien laxos y alargó los brazos hacia Margaret. Cómodamente desplomado en la silla, la sujetó con sus brazos fuertes y se echó de nuevo a reír, bromear y alardear con aquella voz que a ella le resonaba, más abajo de su cabeza, como un profundo retumbo. En cambio, sus ojos no recuperaron su habitual claridad de zafiro. Entre bromas y risas, un nuevo talante más pensativo lo hacía parecer distante.

Esa noche durmió con la firmeza propia de los niños y los animales, pero ella sabía que tenía sueño atrasado.

Poco antes del alba ella salió de la cama y llevó el dinero a otra habitación para contarlo. Había doce mil dólares.

Por la mañana, Guy estaba contento, lleno de risas y palabras que no escondían ninguna seriedad extraña. Contó historias sobre una pelea callejera en Madrás, u otra en una casa de juegos de Saigón; de un finlandés al que había conocido en el hotel Queen’s de Kandy, que se había hecho remolcar una balsa hasta un punto en medio del Pacífico, donde creía que le molestaría menos el ruido de la tierra al girar.

Guy habló, rio y se tomó el desayuno con el afán de quien no suele saber cuándo podrá volver a comer. Terminada la comilona, se encendió un puro negro y se levantó.

—Creo que voy a bajar la cuesta para visitar a tu amigo Leónidas, a ver qué tiene en mente.

Cuando la atrajo con fuerza a su pecho para darle un beso, ella notó el bulto del revólver que llevaba bajo la chaqueta, en una pistolera. Se encaminó a una ventana para ver cómo se alejaba de la casa. Él bajaba la cuesta pavoneándose, con un balanceo de hombros, silbando Bang Away, My Lulu.

En la cocina de nuevo, Margaret armó un gran jaleo con los platos del desayuno y se puso a lavarlos como si fuera una tarea difícil y emprendida por primera vez. El agua le salpicó el delantal, el jabón le resbaló dos veces y cayó al suelo, el tallo de una copa se le quebró entre las manos. Luego la tarea se convirtió en trabajo rutinario y dejó de ser una ocupación para ahuyentar pensamientos indeseados. Los pensamientos aparecieron y tenían que ver con la inquietud mostrada por Guy la noche anterior, con aquella risa carente de sinceridad.

Compuso una canción que comparaba un perrito faldero con un lobo salvaje; un hombre para quien la violencia era como los números para un contable con un gordo asmático y perfumado. La repetición dio ritmo a la canción silenciada y el ritmo la calmó, impidió a su mente especular con lo que pudiera estar pasando en aquel hotel, abajo de la colina.

Había fregado ya los platos y estaba limpiando el fregadero cuando volvió Guy. Margaret le dedicó una breve sonrisa y agachó la cabeza de nuevo hacia la tarea para esconder las preguntas que, le constaba, lanzaban sus ojos.

Él se quedó en el umbral, mirándola.

—He cambiado de idea —dijo al poco—. Le voy a dejar que se busque la vida. Si me quiere ver, ya sabe dónde estoy. De él depende.

Se apartó de la puerta. Ella lo oyó subir.

Margaret apoyó las palmas quietas de sus manos en el fregadero. La porcelana era hielo blanco. El frío entró en su cuerpo por los brazos.

Una hora después, cuando Margaret subió la escalera, Guy estaba sentado en un lado de la cama, pasando un trapo por el tambor de su revólver negro. Se movió de aquí para allá por la habitación, fingiendo estar ocupada con cualquier tarea, con la esperanza de que él contestara las preguntas que no podía hacerle. Pero él habló de cosas que no tenían nada que ver. Limpió y engrasó el revólver con la exactitud que aplican los talladores avezados al afilar sus cuchillos, y habló de asuntos que no tenían nada que ver con Leónidas Doucas.

No volvió a salir de casa en todo el día y pasó la tarde fumando y bebiendo en el salón. Cuando se recostaba en el asiento, el revólver marcaba un bulto bajo la axila izquierda. Estuvo alegre, procaz y jactancioso. Por primera vez, Margaret le vio los treinta y cinco años en los ojos, y en la claridad individual de cada uno de los duros músculos de su cara.

Después de cenar se sentaron en la sala sin más iluminación que la menguante luz del día. Cuando esta se desvaneció, ninguno de los dos se levantó para accionar el interruptor de la luz que quedaba junto a la puerta del vestíbulo, cubierto por una cortina. Él estaba tan parlanchín como siempre. A ella se le hacía difícil hablar, pero no parecía que él se percatase. Ella nunca le había hablado mucho.

Estaban sentados en una oscuridad absoluta cuando sonó el timbre.

—Si es Doucas, hazlo pasar —dijo Guy—. Y luego será mejor que vayas arriba y te mantengas aparte.

Margaret encendió la luz antes de salir de la sala y volvió la mirada atrás para ver a su marido. Él estaba recogiendo la fría colilla de puro que llevaba un rato mordisqueando. Le devolvió la mirada con una sonrisa burlona.

—Y si oyes mucho follón —le sugirió— será mejor que metas la cabeza debajo de las mantas y pienses en la mejor manera de limpiar la sangre de las alfombras.

Muy tiesa, Margaret caminó hacia la puerta y la abrió.

El sombrero redondo y negro de Doucas se movió al mismo son que los hombros en un remedo de reverencia que impulsó hacia ella el olor a magnolias.

—Su… marido… está… en… casa.

—Sí. —Margaret alzó la barbilla para que él pudiera verla sonreír pese a que le sacaba toda una cabeza, y se esforzó porque su sonrisa fuera dulcemente amable—. Entre. Lo está esperando.

Guy, sentado donde lo había dejado, con un puro nuevo recién encendido, no se levantó para recibir a Doucas. Se quitó el puro de la boca y dejó que el humo se asomara entre los dientes para adornar la alegre insolencia de su sonrisa.

—Bienvenido a este lado del mundo.

El griego no dijo nada y se quedó justo al lado de la cortina.

Margaret los dejó así, cruzó la sala y subió por la escalera trasera. La voz de su marido la acompañó mientras subía en un murmullo que no le permitía distinguir las palabras. Si Doucas dijo algo, ella no lo oyó.

Se sentó a oscuras en el dormitorio, agarrada con ambas manos al pie de la cama, presa de tal temblor que hasta el colchón vibraba. La noche le enviaba preguntas que la atormentaban, preguntas sombrías, enmarañadas, anudadas, enredadas en una profusión tan rápidamente cambiante que apenas era posible verlas con claridad, pero todas guardaban relación con un orgullo que, en ocho años, se había convertido en algo muy querido.

Guardaban relación con el orgullo por la valentía y la dureza de un hombre, una valentía y un coraje que podían convertir robos, asesinatos, crímenes apenas supuestos, en travesuras siquiera reprensibles, como la del niño que roba manzanas. Tenían que ver con la existencia o inexistencia de esa valentía dorada, sin la cual un trotamundos podría no ser más que un ladronzuelo de tiendas amparado en una escala geográfica mayor, un pillo que en vez de robar las casas de los desconocidos se apropiaba de sus terrenos, una figura furtiva, un merodeador bien dotado para añadir glamur a su autobiografía. En ese caso, el orgullo sería una estupidez.

Le llegó desde el suelo un murmullo, lo poco que quedaba, tras superar la distancia y las maderas interpuestas, de unas palabras pronunciadas entre las paredes de su comedor, forradas de papel pintado marrón. El murmullo la atraía hacia el comedor, tiraba físicamente de ella igual que las preguntas.

Dejó en el suelo del dormitorio las zapatillas. Con mucha suavidad, sus pies, envueltos en los calcetines, la llevaron hasta abajo por la oscura escalera principal, paso a paso. Con la falda bien sujeta y algo levantada para evitar el roce, avanzó por aquella negra escalera hacia la sala donde dos hombres —ambos, en aquel momento, desconocidos por igual— negociaban sentados.

Por debajo de la cortina, a ambos lados de la misma, la luz amarilla trazaba una «U» en el suelo del pasillo. Le llegó la voz de Guy:

—… no estaban allí. Pusimos patas arriba toda la isla, desde Dambulla hasta Kala-wewa, y no encontramos nada. Ya te dije que era un fraude. ¿Pillar a esos ingleses dejando todo ese azúcar ahí, bajo sus mismas narices?

—Dahl… dijo… que… sí… estaba.

La voz de Doucas sonaba suave, llena de esa clase de infinita suavidad paciente tan propia de quienes están a punto de agotar su paciencia.

Margaret avanzó hasta la cortina y se puso a mirar por un lado. Los dos hombres y la mesa que los separaba se hicieron visibles. Lo que más cerca le quedaba era la espalda de Doucas, embutida en su chaqueta. Estaba sentado con la espalda tiesa, las manos quietas sobre sus muslos gordos, el rostro impasible de perfil. Guy tenía ambos brazos apoyados en la mesa, con su camisa blanca. Se recostaba en ellos y se le veían las venas en la frente y en el cuello, así como algunas, más pequeñas y vividas, en torno al negro azulado de sus ojos. Tenía delante un vaso vacío, mientras que el de Doucas seguía lleno hasta arriba de licor oscuro.

—Y a mí qué me importa lo que diga Dahl. —La voz de Guy sonó seca, pero hasta cierto punto carente de rotundidad—. Te he dicho que no estaba allí.

Doucas sonrió. Sus labios desvelaron la blanca dentadura y la volvieron a cubrir, en una mueca incómoda tan carente de humor como de espontaneidad.

—Pero… has… vuelto… de… Ceilán… más… rico… que… antes.

La punta de la lengua de Guy se asomó entre los dientes y desapareció de nuevo. Fijó la mirada en sus manos pecosas. Luego la alzó hacia Doucas.

—Sí. He traído conmigo quince mil dólares ganados con el sudor de mi frente, ya que tanto te importa —dijo. Luego, restó sinceridad a la afirmación y la convirtió en una débil fanfarronada al añadir otra explicación—: Hice algo que un hombre necesitaba. No tuvo nada que ver con lo nuestro. Fue cuando eso ya había fallado.

—Ya… No… me… lo… acabo… de… creer.

Suaves, acolchadas entre suspiros, aquellas palabras contenían una violencia mucho más conmovedora que la palabra «mentiroso» proferida a gritos.

Los hombros de Guy se alzaron, entrechocaron los dientes y la sangre marcó el pulso en las venas que surcaban la cara. Los ojos echaron llamaradas amoratadas a la máscara tostada que tenían delante, un fuego que permaneció encendido tanto rato que a Margaret empezó a dolerle el pecho de tanto contener la respiración.

Se apagó el fuego en los ojos púrpuras. La mirada descendió. Con el ceño fruncido, Guy se quedó mirando sus manos, sus nudillos, pomos blancos y redondos.

—Como quieras, hermano —dijo, no con mucha claridad.

Margaret se balanceó tras la cortina que la escondía y la razón apenas alcanzó a retener la mano que instintivamente se agarraba para mantener el equilibrio. Su cuerpo era una concha fría y húmeda que envolvía la ausencia del orgullo que hasta entonces —hasta aquel mismo instante, pese al germen de la duda— había acumulado durante ocho años. Las lágrimas empaparon su rostro; lágrimas por un orgullo altivo convertido ahora en algo ridículo. Se vio a sí misma como niña que se presentara ante los adultos ufana con su sombrerito de papel, gritando con voz aguda: «¿Habéis visto mi corona de oro?».

—Perdemos… el… tiempo. Dahl… dijo… medio… millón… de… rupias. Seguro… era… menos. Pero… seguro… que… la… mitad… sí… estaba. —El colchón de aire que separaba cada palabra de la siguiente, por medio de una repetición que crispaba los nervios, perdía toda naturalidad. Cada palabra perdía su asociación con las demás y se convertía en un símbolo amenazante colgado en la sala—. Redondeando… mi… porción… sería… digamos… setenta y cinco… mil… dólares. Me… conformaré.

Guy no desvió la mirada de sus nudillos, duros y blancos. Su voz sonó huraña:

—¿De dónde esperas sacarlos?

Los hombros del griego se movieron apenas una fracción de un centímetro. Como llevaba tanto rato sin moverse para nada, aquel mínimo gesto se convirtió en un notable encogimiento de hombros.

—Me… los… vas… a… dar… tú. No… querrás… que… el… cónsul… se… entere… de… quién… era… Tom… Berkey… en… El Cairo… hace… no… muchos… años.

La silla de Guy salió disparada hacia atrás. Se abalanzó hacia él por encima de la mesa.

Margaret se tapó la boca con una mano para reprimir el grito que ni siquiera tenía fuerzas para emitir.

La mano derecha del griego hizo bailar las joyas en la cara de Guy. En la mano izquierda del griego se materializó de la nada una pistola compacta.

—Siéntate… amigo… mío.

Tumbado encima de la mesa, daba la sensación de que Guy se había vuelto de pronto más pequeño, como ocurre con cualquier cuerpo que se detiene cuando se abalanzaba sobre nosotros. Se quedó allí un momento. Luego gruñó, recuperó el equilibrio, recogió su silla y se sentó. Su pecho subía y bajaba lentamente.

—Oye, Doucas —dijo con gran seriedad—, te equivocas. Puede que me queden unos diez mil dólares. Los he ganado por mi cuenta, pero si te parece que lo vas a necesitar, haré lo que haga falta. Te puedes quedar la mitad de los diez mil.

Las lágrimas de Margaret habían desaparecido. La lástima que sentía por sí misma se había convertido en odio hacia los dos hombres que, sentados en el comedor, habían convertido su orgullo en una estupidez. Temblaba todavía, pero ahora de rabia y desprecio por su marido, el cacareado lobo rojo que ahora pretendía sobornar al gordo que lo amenazaba. El desprecio que sentía por su marido era tan grande que incluía a Doucas. La invadió el deseo de cruzar la cortina y mostrarles su desprecio. Pero el impulso quedó en nada. No hubiera sabido qué hacer, qué decirles. Ella no pertenecía a ese mundo.

Solo su orgullo había ocupado el lugar de su marido en ese mundo.

—Cinco… mil… dólares… no… son… nada. Veinte… mil… rupias… me… gasté… preparando… lo… de… Ceilán… para… ti.

La impotencia de Margaret se convirtió en desprecio por sí misma. La amargura de aquel desprecio la impulsó a intentar justificar su orgullo por Guy, capturar de nuevo algún fragmento. Al fin y al cabo, ¿qué sabía ella de aquel mundo? ¿Con qué normas podía medir sus valores? ¿Acaso había algún hombre que pudiera vencer todos sus encuentros? ¿Qué más podía haber hecho Guy ante la pistola de Doucas?

La inutilidad de todas aquellas preguntas la enfureció. La pura verdad era que nunca había visto a Guy como un hombre, sino siempre como un ser semifantástico. El punto débil de cualquier defensa que pudiera inventarse para él radicaba en el mero hecho de que necesitara una defensa. No avergonzarse de él era un triste sucedáneo de la exaltación anterior. Aunque se convenciera de que Guy no era un cobarde, seguía quedando vacante el lugar que últimamente había ocupado el júbilo por su valentía.

Al otro lado de la cortina, los dos hombres seguían regateando separados por la mesa.

—… último… céntimo. Nadie… gana… dinero… por… traicionarme.

Por el hueco entre la cortina y el marco, Margaret fulminó con la mirada al gordo Doucas, con su pistola apoyada en la mesa, al rojo Guy, que fingía hacer caso omiso de la pistola. La invadió la rabia: una rabia desarmada, impotente. ¿O no estaba desarmada? El interruptor estaba junto a la puerta. Doucas y Guy se entretenían mutuamente…

La mano se movió antes de que el motivo que la impulsaba estuviera formado del todo en su interior. La situación era intolerable; la oscuridad cambiaría la situación, aunque fuera levemente, y en consecuencia la oscuridad era deseable. La mano avanzó entre la cortina y el marco, se dobló hacia un lado como si estuviera dotada de visión, llevó el dedo hasta el interruptor.

Una fina llamarada de bronce manchó la oscuridad estridente. Guy bramó, un ruido animal carente de significado. Una silla cayó al suelo con estridencia. Arrastrar de pies, pisoteos, roces. Algún quejido puntuaba los gruñidos.

Escondida por la noche, Margaret descubrió que por primera vez aquellos dos hombres y lo que hacían se volvía real, físicamente real. Ya no eran figuras cuya sustancia dependía de lo que le hicieran a su orgullo. Uno era su marido, un hombre que podía acabar lisiado, muerto. Doucas era un hombre que podía morir asesinado. Cualquiera de los dos podía morir por culpa de la vanidad de una mujer. Una mujer, ella, los había lanzado hacia la muerte con tal de no confesar que tal vez fuera algo menos que la esposa de un gigante.

Sollozando, pasó al otro lado de la cortina y buscó con las dos manos el interruptor que, apenas un momento antes, se había presentado con tal diligencia ante su dedo. Las manos tantearon una pared que vibró cuando los cuerpos chocaron con ella. Detrás de Margaret, huesos envueltos en carne chocaban con huesos envueltos en carne. Pies arrastrados al ritmo de roncas respiraciones. Guy maldijo. Los dedos revoloteaban adelante y atrás, de aquí para allá, por encima de un papel pintado en el que no encontraban el interruptor.

Cesó el sonido de pies arrastrados. La maldición de Guy se detuvo a media sílaba. Un gorgoteo burbujeante había entrado en la habitación y se había tragado todos los demás ruidos, dándole densidad, concediéndole peso a la noche y acelerando los dedos frenéticos de Margaret por la pared.

La mano derecha encontró el marco de la puerta. La dejó allí, apretando, hasta que el filo de la madera ya le cortaba la carne, y le impidió reanudar la búsqueda frenética hasta que se hiciera una imagen de la pared. Decidió que el interruptor quedaba algo más abajo que su hombro.

«Justo debajo de mi hombro», susurró en tono áspero, con la intención de oír sus propias palabras por encima del gorgoteo. Con el hombro pegado al marco de la puerta, apoyó las dos manos planas en la pared y fue repasando su superficie.

El gorgoteo murió y dejó un silencio más opresivo, el silencio de un vacío enorme.

Al deslizarse, la palma de la mano topó con el metal frío. Un dedo encontró el interruptor, titubeó por encima con ansiedad, resbaló. Margaret pegó las dos manos al interruptor. Se hizo la luz. Ella se volvió para pegar la espalda a la pared.

Al otro lado de la sala, Guy estaba sentado a horcajadas encima de Doucas y alzaba su cabeza del suelo con dos manazas que escondían el cuello blanco del griego. La lengua de Doucas era un colgante azulado que pendía de su boca azulada. Los ojos, apagados, sobresalían de las cuencas. La liga de seda roja de un calcetín se había desprendido bajo el pantalón y asomaba junto al zapato.

Guy volvió la cabeza hacia Margaret y pestañeó para defenderse de la luz.

—Buena chica —la felicitó—. Este griego no era una criatura para saltarle a plena luz del día.

Un lado de la cara de Guy se veía rojo bajo la frente roja. Ella se concentró en su herida para evadirse de lo que implicaba el tiempo verbal: era.

—¡Estás herido!

Él retiró las manos del cuello del griego y se frotó la mejilla con una de ellas. Quedó teñida de rojo. La cabeza de Doucas golpeó el suelo con un sonido hueco y ni siquiera tembló.

—Solo me ha dado de refilón —explicó Guy—. Me irá bien para probar que ha sido en defensa propia.

La reiteración de la insinuación obligó a Margaret a desviar la mirada hacia el hombre del suelo y apartarla enseguida.

—¿Está…?

—Más que muerto —le aseguró Guy.

Sonaba ligera su voz, levemente teñida de satisfacción.

Margaret lo miró horrorizada, con la espalda pegada a la pared, asqueada por su papel en aquella muerte, asqueada por la insensible brutalidad en la voz y el comportamiento de Guy. Él no se dio cuenta de eso. Estaba mirando al muerto, pensativo.

—Ya te dije que le daría una paliza si se la buscaba —alardeó—. A él también le dije lo mismo hace cinco años en Malta.

Movió al muerto suavemente con un pie. Margaret se pegó a la pared de un respingo y se encontró como si estuviera a punto de vomitar.

El pie de Guy dio unos empujoncitos al muerto lentamente mientras reflexionaba. Cosas lejanas apagaban su mirada, cosas que tal vez hubiesen ocurrido cinco años antes en algún lugar que para ella era tan solo un lugar en el mapa, asociado con las cruzadas y los gatos. La sangre le surcaba la mejilla, pendía momentáneamente en gotas que se inflaban hasta que caían sobre la chaqueta del muerto.

El pie puso fin al juego macabro. Los ojos de Guy se abrieron como platos y se llenaron de luz, al tiempo que el entusiasmo desbordaba la cara. Se dio un puñetazo en una mano y se acercó a Margaret de un salto.

—¡Por Dios! ¡Este tipo tiene una concesión de perlas en La Paz! Si consigo llegar allá abajo antes que las noticias de su muerte, puedo… Caramba, ¿qué pasa?

La miró fijamente. El desconcierto borró el entusiasmo de su cara.

La mirada de Margaret flaqueó y se apartó de él. Se posó en la mesa volcada, recorrió la habitación, miró el suelo. No podía alzar la mirada para que él viera lo que había en sus ojos. Si él lo hubiera entendido todo a la primera… Pero no podía quedarse allí mirándolo con la esperanza de que aquello que albergaban sus ojos se abriera paso a fuego hasta la conciencia de Guy.

Aquello mismo que luego intentó esconder en su voz.

—Te vendaré la mejilla antes de que llamemos a la policía —dijo.