IV

Después de aquella entrevista insatisfactoria me fui al escenario del crimen, a pocas manzanas de allí, para echarle un vistazo al barrio. Encontré la manzana tal como la recordaba y como la había descrito O’Gar. Flanqueada por edificios de apartamentos, con dos callejones ciegos —uno de los cuales se veía honrado por un nombre, calle Touchard—, que nacían en la acera sur.

Habían pasado ya cuatro días del asesinato. No perdí tiempo curioseando por el vecindario. En cambio, tras recorrer a pie el largo de la manzana, me monté en un tranvía de la calle Hyde, hice transbordo en la calle California y subí a ver de nuevo a la señora Gilmore. Tenía curiosidad por saber por qué no me había hablado de su visita a Cara Kenbrook.

La misma sirvienta rolliza que me había hecho pasar antes abrió ahora la puerta.

—La señora Gilmore no está en casa —dijo—, pero creo que volverá dentro de media hora, más o menos.

—La esperaré —decidí.

La sirvienta me llevó a la biblioteca, un inmenso salón del segundo piso en el que apenas llegaba a haber la cantidad suficiente de libros para justificar tal nombre. Encendió una luz —las ventanas tenían unas cortinas tan gruesas que no dejaban entrar mucha luz del sol— cruzó la sala hasta la puerta, se detuvo, se movió un poco para poner bien algunos libros de un estante, me dedicó una mirada que era a medias una pregunta y una invitación con sus ojos verdes, arrancó de nuevo hacia la puerta y se detuvo.

Para entonces yo ya sabía que me quería decir algo, pero necesitaba un estímulo. Me recosté en la silla y le sonreí y luego decidí que había cometido un error: la sonrisa que curvó sus amplios labios tenía más de coquetería que de cualquier otra cosa. Se acercó a mí, caminando con un balanceo exagerado de caderas y se me plantó delante, cerca.

—¿Qué me estás proponiendo? —pregunté.

—Supongamos… Supongamos que una persona supiera algo que no sabe nadie más; ¿qué valor tendría?

—Eso —contesté para ganar tiempo— dependería de lo valiosa que fuera su información.

—¿Y si supiera quién mató al jefe? —Se inclinó para acercar su cara a la mía y habló en un susurro ronco—. ¿Cuánto valdría eso?

—Dice el periódico que uno de los clubs de Gilmore ha ofrecido mil dólares de premio. Eso te llevarías.

En sus ojos verdes se notó la ambición, y luego la suspicacia.

—Suponiendo que no se lo llevara usted.

Me encogí de hombros. Sabía que no iba a llegar hasta el final —fuera cual fuese su propósito— todavía. Así que ni siquiera intenté explicarle que la Continental no cobra recompensas, ni deja que las cobren sus asalariados.

—Te doy mi palabra —le dije—, pero tendrás que fiarte de tu instinto a la hora de juzgarme.

Ella se humedeció los labios.

—Supongo que es un buen tipo. A la policía no se lo diría porque sé que me dejarían sin la pasta. Pero parece que de usted me puedo fiar. —Me miró a la cara con lascivia—. Yo tenía un caballero que era su viva imagen y era el más grande…

—Será mejor que sueltes tu perla antes de que entre alguien —le sugerí.

Lanzó una mirada hacia la puerta, carraspeó, volvió a relamerse y luego hincó una rodilla en el suelo, junto a mi sillón.

—Llegaba yo tarde a casa el lunes por la noche —la misma noche en que asesinaron al jefe— y estaba refugiada en una sombra para despedirme de mi amigo, cuando el jefe salió de casa y echó a andar calle abajo. Y casi ni había llegado a la esquina cuando ella, la señora Gilmore, salió también y bajó la calle tras él. No es que intentara pillarlo, ya me entiende; lo seguía. ¿Qué le parece?

—¿Qué te parece a ti?

—Creo que por fin ella se despertó y se dio cuenta de que ninguna de las citas de su Bernie tenía nada que ver con el negocio de la construcción.

—¿Te consta que era así?

—¿Que si me consta? ¡Yo conocía bien a ese hombre! ¡Le gustaban! ¡Le gustaban todas! —Me miraba a la cara con una sonrisa que sugería toda clase de maldades—. Lo supe poco después de llegar aquí.

—¿Sabes cuándo…? ¿A qué hora volvió aquella noche la señora Gilmore?

—Sí —contestó ella—. A las tres y media.

—¿Seguro?

—¡Absolutamente! Después de desnudarme cogí una manta y me senté en la cabecera de la escalera principal. Mi habitación queda detrás, en el piso de arriba. Quería ver si volvían juntos a casa y si se peleaban. Al ver que ella volvía sola, me fui a mi habitación y vi que eran todavía las cuatro menos veinticinco. Lo vi en mi despertador.

—¿Viste a la esposa cuando volvió a casa?

—Solo vi la coronilla y los hombros cuando se fue hacia su habitación desde el rellano.

—¿Cómo te llamas?

—Lina Best.

—De acuerdo, Lina —le dije—. Si la información es buena, me aseguraré de que cobres por ella. Mantén los ojos abiertos y si ocurre cualquier cosa nueva te puedes poner en contacto conmigo en la oficina de la Continental. Y ahora será mejor que te largues para que nadie sepa que hemos estado hablando.

Solo en la biblioteca, clavé la mirada en el techo y pensé en la información que me había dado Lina Best. Sin embargo, pronto lo dejé: no servía de nada intentar darle vueltas a cosas que poco después se van a aclarar solas. Busqué un libro y me pasé la siguiente media hora leyendo sobre una dulce tontorrona y un tontorrón grande y fuerte y todos sus problemas.

Entonces entró la señora Gilmore, que al parecer venía directamente de la calle.

Me levanté y cerré la puerta tras ella, mientras me miraba con los ojos como platos.

—Señora Gilmore —dije, ya de nuevo encarado a ella—. ¿Por qué no me dijo que siguió a su marido la noche en que lo mataron?

—¡Es mentira! —exclamó, pero en su voz no resonaba la verdad—. ¡Es mentira!

—¿No le parece que se está equivocando? —la insté—. ¿No le parece que sería mejor que me lo contara todo?

Abrió la boca, pero solo salió el sonido seco de un sollozo. Luego empezó a balancearse con un vaivén histérico mientras con los dedos de una mano enguantada de negro se agarraba el labio inferior para retorcerlo y tirar de él.

Me acerqué a su lado y la senté en el sillón que yo mismo había ocupado hasta entonces, haciendo unos estúpidos cloqueos con la lengua para calmarla. Tras diez minutos desagradables, fue recuperando la compostura gradualmente; desapareció de sus ojos la mirada vidriosa y dejó de rasgarse los labios.

—Sí que lo seguí. —Era un susurro ronco, apenas audible. Luego abandonó el sillón, se arrodilló, alzó los brazos hacia mí y su voz sonó cono un fino aullido—: ¡Pero no lo maté! ¡No fui yo! Por favor, créame.

La levanté y volví a sentarla en el sillón.

—No he dicho que lo matara. Pero dígame qué pasó.

—Cuando me dijo que tenía una cita de trabajo no me lo creí —gimió—. No me fiaba de él. Ya me había mentido otras veces. Lo seguí para ver si iba a casa de esa mujer.

—¿Y fue?

—No. Fue a un bloque de apartamentos de la calle Pine, en la misma manzana en que lo mataron. No sé exactamente qué casa era… Lo seguía a demasiada distancia para estar segura. Pero vi que subía los escalones de acceso y entraba en un portal, hacia la mitad de la manzana.

—¿Y entonces qué hizo?

—Esperé, escondida en un portal oscuro al otro lado de la calle. Sabía que el apartamento de esa mujer estaba en la calle Bush, pero pensé que a lo mejor se había mudado, o que quizás habían quedado allí. Esperé mucho rato, temblando y tiritando. Hacía mucho frío y yo tenía miedo…, miedo de que entrara alguien en aquel vestíbulo. Pero me obligué a quedarme. Quería ver si salía solo, o si salía la mujer. Tenía derecho a hacerlo: me había engañado otras veces.

»Fue horrible, terrible: allí, acurrucada en la oscuridad, fría y asustada. Entonces, serían más o menos las dos y media ya, no lo pude aguantar más. Decidí llamar por teléfono al apartamento de esa mujer para ver si estaba en casa. Bajé a un comedor que no cierra en toda la noche, en la calle Ellis, y la llamé desde allí.

—¿Estaba en casa?

—¡No! Estuve llamando quince minutos, o tal vez más, pero nadie respondió. Por eso supe que estaba en el edificio de la calle Pine.

—¿Y qué hizo entonces?

—Volví, decidida a esperar hasta que saliera. Subí por la calle Jones. Cuando estaba entre Bush y Pine oí un disparo. En aquel momento creí que era un ruido de algún coche, pero ahora sé que era el disparo que mató a Bernie.

»Al llegar a la esquina de Pine y Jones alcancé a ver a un policía que se agachaba junto a Bernie en la acera, rodeado de gente. Entonces no sabía que aquel hombre tumbado en la calle era Bernie. En la oscuridad, desde aquella distancia, no alcanzaba a ver si era un hombre o una mujer.

»Me daba miedo que Bernie saliera a ver qué había pasado, o que mirase por la ventana y me descubriera; por eso no me acerqué. Y entonces me dio miedo quedarme en esa zona por si la policía me preguntaba qué hacía deambulando por la calle a las tres de la noche y me obligaba a explicar que había seguido a mi marido. Así que seguí caminando por la calle Jones hasta California y luego me fui directa a casa.

——¿Y entonces? —la animé a seguir.

—Entonces me fui a la cama. No me dormí; estaba preocupada por Bernie, aunque seguía sin pensar que el hombre que había visto tirado en la calle fuera él. A las nueve de la mañana vinieron dos agentes de la policía y me dijeron que habían matado a Bernie. Me interrogaron con tal brusquedad que me dio miedo contarles toda la verdad. Si llegan a saber que tenía razones para estar celosa y que esa noche había seguido a mi marido, me hubieran acusado de dispararle. ¿Y qué podía hacer? Todo el mundo me habría considerado culpable.

»Así que no dije nada sobre esa mujer. Pensé que encontrarían al asesino y todo estaría bien. En aquel momento aún no creía que hubiese sido ella; si no, se lo habría dicho todo la primera vez que vino a verme. Pero pasaron cuatro días sin que la policía encontrase al asesino y empecé a creer que sospechaban de mí. ¡Fue terrible! No podía ir y confesarles que les había mentido, pero estaba segura de que esa mujer lo había matado y de que la policía no la había investigado porque yo no había mencionado su existencia.

»Por eso lo contraté a usted. Pero también me daba miedo contarle toda la verdad. Creía que si me limitaba a explicarle que había otra mujer y le decía quién era, usted se encargaría de todo lo demás, sin necesidad de contarle que aquella noche había seguido a Bernie. Me daba miedo que usted creyera que lo había matado yo y me entregara a la policía si se lo contaba todo. Y ahora ya veo que sí lo cree. ¡Me hará detener! ¡Y me colgarán! ¡Lo sé! ¡Lo sé!

Empezó a mecerse en la silla con un vaivén enloquecido.

—Shhh —la calmé—. De momento, no está arrestada. Shhh.

No sabía qué pensar de aquella historia. El problema con estas mujeres nerviosas, histéricas, es que resulta imposible saber cuándo mienten y cuándo dicen la verdad si no tienes pruebas objetivas; en la mitad de las ocasiones, ni ellas mismas lo saben.

—Cuando oyó el disparo —seguí al ver que se calmaba un poco—, ¿iba caminando por Jones hacia el norte, entre Bush y Pine? ¿Alcanzaba a ver el cruce de Pine y Jones?

—Sí, con toda claridad.

—¿Vio a alguien?

—No. Hasta que llegué a la esquina y miré hacia abajo por la calle Pine, no. Entonces sí vi a un policía que se agachaba junto a Bernie y otros dos hombres que caminaban hacia ellos.

—¿Dónde estaban esos dos hombres?

—En la calle Pine, al este de Jones. No llevaban sombrero, como si acabaran de salir de sus casas al oír el disparo.

—¿Algún coche a la vista justo antes o después de oír el disparo?

—No vi ni oí ninguno.

—Tengo algunas preguntas más, señora Gilmore —le dije—, pero ahora tengo prisa. Por favor, no salga hasta que vuelva a saber de mí.

—No saldré —prometió—, pero…

Como no tenía respuestas para ninguna pregunta, agaché la cabeza y salí de la biblioteca.

Cuando estaba a punto de llegar a la puerta de la calle, salió Lina Best de una sombra, con un interrogante en los ojos brillantes.

—Quédate por aquí —le dije, sin ningún significado particular.

La esquivé y salí a la calle.