VI

Encendí un Fatima y estuve un rato tragando humo en silencio mientras la chica permanecía sentada plácidamente, mirándome.

Ahí estaban aquellas dos mujeres; ninguna era normal. La señora Gilmore era histérica, anormalmente nerviosa. Aquella chica era apagada, subnormal. Una era la esposa del muerto; la otra, su amante; y cada una de ellas armada de razones para creer que el marido la había abandonado por la otra. Mentirosas ambas: y las dos dispuestas al fin a confesar que habían estado cerca del escenario del crimen en el momento del disparo, aunque ninguna reconocía haber visto a la otra. Las dos, según sus respectivos relatos, estaban en aquel momento en un estado todavía más extraño de lo habitual en ellas: la señora Gilmore, comida por los celos; Cara Kenbrook, medio borracha.

¿Cuál era la respuesta? Cualquiera de las dos podía haber matado a Gilmore. Pero difícilmente las dos… Salvo que hubieran formado una especie de sociedad enloquecida, en cuyo caso…

De pronto, todos los datos que había reunido —los verdaderos y los falsos— encajaron en mi mente. Tenía la respuesta. ¡La única, simple y satisfactoria respuesta!

—¿Quién es Stan? —pregunté.

—Stanley Tennant. Tiene algo que ver con el ayuntamiento.

Stanley Tennant. Me sonaba por su reputación, un…

Sonó una llave en la cerradura de la puerta del vestíbulo.

La puerta se abrió y se cerró de nuevo y unos pasos de hombre se acercaron hacia la habitación en que nos encontrábamos. Un hombre alto, de amplias espaldas, con traje de lana, llenaba por completo el vano de la puerta: era un tipo rubicundo de unos treinta y cinco años, rubio, con una pinta atlética solo desmentida por sus ojos, de un azul tenue y muy juntos.

Al verme, se detuvo; había dado ya un primer paso dentro de la sala.

—¡Hola, Stan! —dijo la chica, en tono ligero—. Este caballero es de la Agencia de Detectives Continental. Me acabo de confesar con él por lo de Bernie. Primero he intentado darle largas, pero no ha servido de nada.

Los ojos vagos del hombre trazaron un viaje de ida y vuelta entre la chica y yo. Los globos oculares, en tomo al iris claro, se veían de color rosa.

Enderezó los hombros y exhibió una sonrisa demasiado jovial.

—¿Y a qué conclusión ha llegado? —preguntó.

La chica contestó por mí:

—Ya me ha invitado a dar una vuelta.

Tennant se inclinó hacia delante. Con un barrido continuo de los brazos alzó una silla del suelo y me la tiró a la cara. Sin demasiada fuerza, pero muy rápido.

Me pegué a la pared, protegiéndome de la silla con los dos brazos, la desvié hacia un lado… y me encontré con el cañón de un revólver niquelado ante los ojos.

Había un cajón abierto en la mesa: de él había sacado el arma mientras yo estaba ocupado con la silla. Me fijé en que el revólver era del 38.

—Bueno —tenía la voz pastosa, como un borracho—, dese la vuelta.

Le di la espalda, noté que una mano recorría mi cuerpo y luego se llevaba mi pistola.

—De acuerdo —dijo.

Me encaré a él de nuevo. Él dio un paso atrás para situarse junto a la chica, sin dejar de apuntarme con el revólver niquelado. Mi arma no estaba a la vista… Quizás estuviera en su bolsillo. Tenía la respiración ruidosa y los glóbulos oculares habían pasado del rosa al rojo. También la cara estaba enrojecida y las venas de la frente se le habían abultado.

—¿Sabe quién soy? —preguntó en tono seco.

—Sí, sé quién es. Es Stanley Tennant, ingeniero asesor del ayuntamiento, y no tiene un historial demasiado hermoso —me puse a hablar, cumpliendo la teoría de que la conversación siempre aventaja al hombre que se enfrenta a un arma—. Se supone que es el tipo que aportó un regimiento de testigos bien preparados para convertir en una comedia la investigación de unas acusaciones por tejemanejes contra el ayuntamiento. Sí, señor Tennant, sé quién es. Es la respuesta a la pregunta de por qué tenía tanta suerte Gilmore, que conseguía contratos municipales pese a que pagaba algunos dólares menos que sus competidores. Sí, señor Tennant, sé quién es. Es el chico listo que…

Tenía mucho más que decirle, pero me cortó.

—¡Ya está bien! —chilló—. Salvo que quiera que le golpee una esquina de la cabeza con esta arma.

Luego se dirigió a la chica, sin apartar la mirada de mí.

—Levántate, Cara.

Ella se levantó de la silla y se puso a su lado. Él sostenía el arma con la mano derecha y ella quedó a ese mismo lado. El hombre se desplazó para cambiar de lado.

Los dedos de la mano izquierda se aferraron al interior del vestido verde por el escote abierto sobre los pechos. En ningún momento el arma dejó de apuntarme. Dio un tirón con la izquierda que rasgó el vestido hasta la cintura.

—Eso lo ha hecho él, Cara —dijo Tennant.

Ella asintió con una inclinación de cabeza.

Los dedos del hombre se encajaron bajo la prenda de ropa interior que había quedado expuesta, de color carne, y la rasgó como había hecho antes con el vestido.

—Ha sido él.

Ella volvió a asentir.

Sus ojos inyectados en sangre iban lanzando miradas de cálculo a la cara de la chica, miradas tan rápidas que sus ojos nunca llegaron a estar apartados de mí el tiempo suficiente para poderle atacar.

Luego —con la mirada y el arma apuntándome— golpeó con su puño izquierdo la cara blanca e inexpresiva de la chica.

Ella cayó acurrucada contra la pared y soltó un solo quejido, suave y no demasiado largo. La cara… Bueno, no cambió mucho. Se quedó mirando a Tennant con cara de tonta desde donde había caído.

—Ha sido él —dijo Tennant.

Ella asintió, se levantó del suelo y volvió a su asiento.

—Esta es nuestra historia. —El hombre hablaba rápido y mantenía los ojos clavados en mí—. Gilmore no estuvo en mi casa en toda su vida, Cara, y tú tampoco. La noche en que lo mataron llegaste a casa poco después de la una y te quedaste aquí. Te encontrabas mal, probablemente por el vino que habías bebido, y llamaste a un médico. Se llama Howard. Yo me encargaré de prepararlo. Vino a las dos y media y se quedó hasta las tres y media.

»Hoy, este perro de presa, sabiendo que tenías una relación íntima con Gilmore, ha venido a interrogarte. Sabía que tú no mataste a Gilmore, pero ha hecho algunas insinuaciones… Puedes exagerar tanto como quieras. A lo mejor podrías decir que llevaba meses molestándote y que cuando lo has rechazado te ha amenazado con acusarte en falso.

»Te has negado a tener nada que ver con él y él te ha agarrado, te ha arrancado la ropa y, como te resistías, te ha magullado la cara. Yo he venido por casualidad en ese momento porque tenía cita contigo y te he oído gritar. Como la puerta de la calle estaba abierta he entrado corriendo, he apartado a este tipo y lo he desarmado. Luego lo hemos retenido hasta que ha llegado la policía, a la que llamaremos ahora. ¿Lo tienes claro?

—Sí, Stan.

—¡Bien! Ahora, escucha. Cuando llegue la policía este tipo vomitará todo lo que sabe, claro, y cabe la posibilidad de que se nos lleven a los tres. Por eso quiero que sepas de qué va todo en este momento. Se supone que tengo suficiente enchufe para que salgamos esta noche bajo fianza o, en el peor de los casos, para que venga mi abogado a verme para preparar los testigos que necesitamos. También debería poder arreglarlo todo para que a nuestro amigo gordito lo retengan uno o dos días y no le permitan ver a nadie hasta mañana a última hora, lo cual nos dará algo de ventaja. Me las arreglaré para ensuciar su reputación de tal manera que ningún jurado del mundo crea jamás nada que él diga. —Luego se dirigió a mí en tono triunfal—: ¿Qué te parece?

—Qué payaso —le dije—. ¡Me parece gracioso!

Pero no me lo parecía. Pese a lo que creía saber sobre el asesinato de Gilmore —pese a mi solución simple y satisfactoria— algo me trepaba por la espalda, me flojeaban las rodillas y tenía las manos empapadas de sudor. Ya habían intentado hacerme cargar con falsas acusaciones antes —ningún detective que perdure en la profesión se libra de eso—, pero no terminaba de acostumbrarme. Conlleva una especie de peligro, sobre todo si sabes lo erráticos que pueden llegar a ser los jurados, que te pone el vello de punta por mucho que la razón te diga que estás a salvo.

—Llama a la policía —dijo Tennant a la chica—. Y, por el amor de Dios, apréndete bien la historia.

En su intento de transmitir esa necesidad a la chica, sus ojos me abandonaron.

Yo estaba quizás a un metro y medio de él, y de su arma.

Un salto —pero no hacia él, sino hacia un lado— me dejó más cerca.

El arma rugió bajo mi brazo. Me sorprendió no notar la bala. Parecía que tenía que haberme acertado por fuerza.

No hubo un segundo disparo.

Eché el puño derecho hacia delante al saltar. Cayó al mismo tiempo que yo. Le dio demasiado arriba —en el pómulo—, pero le obligó a dar un par de pasos atrás.

Yo no sabía qué había pasado con su arma. Ya no la tenía en la mano. No me detuve a buscarla. Estaba entretenido en acogotarlo para no dejar que se pusiera en pie; me mantenía cerca de él y golpeaba con las dos manos.

Me sacaba una cabeza y tenía los brazos más largos, pero no era ni más pesado ni más fuerte que yo. Supongo que me encajó algún que otro golpe mientras lo empujaba por la sala. Seguro que fue así. Pero yo no lo notaba.

Lo arrinconé. Lo acorralé en un rincón con las piernas encogidas bajo el cuerpo, de tal modo que no tenía demasiado apoyo para pegar. Rodeé su cuerpo con mi brazo izquierdo para mantenerlo donde yo quería. Y empecé a lanzarle el puño derecho.

Me gustaba. Su barriga era blandita y se iba volviendo más blanda cada vez que le pegaba. Y le pegué bastantes veces.

Él me lanzaba golpes a la cara, pero hundí la nariz en su pecho y al mantenerla allí impedí que mi belleza se viera arruinada. Mientras tanto, seguí golpeando con la derecha.

Entonces me di cuenta de que Cara Kenbrook me estaba rodeando por detrás y recordé que el arma había caído en algún sitio tras mi carga contra Tennant. No me gustó, pero no podía hacerle nada, aparte de cargar más peso en mis puñetazos. Mi arma, pensé también, estaba en alguno de sus bolsillos. Pero ninguno de los dos tenía tiempo para ponerse a buscarla en ese momento.

Al siguiente golpe, las rodillas de Tennant flaquearon. Una vez más, me dije, y luego daré un paso atrás, le soltaré uno en la barbilla y lo veré caer.

Pero no llegué tan lejos.

Algo —supuse que sería el revólver desaparecido— me golpeó en la coronilla. Un golpe ineficaz, o al menos no tan claro como para dejarme aturdido, pero restó fuerza a mis golpes.

Otro.

No eran demasiado fuertes, pero para dañar un cráneo con un pedazo de metal no hace falta pegar demasiado.

Intenté esquivar el siguiente, pero fallé. No solo fallé, sino que permití que se me escabullera Tennant.

Y se acabó.

Me volví hacia la chica justo a tiempo para recibir el último golpe en la cabeza y entonces el puño de Tennant me dio en la oreja.

Caí de esa manera que granjea a algunos boxeadores fama de perdedores: tenía los ojos abiertos y la mente despierta, pero las piernas y los brazos se negaban a levantarme del suelo.

Tennant sacó mi arma de su bolsillo y, apuntándome con ella, se sentó en un sillón a jadear para recuperar el aire que yo le había arrancado a golpes. La chica escogió otro y yo, sorprendido de ver que era capaz de moverme, me senté en el suelo y me los quedé mirando.

Todavía jadeando, Tennant dijo:

—¡Qué bien! Justo las señales de pelea que necesitamos para que nuestra historia funcione.

—Si no se creen que ha habido una pelea —sugerí con amargura, mientras me apretaba la dolorida cabeza con las dos manos— siempre puedes desnudarte y enseñarles la barriguita.

—¡Y tú les puedes enseñar esto!

Se inclinó hacia mí y me partió el labio con un puñetazo que me dejó tumbado boca arriba.

La rabia me resucitó las piernas. Me levanté. Tennant se pasó al otro lado del sillón. Mi arma negra parecía estable en su mano.

—Tómatelo con calma —me dijo—. Mi historia funcionará igual aunque tenga que matarlo. Quizá funcione mejor todavía.

Era sensato. Me quedé quieto.

—Llama a la policía, Cara —ordenó.

Ella abandonó la sala y cerró la puerta, de modo que de su conversación solo pude oír un murmullo quebrado.