V

Luego volví a los apartamentos Garford caminando, porque tenía muchas cosas que aclarar en mi mente antes de enfrentarme de nuevo a Cara Kenbrook. Y por mucho que caminé despacio, cuando llegué no las tenía precisamente ordenadas por orden alfabético. Ella se había cambiado el vestido blanco y negro por uno de aspecto afelpado, de color verde brillante, pero seguía con la misma cara vacía de muñeca.

—Unas cuantas preguntas más —expliqué cuando abrió la puerta.

Me dejó pasar sin palabra o gesto alguno y me llevó a la misma sala en que habíamos hablado la vez anterior.

—Señorita Kenbrook —le pregunté, de pie junto al sillón que me ofrecía—. ¿Por qué me dijo que estaba en la cama cuando mataron a Gilmore?

—Porque fue así —sin el menor pestañeo.

—¿Y no contestó al timbre de la puerta?

Me había visto obligado a modificar un poco los hechos para llegar a donde quería. La señora Gilmore había llamado por teléfono, pero yo no me podía permitir darle a aquella chica una oportunidad para desviar hacia la centralita la culpa de su falta de respuesta.

Dudó una fracción de segundo.

—No…, porque no lo oí.

Menudo personaje, aquella nena. No conseguía saber de qué iba. En aquel momento yo no sabía, y sigo sin saberlo, si tenía la mejor cara de póquer del mundo o era pura estupidez natural. En cualquiera de ambas opciones, se le daba pero que muy bien.

Renuncié a adivinarlo y seguí con el interrogatorio.

—¿Y tampoco cogía el teléfono?

—No sonó… O no lo suficiente para despertarme.

Solté una carcajada, una risa artificial, porque también podía ser que la operadora se hubiera equivocado de número. De todos modos…

—Señorita Kenbrook —mentí—, su teléfono sonó esa noche a las 2:30 y a las 2:40. Y el timbre de la puerta sonó casi sin parar de 2:50 hasta más allá de las 3.

—Quizá —contestó—. Pero me pregunto quién querría dar conmigo a esas horas.

—¿No oyó ninguno de los dos?

—No.

—¿Pero estaba aquí?

—Sí… ¿Quién era? —Como si no le importara.

—Póngase el sombrero —dije. Era un farol—. Le enseñaré quiénes eran en la comisaría.

Ella se miró el vestido verde y anduvo hacia la puerta abierta de una habitación.

—Supongo que será mejor que coja un abrigo también —dijo.

—Sí —le aconsejé—. Y tráigase el cepillo de dientes.

Entonces se dio media vuelta y me miró y, por un instante, pareció que había alguna clase de expresión —sorpresa, tal vez— a punto de asomarse a sus grandes ojos marrones; pero no llegó a ocurrir. Los ojos siguieron apagados y vacíos.

—¿O sea que me está arrestando?

—No exactamente. Pero si se empeña en mantener esa historia de que estaba en casa, metida en la cama, a las tres de la noche del martes, le puedo prometer que terminará arrestada. Yo en su lugar me pensaría otra historia mientras nos desplazamos a la comisaría central.

Salió del umbral de la puerta lentamente y regresó a la sala, se acercó a la silla que se interponía entre nosotros, apoyó las manos en el respaldo y se inclinó hacia delante para mirarme bien. Durante quizás un minuto ninguno de los dos habló: nos quedamos ahí, mirándonos, y yo intenté poner una cara tan inexpresiva como la suya.

—¿De verdad cree…? —preguntó al fin—. ¿De verdad cree que yo no estaba aquí cuando mataron a Bernie?

—Soy un hombre ocupado, señorita Kenbrook. —Di a mi voz toda la certidumbre que fui capaz de fingir—. Si se quiere empeñar en esa historia tan absurda, por mí está bien. Pero, por favor, no espere que me quede aquí discutiendo sobre eso. Coja el sombrero y el abrigo.

Ella se encogió de hombros y rodeó el sillón en el que estaba apoyada hasta entonces.

—Supongo que algo sabe ya —dijo mientras se sentaba—. Bueno, es injusto con Stan, pero las mujeres y los niños, primero.

Me temblaron las orejas al oír el nombre de Stan, pero no la interrumpí. —Es cierto que estuve en el Coffee Cup hasta la una— siguió hablando, con la voz todavía plana y carente de emoción. Y que después me vine a casa. Había pasado toda la noche bebiendo vino, y luego siempre me pongo melancólica. Así que al llegar a casa empecé a preocuparme por las cosas. Desde la separación con Bernie, la economía no me va muy bien. Esa noche pasé cuentas y comprobé que solo tenía cuatro dólares en el bolso. Debía el alquiler y el mundo me parecía bastante triste.

»Medio atontada como estaba por el vino de Dago, decidí irme corriendo a ver a Stan, contarle todos mis problemas y darle un toque. Stan es un buen tipo y siempre está dispuesto a llegar al límite por mí. Sobria, no lo habría ido a ver a las tres de la noche, pero en aquel momento me pareció algo perfectamente razonable.

»La casa de Stan está a pocos minutos de paseo desde aquí. Bajé por la calle Bush hasta Leavenworth y subí por esta hasta Pine. Estaba en medio de esa última manzana cuando dispararon a Bernie; lo oí. Y cuando doblé la esquina para entrar en Pine vi a un poli agachado junto a un hombre en el pavimento, justo delante de la casa de Stan. Dudé un par de minutos, a la sombra del poste de una farola, hasta que se reunieron tres o cuatro hombres en la acera. Entonces me acerqué.

»Era Bernie. Y al llegar oí que un policía le decía a uno de los hombres que le habían pegado un tiro. Fue una impresión terrible. ¡Ya sabe cómo nos golpean estas cosas!

Asentí con una inclinación de cabeza, aunque sabe Dios que en la cara, las maneras y la voz de aquella chica no había nada que sugiriera una impresión. Como si estuviera hablando del tiempo.

—Aturdida, sin saber qué hacer —continuó—, ni siquiera me paré. Seguí caminando, pasé tan cerca de Bernie como lo estoy ahora de usted y llamé al timbre de Stan. Él me dejó entrar. Cuando lo llamé estaba a medio vestir. Su casa queda en la parte trasera del edificio y dijo que no había oído el disparo. No se enteró de que habían matado a Bernie hasta que se lo dije yo. Se quedó casi sin habla. Dijo que Bernie había estado allí, en su casa, desde la medianoche. Y que se acababa de ir.

»Stan me preguntó qué hacía allí y le solté la letanía de mis penas. Entonces se enteró por primera vez de que Bernie y yo habíamos estado liados. Me lo había presentado él, pero luego nunca se había enterado de lo amigos que éramos.

»Stan estaba preocupado porque le daba miedo que se supiera que esa noche había ido a verle, pues eso implicaría un montón de problemas para él; supongo que tendrían algún chanchullo oscuro. Así que no salió a ver a Bernie. Y eso es todo, más o menos. Conseguí algo de dinero de Stan y me quedé en su casa hasta que la policía despejó el vecindario, porque ninguno de los dos quería verse involucrado en nada. Luego me vine a casa. Esa es la verdad, en serio.

—¿Y por qué no se lo había quitado de encima antes? —pregunté, aunque conocía la respuesta.

Y la recibí.

—Me daba miedo. ¿Qué hubiera pasado si llego a contar que Bernie me había dejado y digo que estaba cerca cuando lo mataron, más o menos a una manzana, y medio llena de vino? Lo primero que hubiera dicho todo el mundo es que le disparé yo. Si pensara que me iba a creer, seguiría mintiéndole todavía.

—Entonces… ¿fue Bernie quien la dejó a usted, y no al revés?

—Ah, sí —concedió sin darle importancia.