No sé si Frank Toplin era alto o bajo. Lo único que alguna vez vi de él fue su cabeza redonda —calva pelada y cara arrugada, ambas del clásico color de los sobres marrones— apoyada en las almohadas blancas de una cama grande con dosel. El resto de su cuerpo estaba enterrado bajo un grueso montón de ropa de cama.
Aquella primera vez también estaban en la habitación su esposa, una mujer regordeta con una cara rolliza en la que las arrugas parecían rasguños sobre una superficie de marfil; su hija Phyllis, una chica espabilada, tipo «soy la más popular de la panda de los jóvenes»; y la sirvienta que me abrió la puerta, una rubia joven de grandes huesos, con cofia y delantal.
Yo me había presentado como agente de la sucursal de San Francisco de la Compañía de Seguros North American, lo cual no dejaba de ser cierto. Como no ganaba nada por admitir que era un sabueso de la Agencia de Detectives Continental, solo momentáneamente empleado por la compañía de seguros, me callé esa parte.
—Quiero una lista de los objetos desaparecidos —dije a Toplin—. Pero antes…
—¿Objetos? ¡Por lo menos cien mil dólares! ¡Y lo llama «objetos»!
La señora Toplin obligó a su marido a apoyar la cabeza en la almohada con su mano regordeta, de dedos cortos.
—Bueno, Frank, no te pongas nervioso —lo calmó.
Phyllis Toplin, con un destello en la mirada, me dedicó un guiño. El hombre acostado volvió de nuevo la cara hacia mí, sonrió un poco avergonzado y soltó una risilla.
—Bueno, si ustedes quieren considerar como objetos los setenta y cinco mil dólares que van a perder, yo aceptaré lo mismo para mis veinticinco.
—Entonces, ¿suman cien mil en total? —pregunté.
—Sí, ninguno de ellos estaban asegurados por su valor total y algunos ni siquiera tenían seguro.
Era muy común. No recuerdo a nadie que haya admitido que el seguro cubría todo lo robado: la póliza siempre cubría solo la mitad o, como mucho, tres cuartas partes.
—Qué tal si me cuenta exactamente qué ha pasado —propuse. Para adelantarme a otro discurso que también se suele repetir, añadí—: Ya sé que se lo ha contado todo a la policía, pero necesito que me lo explique usted directamente.
—Bueno, anoche nos estábamos vistiendo para ir a casa de los Bauer. Había sacado de la caja fuerte las joyas de mi esposa y de mi hija, las piezas más valiosas, y las había traído a casa. Me acababa de poner el abrigo y les estaba diciendo que se dieran prisa cuando sonó el timbre.
—¿Qué hora era?
—Cerca de las ocho y media. Salí de esta sala y entré en el cuarto de estar, al otro lado del pasillo, y estaba guardando algunos puros en la cigarrera cuando Hilda —dijo, señalando a la sirvienta— entró caminando hacia atrás. Cuando ya empezaba a preguntarle si se había vuelto loca y le había dado por ir por ahí caminando hacia atrás, vi al ladrón. Era…
—Un momento. —Me volví hacia la sirvienta—. ¿Qué pasó cuando usted acudió a la llamada del timbre?
—Bueno, que abrí la puerta, claro, y ahí estaba ese hombre con un revólver en la mano y me lo hundió en la…, en la barriga y me empujó hacia la sala en que estaba el señor Toplin y disparó al señor Toplin y…
—Cuando lo vi con el revólver en la mano —Toplin retomó la historia de su sirvienta— me asusté un poco y se me cayó la cigarrera de la mano. Cuando intenté recogerla, porque no tiene ningún sentido dejar que se estropeen los puros buenos por mucho que te estén robando, debió de pensar que pretendía sacar un arma, o algo. En cualquier caso, me disparó en la pierna. Mi mujer y Phyllis llegaron corriendo en cuanto oyeron el disparo y él las apuntó con el revólver, se quedó todas las joyas y les hizo vaciar mis bolsillos. Luego les dijo que me llevaran a rastras hasta la habitación de Phyllis, nos metió en el armario y nos encerró con llave ahí dentro. Y fíjese que no dijo ni una palabra en todo el rato, ni una sola palabra; solo hacía gestos con el arma y con la mano izquierda.
—¿Fue grave el tiro en la pierna?
—Depende de si me quiere creer a mí o al médico. Él dice que no es nada. Solo una rozadura, dice, pero el disparo está en mi pierna, no en la suya.
—¿Dijo algo cuando usted le abrió la puerta? —pregunté a la sirvienta.
—No, señor.
—¿Alguien le oyó decir algo mientras estuvo aquí?
Nadie.
—¿Qué pasó cuando los encerró en el armario?
—No nos enteramos de nada —explicó Toplin— hasta que llegó McBirney y un policía y nos sacaron de ahí.
—¿Quién es McBirney?
—El conserje.
—¿Y cómo es que iba con un policía?
—Oyó el disparo y subió justo cuando el ladrón empezaba a bajar desde aquí. El ladrón se dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba, se metió en un apartamento de la séptima planta y se quedó allí, obligando con su revólver a guardar silencio a la mujer que vive allí, la señorita Eveleth, hasta que consiguió escabullirse y se largó. Antes de irse la dejó inconsciente de un golpe y… Y eso es todo. McBirney llamó a la policía en cuanto vio al ladrón, pero llegaron tan tarde que ya no sirvió de nada.
—¿Cuánto rato estuvieron en el armario?
—Diez minutos, tal vez quince.
—¿Qué aspecto tenía el ladrón?
—Bajo y delgado y…
—¿Muy bajo?
—Como usted, o tal vez más.
—¿Digamos que un metro sesenta, o sesenta y cinco? ¿Y de peso?
—Ah, no sé, cincuenta, o cincuenta y cinco kilos. Parecía un poco esmirriado.
—¿Edad?
—No más de veintidós o veintitrés.
—Oh, papá —objetó Phyllis—. Tenía treinta, o casi.
—¿Qué opina usted? —pregunté a la señora Toplin.
—Yo diría que veinticinco.
—¿Y usted? —A la sirvienta.
—No estoy segura, señor, pero no era muy mayor.
—¿Piel morena, o clara?
—Clara —respondió Toplin—. Iba sin afeitar y la barba era tirando a rubia.
—Más bien castaño oscuro —corrigió Phyllis.
—Quizá, pero era clara.
—¿Color de ojos?
—No lo sé. Llevaba una gorra con la visera muy baja. Parecían oscuros, pero tal vez fuera porque estaban en sombras.
—¿Cómo describiría la parte de su cara que sí pudo ver?
—Pálida y como debilitada. Barbilla pequeña. Pero no se le veía mucho: llevaba el cuello de la chaqueta subido y la gorra bajada.
—¿Cómo iba vestido?
—Gorra azul hasta los ojos, traje azul, zapatos negros, guantes negros…, de seda.
—¿Limpio, o desastrado?
—Ropa tirando a barata, muy arrugada.
—¿Qué clase de arma llevaba?
Phyllis Toplin se adelantó a su padre.
—Papá y Hilda se empeñan en llamarla revólver, pero era una automática del treinta y ocho.
—Si lo volvieran a ver, ¿lo reconocerían?
—Sí —convinieron.
Despejé un trozo de la mesita de noche y saqué papel y lápiz.
—Quiero una lista de lo que se llevó, con la descripción más completa posible de cada elemento, cuánto había costado, dónde y cuándo lo había comprado.
Al cabo de media hora ya tenía mi lista.
—¿Saben el número de apartamento de la señorita Eveleth? —pregunté.
—Setecientos dos, dos pisos más arriba.
Subí y llamé al timbre. Me abrió la puerta una chica de veintipico, con la nariz cubierta de esparadrapo. Tenía unos bonitos ojos de color castaño claro, cabello oscuro y una vocación atlética escrita por todo el cuerpo.
—¿Señorita Eveleth?
—Sí.
—Soy de la compañía de seguros que tenía cubiertas las joyas de los Toplin y busco información sobre el robo.
Se quitó el vendaje de la nariz y me dedicó una sonrisa apenada.
—Esto es parte de mi información.
—¿Cómo ha sido?
—Un castigo a mi feminidad. Me olvidé de meterme en mis asuntos. Pero supongo que lo que usted anda buscando es lo que sé de ese canalla. Sonó el timbre poco antes de las nueve de la noche y cuando abrí la puerta estaba él. En cuanto abrí, me empujó con la pistola y me dijo: «Adentro, niña». Yo le hice caso bastante rápido y él entró y cerró la puerta de una patada. «¿Dónde está la salida de incendios?», me preguntó. Le dije que la escalera de la salida de incendios no pasa por ninguna de mis ventanas, pero no quiso creerme.
»Me hizo guiarle de ventana en ventana, pero por supuesto no encontró la salida de incendios que buscaba y se puso todo enfadado por eso, como si fuera culpa mía. No me gustaron algunos insultos que me dijo y, como era un canijillo medio hombre, intenté atraparlo. Pero… Bueno, por lo que a mí respecta, el macho sigue siendo el animal dominante. Por decirlo en lenguaje llano, me partió la nariz y me dejó ahí tirada. Me quedé mareada, aunque no llegué a desmayarme, y cuando me levanté ya se había ido. Eché a correr hacia el rellano y vi algunos policías en la escalera. Les solté mi cuentito entre sollozos y ellos me hablaron del robo a los Toplin. Dos de ellos volvieron aquí conmigo y registraron el apartamento. Yo no lo había visto salir con mis propios ojos y les pareció que, ya fuera por astucia o por desesperación, podía haberse metido en un armario para quedarse allí hasta que se despejara el patio. Pero no lo encontraron.
—¿Cuánto tiempo cree que pasó desde que la golpeó hasta que usted salió al rellano?
—Ah, quizá fueron cinco minutos. O quizá la mitad.
—¿Qué pinta tenía el señor Ladrón?
—Bajito, más bajo que yo; con barba clara de un par de días en la cara, vestido con ropa azul desastrada, guantes negros de tela.
—¿Edad?
—No muy mayor. La barba era rala, dispersa, y tenía una cara infantil.
—¿Se fijó en los ojos?
—Azules. El pelo, donde asomaba por debajo de la gorra, era de un rubio muy claro, casi blanco.
—¿Cómo era su voz?
—De una gravedad muy profunda, aunque a lo mejor era impostada.
—¿Lo reconocería si lo volviera a ver?
—¡Por supuesto! —Se tocó con suavidad la nariz vendada—. Como dirían los anuncios, mi nariz lo reconocería seguro.
Del apartamento de la señorita Eveleth me fui al despacho de la planta baja, donde encontré al conserje, McBirney, y su esposa, que cuidaba con él del edificio de apartamentos. Ella era una mujer esquelética con la boca y nariz angulosas, típicas de gente latosa; él, un tipo grande, de espaldas anchas, con pelo y bigote pajizos, buen humor, cara enrojecida de indolente, ojos cordiales de un azul claro y acuoso.
Contó lo que sabía del asalto arrastrando las palabras.
—Estaba arreglando un grifo en la cuarta planta cuando oí el disparo. Fui a ver qué pasaba y justo cuando había subido lo suficiente para ver la puerta de Toplin salió el tipo. Nos vimos al mismo tiempo y él me apuntó con el arma. Podía haber hecho muchas cosas, pero lo que he se me ocurrió fue agacharme y esconder la cabeza. Oí que subía la escalera y me levanté justo a tiempo para ver que trazaba la curva que va de la quinta planta a la sexta.
»No lo seguí. No tenía arma, ni nada, y pensé que lo teníamos atrapado. Desde este edificio un hombre podría saltar al tejado del siguiente desde el cuarto piso, o quizá del quinto, pero no más arriba; y el apartamento de los Toplin está en el quinto. Pensé que a este lo teníamos pillado. Me podía plantar delante del ascensor y vigilar a la vez la escalera principal y la trasera. Así que llamé el ascensor y dije a Ambrose, el ascensorista, que hiciera sonar la alarma y saliera corriendo para mantener vigilada la escalera de incendios hasta que llegara la policía.
»Mi mujer llegó en uno o dos minutos con mi arma y me dijo que Martínez, el hermano de Ambrose, que se ocupa de la centralita y de la puerta delantera, estaba llamando a la policía. Yo veía las dos escaleras con claridad y el tipo no bajó por ellas; y apenas pasaron unos minutos hasta que llegó la policía, un montón de agentes que venían de la comisaría de Richmond. Luego sacamos a los Toplin del armario y empezamos a registrar el edificio. Y entonces la señorita Eveleth bajó corriendo la escalera, con la cara y el vestido ensangrentados, y nos contó que él había estado en su apartamento; así que estábamos convencidos de que ya lo habíamos pillado. Pero no fue así. Registramos todos los apartamentos del edificio, pero no encontramos ni el menor rastro suyo.
—¡Claro que no! —exclamó la señora McBirney en tono desagradable—. Pero si hubieras…
—Ya lo sé —concedió el conserje en el tono indulgente propio de quien ha aprendido a tomarse el sermoneo como parte ordenada de la vida matrimonial—. Si yo hubiera sido un héroe y lo hubiese agarrado y me hubiese metido en un lío. Bueno, no soy un loco como el viejo Toplin, que se hizo disparar en el pie, o como Blanche Eveleth, con la nariz partida. Soy un hombre sensato que sabe cuándo tiene las de perder. ¡Y si veo un arma no me tiro encima!
—¡No! No haces nada que…
Aquel rollo del señor y la señora no me llevaba a ninguna parte, así que lo interrumpí con una pregunta para ella:
—¿Quién es el inquilino más nuevo que tienen?
—El señor Jerald y su mujer. Llegaron anteayer.
—¿En qué apartamento?
—Setecientos cuatro… Al lado del de la señorita Eveleth.
—¿Quiénes son esos Jerald?
—Son de Boston. Él me dijo que ha venido para abrir aquí una sucursal de una empresa de manufacturas. Tendrá por lo menos cincuenta años, es flaco y tiene pinta de dispéptico.
—¿Está solo con su mujer?
—Sí. Ella tampoco está muy bien. Ha pasado uno o dos años en un sanatorio.
—¿Y el siguiente inquilino más nuevo?
—El señor Heaton, en el quinientos treinta y cinco. Lleva un par de semanas aquí, pero ahora está en Los Ángeles. Se fue hace tres días y dijo que tardaría diez o doce en volver.
—¿A qué se dedica y qué pinta tiene?
—Trabaja en una agencia teatral y es más bien gordo, con la cara sonrojada.
—¿Y el siguiente?
—La señorita Eveleth. Lleva un mes aquí.
—¿Y el siguiente?
—Los Wagener, en el novecientos veintitrés. Pronto hará dos meses que vinieron.
—¿A qué se dedican?
—Él es un agente inmobiliario retirado. Además está su esposa y su hijo Jack, un chico de unos diecinueve. Lo veo muy a menudo con Phyllis Toplin.
—¿Cuánto llevan aquí los Toplin?
—El mes que viene hará dos años.
Me volví de la señora McBirney a su marido:
—¿La policía ha registrado los apartamentos de toda esa gente?
—Sí —contestó—. Entramos en todas las habitaciones, en los dormitorios y en todos los armarios desde el sótano hasta el terrado.
—¿Llegó a ver bien al ladrón?
—Sí, hay una luz en el rellano, ante la puerta de los Toplin y cuando lo vi le daba en la cara.
—¿Podía haber sido algún inquilino?
—No, imposible.
—¿Lo reconocería si lo viera otra vez?
—¿Quiere apostarse algo?
—¿Qué pinta tenía?
—Más bien pequeño, un joven de complexión clara unos veintitrés o veinticuatro, con traje viejo azul.
—¿Puedo ir a buscar a Ambrose y Martínez? Son el ascensorista y el botones de la puerta que estuvieron de turno anoche. —¿Ahora?
El conserje miró su reloj.
—Sí. Ahora deberían estar trabajando. Entran a las dos.
Salí al vestíbulo y me los encontré juntos. Se parecían como dos gotas de agua. Eran hermanos, jóvenes filipinos, flacos, con los ojos brillantes. No añadieron mucho a la información que ya tenía. Ambrose había bajado al vestíbulo para decir a su hermano que llamara a la policía en cuanto McBirney se lo ordenó, y luego había tenido que salir corriendo a la puerta trasera para tomar posición en la salida de incendios. Las escaleras de incendios recorrían la parte trasera de la casa y una fachada lateral. Si se plantaba un poco alejado de la esquina que unía esas dos paredes, el filipino podía mantener ambas a la vista al mismo tiempo que la puerta trasera.
Dijo que había mucha iluminación y que veía las dos escaleras de incendio hasta arriba, en el tejado, y que no había visto nada en ellas.
Martínez había llamado a la policía por teléfono y luego se había quedado vigilando la puerta principal y el pie de la escalera central. No había visto nada. Acababa de terminar su interrogatorio cuando se abrió la puerta de la calle y entraron dos hombres. A uno lo conocía: Bill Garren, un agente del departamento de Empeños. El otro era un joven rubio, bajito, todo estiloso con sus pantalones de pinzas, chaqueta corta de hombros lisos y zapatos de ante con tobillera beis a juego con el sombrero y los guantes. Llevaba en la cara una mueca enfurruñada. Parecía que no le gustaba mucho estar con Garren.
—¿Qué haces tú por aquí? —me saludó el agente.
—Líos de Toplin con la compañía de seguros —expliqué.
—¿Algún progreso? —quiso saber.
—A punto de practicar una detención —dije, no del todo en serio, pero tampoco en broma.
—Cuantas más, mejor —respondió él con una sonrisa—. Yo ya he hecho una —añadió señalando con una inclinación de cabeza al joven de etiqueta—. Sube con nosotros.
Nos metimos los tres en el ascensor y Ambrose nos llevó a la quinta planta. Antes de llamar al timbre de los Toplin, Garren me contó lo que sabía.
—Este tipo ha intentado colocar un anillo en una tienda de la calle Tres hace un rato: un anillo con esmeralda y un diamante que se parece a uno de los Toplin. Ahora se hace la almeja: no ha dicho ni una sola palabra… De momento. Vengo a enseñárselo a esta gente; luego me lo llevo a la comisaría central y le saco esas palabras… ¡Que encajarán en lindas frases y todo!
El detenido miró con amargura al suelo y no prestó atención a la amenaza. Garren llamó al timbre y la sirvienta, Hilda, abrió la puerta. Se le abrieron mucho los ojos cuando vio al joven elegante, pero no dijo nada mientras nos acompañaba hasta el salón, donde estaban la señora Toplin y su hija. Las dos alzaron la mirada.
—¡Hola, Jack! —saludó Phyllis al detenido.
—Eh, Phyl —balbució este, sin mirarla.
—Entre amigos, ¿eh? Bueno, ¿qué respondes? —preguntó Garren a la chica.
Ella alzó el mentón y, aunque se le sonrojó la cara, dedicó una risa altanera al policía.
—¿Le importaría quitarse el sombrero? —le preguntó.
Bill no es mal tipo, pero no tiene nada de manso. Por toda respuesta, inclinó el sombrero sobre un ojo y se volvió hacia la madre:
—¿Ha visto alguna vez a este tipo?
—¡Claro, caramba! —exclamó la señora Toplin—. Es el señor Wagener, que vive arriba.
—Bueno —explicó Bill—, pues al señor Wagener lo han detenido en una casa de empeños intentando deshacerse de este anillo. —Sacó del bolsillo un anillo chabacano, verde y blanco—. ¿Lo reconoce?
—¡Claro! —dijo la señora Toplin, mirando el anillo—. Es de Phyllis, y el ladrón… —Al empezar a entender se quedó boquiabierta—. ¿Cómo puede ser que el señor Wagener…?
—Eso, ¿cómo? —repitió Bill.
La hija se plantó entre Garren y yo, dándole la espalda a él para encararse a mí.
—Puedo explicarlo todo —anunció.
Sonó tan parecido a un cartelito de película muda que no prometía mucho, pero…
—Adelante —la animé.
—Encontré ese anillo en el recibidor, delante de la puerta principal cuando pasó todo el nerviosismo. Se le debió de caer al ladrón. No le dije nada a papá y a mamá porque pensé que nadie se daría cuenta y que además estaba asegurado, así que se me ocurrió que podía venderlo y ganarme toda esa pasta. Anoche le pedí a Jack que me lo vendiera y dijo que sabía cómo hacerlo. Él no tuvo nada que ver, aparte de esto, aunque pensé que tendría la sensatez suficiente para no intentar empeñarlo enseguida. —Lanzó una mirada burlona a su cómplice—. ¡Mira lo que has conseguido! —lo acusó.
Él se removió, nervioso, y se quedó mirándose los pies con un puchero.
—Ja, ja, ja —dijo Bill Garren, en tono amargo—. ¡Ha sido muy bueno! ¿Sabes aquel de los dos irlandeses que se metieron por error en una Y. W. C. A.?
La chica no dijo si lo sabía o no.
—Señora Toplin —pregunté—, teniendo en cuenta que lleva ropa distinta, y la cara sin afeitar, ¿cabe la posibilidad de que este muchacho fuera el ladrón?
Ella sacudió la cabeza con gesto enfático.
—¡No! ¡No puede ser él!
—Deja instalada a tu presa, Bill —le sugerí—, y vayamos a un rincón a cuchichear un poco.
—De acuerdo.
Arrastró una silla pesada hasta el centro de la sala, sentó a Wagener en ella, lo ancló allí con las esposas… No era estrictamente necesario, pero estaba malhumorado porque no conseguía que alguien identificara a su detenido como el ladrón. Luego, salimos los dos al pasillo. Desde allí podíamos vigilar mejor el cuarto de estar sin que nadie oyera nuestra conversación en voz baja.
—Esto es simple —susurré a su oreja grande y roja—. Solo hay cinco maneras de imaginar qué pasó. Primero: Wagener robó los objetos para los Toplin. Segundo: los Toplin fingieron el robo y pidieron a Wagener que vendiera las cosas. Tercero: Wagener y la chica se inventaron la treta y los viejos ni se enteraron. Cuarto: Wagener lo hizo por su cuenta y riesgo y la chica lo está encubriendo. Quinto: ella dice la verdad. Ninguna de ellas explica por qué tu figurín ha sido tan tonto como para enseñar el anillo esta mañana en el centro, pero no hay ningún sistema que explique algo así. ¿Cuál de las cinco te gusta más?
—Me gustan todas —gruñó—. Pero lo que más me gusta es haber pillado a ese crío cuando intentaba pasar una joya que todavía estaba caliente. Con eso tengo bastante. Dedícate tú a las adivinanzas. Yo me conformo con lo que tengo.
—A mí tampoco me molesta —convine—. Tal como están las cosas, la compañía de seguros puede negarse a pagar. Pero me gustaría aclarar la cosa un poquito más, lo suficiente para encerrar a quien sea el que ha intentado gastarle esta trastada a la North American. Carguémosle al crío todo lo que podamos, dejémoslo a buen recaudo en el trullo y luego veamos a quién más podemos trincar.
—De acuerdo —contestó Garren—. Qué tal si vas a buscar al conserje y a la Eveleth mientras yo le enseño el chico al viejo Toplin y pido su opinión a la sirvienta.
Asentí y salí al rellano, dejando la puerta sin cerrar. Cogí el ascensor hasta la séptima planta y pedí a Ambrose que buscara a McBirney y lo mandara al apartamento de los Toplin. Luego llamé al timbre de Blanche Eveleth.
—¿Puede bajar un par de minutos? —le dije—. Tenemos un sospechoso que podría ser su amigo de anoche.
—¿Que si puedo…? —Arrancó hacia la escalera conmigo—. Y si es él, ¿puedo hacerle pagar la ruina de mi belleza?
—Sí, puede —le prometí—. Cóbresela como quiera, siempre y cuando lo deje en condiciones de presentarse a juicio.
Entramos en el apartamento de los Toplin sin llamar al timbre y encontramos a todo el mundo en el dormitorio de Frank Toplin. Me bastó ver la cara abatida de Garren para entender que ni el viejo ni la sirvienta habían reconocido a su detenido.
Señalé a Jack Wagener. El chasco se asomó a los ojos de Blanche Eveleth.
—Se han equivocado —dijo—. No es él.
Garren la miró con el ceño fruncido. Estaba claro que si los Toplin se habían conchabado con el joven Wagener no lo iban a identificar como el ladrón. Bill contaba con que la identificación viniese de los otros, Blanche Eveleth y el conserje, y acababa de fallarle uno de los dos.
El otro llamó al timbre en ese mismo momento y la sirvienta lo hizo entrar. Señalé a Jack Wagener, que permanecía al lado de Garren, mirando al suelo con cara de amargura.
—¿Lo conoce, McBirney?
—Sí, es Jack, el hijo del señor Wagener.
—¿Es el mismo hombre que le hizo huir anoche con un arma?
Tal fue su sorpresa que los ojos acuosos se le salían de las cuencas.
—No —dijo, decidido. Luego empezó a dudar.
—Con un traje viejo, la gorra bajada, sin afeitar… ¿Podría ser él?
—Nooooo —contestó el conserje, arrastrando la vocal—. No creo, aunque… Bueno, ahora que lo pienso, aquel tipo tenía algo familiar y quizá… Caramba, a lo mejor tiene razón, aunque no lo puedo asegurar.
—Con eso basta —gruñó Garren, disgustado.
Una identificación como la que nos proporcionaba el conserje no sirve de nada en ningún caso. Ni siquiera las identificaciones seguras e inmediatas sirven siempre. Mucha gente que no sabe de qué habla —y algunos que sí lo saben, o deberían— han granjeado una mala reputación a las pruebas circunstanciales. A veces inducen a error. Pero si buscamos algo en lo que depositar una desconfianza genuina, íntegra, como las de antes de la guerra, nada vendrá tanto al caso como los testimonios humanos. Tomemos a cualquier hombre —salvo que sea el único entre mil que tiene la mente entrenada para mantener las cosas claras, y a veces ni con ese— pongámoslo nervioso, enseñémosle algo, démosle unas horas para pensar en ello y hablar un poco y luego preguntémosle por eso que ha visto. Apuesto doble o nada a que nos costará mucho encontrar alguna conexión entre lo que el hombre ha visto y lo que afirma haber visto. Como el tal McBirney: una hora más y hubiera estado dispuesto a jugarse la vida a que Jack Wagener era el ladrón.
Garren apretó los dedos en torno al brazo del chico y echó a andar hacia la puerta.
—¿Adónde vas, Bill? —le pregunté.
—Arriba, a hablar con su familia. ¿Vienes con nosotros?
—Quédate un rato por aquí —lo animé—. Voy a montar una fiesta. Pero antes, dime una cosa: los policías que vinieron cuando recibieron la alarma, ¿hicieron bien su trabajo?
—No lo vi —contestó el agente—. Cuando llegué yo los fuegos artificiales ya casi se habían acabado, pero entiendo que los chicos hicieron todo lo que se podía esperar de ellos.
Me volví hacia Frank Toplin. Me dirigí principalmente a él porque estábamos todos —su esposa y su hija, la sirvienta, el conserje, Blanche Eveleth, Garren y su detenido y yo— agrupados en torno a la cama del anciano y al mirarlo a él podía ver a todos los demás sin moverme.
—Alguien me ha engañado en algo —empecé mi discurso—. Si todas las cosas que me han contado sobre este caso valen, entonces también vale la ley seca. Sus historias no encajan, ni siquiera por poco. Hablemos del pájaro que los asaltó. Parece que conocía muy bien los asuntos de esta familia. Podríamos atribuir a la buena suerte que asaltara este apartamento, en vez de cualquier otro, justo cuando estaban a mano todas las joyas y no en otro momento. Pero no me gusta creer en la suerte. Prefiero pensar que sabía lo que hacía. Asaltó esta casa para llevarse las joyas y luego se fue al galope al apartamento de la señorita Eveleth. Quizás estuviera a punto de bajar por la escalera cuando se topó con McBirney, o quizá no. En cualquier caso, subió y entró en el apartamento de la señorita Eveleth en busca de una salida a la escalera de incendios. Curioso, ¿no? Conocía tan bien el sitio que el asalto fue pan comido, y en cambio no sabía que en el lado del edificio que ocupa el apartamento de la señorita Eveleth no hay escalera de incendios.
»No habló con usted ni con McBirney, pero sí con la señorita Eveleth, con voz muy grave. Una voz muy, muy, muy profunda. Curioso, ¿no? Desde el apartamento de la señorita Eveleth se desvaneció, pese a que todas las salidas estaban vigiladas. La policía debió de llegar antes de que él saliera del apartamento, y lo normal es que bloquearan todas las salidas antes que nada, tanto si McBirney y Ambrose se habían encargado ya de eso, como si no. Pero se escapó. Curioso, ¿no? Llevaba un traje arrugado, que podría haber sacado de un fardo justo antes de empezar el robo, y era bajito. La señorita Eveleth no es bajita como mujer, pero si fuera un hombre sí lo sería. Un tipo un poco suspicaz casi daría por hecho que el ladrón era Blanche Eveleth.
Frank Toplin, su esposa, el joven Wagener, el conserje y la sirvienta me miraban con la boca abierta. Garren escrutaba a la Eveleth con los ojos entrecerrados, mientras ella me lanzaba miradas al rojo vivo. Phyllis Toplin me miraba con una especie de lástima despectiva por mi debilidad mental.
Bill Garren terminó de inspeccionar a la chica y asintió lentamente con una inclinación de cabeza.
—Podía hacerlo —opinó—, meterse en casa y luego cerrar la boca.
—Exacto —dije.
—¿Exacto? ¡Y un bledo! —estalló Phyllis Toplin—. ¿Acaso estos dos detectives de pacotilla se creen que no nos daríamos cuenta de la diferencia entre un hombre y una mujer vestida de hombre? Tenía pelo en la cara de un día o dos sin afeitar, pelo de verdad, no sé si me entienden. ¿Les parece que nos podía engañar con un bigote falso? ¿Saben qué? ¡Esto pasó de verdad! ¡No es una obra de teatro!
Los demás cerraron la boca y movieron las cabezas en señal de conformidad.
—Phyllis tiene razón —Frank Toplin acudió en ayuda de su descendiente—. Era un hombre, no una mujer disfrazada.
Su esposa, la sirvienta y el conserje se manifestaron vigorosamente conformes. Pero yo soy un pájaro muy terco cuando se trata de avanzar por el camino que señalan las pruebas. Me di media vuelta para encararme a Blanche Eveleth:
—¿Tiene algo que añadir? —le pregunté.
Me dirigió una sonrisa muy dulce y negó con la cabeza.
—Vale, ladrona —le dije—. Estás detenida. Vámonos.
Entonces sí que le pareció que debía añadir algo. Tenía algo que decir, unas cuantas cosas que decir, y todas eran sobre mí. Ninguna era agradable. Con la rabia, su voz se volvía aguda. Y en ese momento estaba más enfadada de lo que podría esperarse con tan poco aviso. Lo lamenté mucho. El caso había avanzado de manera tan pacífica y gentil, sin atascarse en ningún asunto violento, había sido casi propio de señoritas en todos sus detalles; y yo había alimentado la esperanza de que siguiera así hasta el final. Pero cuanto más me gritaba, más desagradable se volvía. No dijo ninguna palabra que no hubiera oído antes, pero sí las encajaba en combinaciones que me resultaban novedosas. Aguanté lo que pude.
Luego la tumbé con un puñetazo en la boca.
—Bueno, bueno —gritó Bill Garren, al tiempo que me agarraba el brazo.
—Ahórrate las fuerzas, Bill —le aconsejé. Me libré de su mano y me acerqué a la Eveleth para alzar su personita del suelo con un buen tirón—. Esa galantería te honra, pero creo que vas a descubrir que el verdadero nombre de Blanche es Mike, Alee o Rufus. —La levanté, o lo levanté, como se quiera, y pregunté—: ¿Le apetece contárnoslo? —Obtuve un gruñido por toda respuesta—. De acuerdo —dije a los demás—. A falta de información fidedigna, les diré lo que sé. Si Blanche Eveleth no podía ser la ladrona porque no tenía barba y era imposible que se hiciera pasar por un hombre, ¿no podía el ladrón haber sido Blanche Eveleth si antes y después del robo recurría a…? ¿Cómo lo llaman? Una crema depilatoria fuerte para la cara y una peluca. Es difícil para una mujer hacerse pasar por hombre, pero hay un montón de hombres capaces de representar el papel de mujer. ¿No podía ser que este pájaro, después de alquilar el apartamento como Blanche Eveleth y dejarlo todo preparado, se hubiera quedado un par de días en el apartamento, dejándose crecer la barba? ¿Para luego bajar y acabar con el trabajo? Después solo tenía que subir de nuevo, quitarse el vello de la cara y disfrazarse de mujer en… ¿quince minutos? Yo diría que sí podía. Y tuvo esos quince minutos. No sé a qué se debe la nariz rota. A lo mejor se cayó al subir la escalera y tuvo que cambiar de plan para adaptarse a la lesión. O a lo mejor se golpeó queriendo.
Mi suposición no andaba muy desencaminada, aunque el tipo se llamaba Fred. Frederick Agnew Rudd. Era conocido en Toronto porque había pasado un tiempo en el reformatorio de Ontario a los diecinueve, después de que lo pillaran robando en una tienda, disfrazado de chica. No quiso confesar y nunca llegamos a dar con el arma ni el traje azul, la gorra y los guantes negros, aunque sí encontramos un hueco en su colchón, donde había escondido todo eso fuera de la vista de la policía la primera noche, hasta que pudo deshacerse de todo. En cambio, los brillantes de los Toplin salieron a la luz, de uno en uno, en cuanto los fontaneros desmontaron los desagües y los radiadores del apartamento 702.