ESTHER RECIBE

No tenía que haber venido (pensó). Aquellas cuatro horas, bien aplicadas, le hubieran servido para preparar todos los detalles de su viaje del día siguiente, permitiéndole partir sin dejar ningún cabo suelto para más adelante. Sin embargo, la voz había sonado tan atractiva por teléfono; y no cabía duda de que ella lo echaba de menos, después de dos semanas sin verlo. Excusarse esa noche hubiera significado convertir aquella quincena en casi dos meses, pues aquel viaje implicaba, por lo menos, una ausencia de seis semanas. Quizá pudiera irse una hora antes, escaparse a las once y media, o a menos cuarto, sin que pareciera que tenía demasiada prisa por irse.

«Ya sabes que sí, querida. Si hubieras esperado diez minutos más, o quince como máximo, te hubiera llamado yo».

Había estado a punto de llamarla «cariño», una palabra tierna por la que ella profesaba aversión, tal vez porque le recordaba algún antiguo amante particularmente decepcionante. Él creía que los sureños eran adictos a esa palabra; y ella era de algún lugar de una de las dos Carolinas.

«Nada más que trabajo».

Esa noche, ella no tenía demasiado buen aspecto. El vestido no le favorecía especialmente y tampoco el pelo quedaba bien con aquel peinado nuevo que acentuaba la delgadez del cuello; una delgadez que, con los años, empezaba a parecer esquelética. Debía de estar haciéndose mayor. Ni siquiera con aquella luz, tamizada y calculada para generar una visión favorable, conseguía parecer joven del todo. También su figura había perdido la esbeltez propia de la juventud para pasar a ser meramente flaca. Los ojos estaban bien, en cambio, y eso la salvaba. Lástima que los usara de una manera tan poco sutil, tan obviamente consciente; los llevaba de un lado a otro como si fueran títeres azules bajo la gruesa y oscura cortina de las pestañas. Pestañas que remataban unos párpados capaces de subir y bajar con la suave precisión de un telón bien manejado.

«Siéntate y quédate tranquila, nena. Yo los traigo».

Si él no se encendía un cigarrillo, ella se encargaba de hacerlo y se lo pasaba luego, blando y caliente por la excesiva potencia de su calada, el filtro empapado de saliva, y él tenía que fingir que así lo disfrutaba más todavía. Por supuesto, eso iba a ocurrir una o dos veces al cabo de la noche; pero si mantenía una alerta razonable y tenía siempre a mano los cigarrillos podía evitar que pasara con demasiada frecuencia.

«Lo hice. Ya lo sabes, o deberías saberlo, sin que te lo diga yo».

Aquella manera suya de estar siempre decepcionado con ella era peculiar. Tampoco es que se hiciera ilusiones. Cuando se fuera de allí —igual que la última vez y unas cuantas veces antes— apenas pensaría en ella hasta que llegara una noche que prometiera un vacío particularmente irritante, o hasta que tuviera noticias suyas. Y esos pensamientos errabundos que pudieran ocurrírsele mientras tanto no lo atraían a ella. Y sin embargo, entre el momento en que se citaban y el del encuentro real, siempre lo invadía una noción exagerada de su encanto y su atractivo, una anticipación de éxtasis indefinidos. No era algo consciente: pero el hecho de que siempre se llevara esa misma decepción demostraba que, efectivamente, algún tipo de ilusiones se hacía.

«Sí, mucho mejor así».

Era mucho mejor. La luz a sus pies, un suave fulgor, ahuyentaba las sombras de la cara, le suavizaba la textura de la piel y le concedía una apariencia aniñada… Casi. A esos efectos, era en cierto modo infantil. Podríamos llamarlo «falta de crecimiento», si se quiere, pero combinaba bien con su talla reducida; y ahora que toda la iluminación procedía, sesgada, de la lámpara de gas, se podía creer en su juventud. O casi.

«Absolutamente».

Se hubiera sentido absolutamente a gusto si ella no le hiciera cosquillas con el pelo, o si dejara de decirle que lo quería «más que a nadie», o de referirse a él con aquel ridículo «el chico más adorable». Eran unas comparaciones flojas, casi cutres. Además, implicaban la existencia de otras personas en la mente de quien las pronunciaba. Para decirle que era «el más querido» tenía que pensar que alguien era «querido» y alguien «más querido». Aunque era poco probable que funcionara así, que en ese momento ella estuviera pensando en alguien más. Sin embargo, la inferencia, la insinuación, estaba allí. Tampoco es que le importara demasiado cuántos más pudiera haber, la verdad; pero seguía siendo un error técnico: El disfrute de aquellas noches dependía de la capacidad de mantener ciertas ilusiones que resultaban delicadas por su condición de artificio y muy vulnerables a la mínima discordancia.

«No pensaba en nada. Cuando estoy contigo no pienso. No hay en qué pensar. Está todo aquí. Esta tarde quizás hubiera un mundo entero… No estoy seguro del todo. Puede que mañana haya otro, o incluso una continuación del mismo; con trabajo y cosas que hacer y estrategias y connivencias pendientes. Pero ahora no hay en ningún lugar nada más que tú y yo y el único afán de la existencia es permanecer quietos, sentados, así, cerca de ti sin hacer nada, sin recordar ni imaginar: solo aquí, sentado a tu lado sin moverme».

Algo más que absurdo, pero al menos así impedía durante un rato que ella se levantara de un salto y pusiera en marcha el maldito cacharro parlante.

Aunque tampoco hacía falta que ella respondiera con aquel arrebato. Sabe Dios que ya había soltado aquel discurso, o alguna de sus variantes, bastante a menudo. A esas alturas ella ya debía saber que no tenía un significado particular, que solo era una de esas cosas que suelen decirse. Y lo sabía, claro, pero también debía saber que él era consciente de que lo sabía. Las bufonadas de ella ponían el foco en el discurso, le daban una prominencia que nunca había buscado y que lo volvía aún más absurdo que nunca. ¿Y por qué las mujeres querían saber siempre qué estaba uno pensando? Y si en realidad no querían, como parecía probable, ¿por qué lo preguntaban? Obtenían unas respuestas que al cabo de un tiempo tenían que volverse monótonas.

… Besar era más fácil que hablar y más satisfactorio. Y ella besaba bien. Ni siquiera conseguía estropearlo con sus excesos de solemnidad y su insistencia en que él la correspondiera, aunque hubiera sido mucho más placentero sin toda esa reverencia extraña. Ella, sin duda, no esperaba que él creyese que aquellos besos, caricias y abrazos le resultaban tan sagrados como aparentaba. Era su peor parte: no solo aplicaba a sus amoríos todas las trampas del teatro; además, se proveía de ellas en el teatro aficionado.

… Ahí estaba otra vez. Era como si hubiera que complacer a unos espectadores ocultos y no muy sofisticados. Un beso no era exactamente un sacramento; y tampoco es que ella estuviera mucho más emocionada que él. Podía hacerse lo mismo de una manera igual de limpia y muchísimo más placentera sin las miradas ardientes, los estremecimientos y suspiros, la fervorosa emoción con que ella lo adornaba —o, a veces, lo caricaturizaba— todo. Él debía tener cuidado de no sonreír, sin embargo, ni siquiera cuando ella alcanzaba la cimas de su histrionismo; si no, ella se enfurruñaba y eso sí era molesto. Cierto que sus enfados apenas duraban el tiempo que tardaba él en encenderse un cigarrillo, pero hasta eso bastaba para irritarlo y hacer que también él frunciera el ceño. De vez en cuando, si no lograba reprimir una sonrisa, daba con algo que decir: algo que, sin ser frívolo, tuviera un punto de extravagancia para que colara la sonrisa; pero por norma ella no quería ninguna trivialidad cuando se descontrolaban sus emociones.

… Así, mejor: la sonrisa, justo antes de escabullirse y volverse visible, se podía enterrar bajo otro beso. Y era verdad que ella besaba bien; resultaba innegablemente placentera a pesar de su gesticulación, su dramatismo y su manera de subrayar el fervor. Al fin y al cabo, la diferencia entre su fingimiento y el de él era apenas cuestión de grado. Aunque se podía atribuir su defecto a la mera rudeza, y eso no era bueno. Sin embargo…

… Qué curioso. Cómo se parecían los rostros de las mujeres al recordarlos bajo la luz difusa de aquellas noches; la misma delgadez de las mejillas, el mismo brillo en los ojos, las mismas arrugas que se alargaban desde los ojos hacia abajo para rodear las bocas. Era como si algo —una misma cosa que habitaba en todas ellas— lo mirase desde aquellas caras: algo ancestral… ¡Pero era fantástico!

… Ojalá abandonara aquella pose al menos por un ratito. No estaban en misa. Ojalá… Aunque también podía ser que él fuera demasiado crítico; quizás ella no exageraba tanto como le parecía. Era una chiquilla impulsiva y eléctrica; cabía la posibilidad de que todo aquello fuera en serio… O casi. Sincera o falsa, era a pesar de todo diabólicamente fascinante.

… Aunque ojalá…

… Por Dios, ¡era gloriosa!