En el vestíbulo de los apartamentos Garford llamé varias veces al timbre etiquetado con el nombre de la señorita Cara Kenbrook hasta que sonó un chasquido y se abrió la puerta. Luego subí un tramo de escaleras y avancé por un pasillo que llevaba hasta la puerta de su apartamento. Abrió enseguida una chica alta de veintitrés o veinticuatro años con un vestido blanco y negro de crepé.
—¿Señorita Cara Kenbrook?
—Sí.
Le di una tarjeta: una de esas que dicen la verdad sobre mí.
—Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas. ¿Puedo entrar?
—Entre.
Con gesto lánguido se echó a un lado para dejarme pasar, cerró la puerta y me llevó a un salón abarrotado de periódicos, cigarrillos en todas las fases de combustión posibles —frescos algunos, aún por encender, otros convertidos ya en frías cenizas—, y distintas prendas de ropa de mujer. Retiró de un sillón unas medias rosas de seda y un sombrero para que pudiera tomar asiento y ella se sentó encima de unas revistas que ocupaban el otro sillón.
—Estoy investigando la muerte de Bernard Gilmore —dije, mirándola a la cara.
No era una cara hermosa, aunque tenía que haberlo sido. Lo tenía todo —rasgos perfectos, piel blanca y suave, ojos marrones grandes, casi enormes—, pero los ojos estaban muertos de tan apagados y la cara era menos expresiva que un pomo de porcelana y mis palabras no provocaron en ella el menor cambio.
—Bernard Gilmore —dijo, sin ningún interés—. Ah, sí.
—Usted y él eran bastante amigos, ¿no? —pregunté, desconcertado por su frialdad.
—Lo habíamos sido… Sí.
—¿Qué quiere decir con eso de «habíamos sido»?
Se echó un mechón de su corto cabello hacia atrás con una mano indolente.
—Lo mandé a tomar viento la semana pasada —dijo como quien no quiere la cosa, como si hablara de algo que había ocurrido años atrás.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—La semana pasada… El lunes, creo. Una semana antes de que lo mataran.
—¿Fue entonces cuando cortó con él?
—Sí.
—¿Discutieron, o quedaron como amigos?
—Ni una cosa, ni la otra. Simplemente, le dije que me había cansado de él.
—¿Cómo se lo tomó?
—No le partió el corazón. Supongo que ya se lo habían dicho antes.
—¿Dónde estaba usted la noche en que lo mataron?
—En el Coffee Cup, cenando y bailando con unos amigos hasta la una, más o menos. Luego vine a casa y me fui a la cama.
—¿Por qué dejó a Gilmore?
—No soportaba a su esposa.
—¿Eh?
—Era una pesada —dijo, sin la menor insinuación de enojo, ni de humor—. Una noche se presentó aquí y montó una escena; así que le dije a Bernie que si no podía alejarla de mí tendría que buscarse otra compañera.
—¿Tiene alguna idea de quién pudo matarlo? —pregunté.
—No, salvo que fuera su esposa. Esas mujeres tan excitables siempre están haciendo tonterías.
—Si usted ya había renunciado a su marido, ¿qué razón podía tener ella para matarlo?
—Le aseguro que no lo sé —contestó ella con absoluta indiferencia—. Pero no soy la única chica en la que Bernie ponía los ojos.
—Le parece que había otras, ¿eh? ¿Sabe algo, o solo es una suposición?
—No conozco los nombres, pero no es una suposición.
Lo dejé así por el momento y pasé a la señora Gilmore, pensando que tal vez aquella chica estuviera llena de información.
—¿Qué pasó esa noche, cuando vino su esposa?
—Nada más que eso. Siguió a Bernie hasta aquí, llamó al timbre, pasó a toda prisa por mi lado cuando le abrí la puerta y se puso a llorar y a insultar a Bernie. Luego empezó conmigo y yo le dije a él que si no se la llevaba le haría daño, así que Bernie se la llevó.
Admitiendo mi derrota, me levanté y avancé hacia la puerta. No podía hacer nada con aquella muñeca de momento. No me parecía que estuviera diciendo toda la verdad, pero por otro lado no era razonable creer que alguien pudiera mentir tan bien: resultar creíble con tan poco esfuerzo.
—Tal vez vuelva más adelante —le dije cuando me acompañó a la puerta.
—Bueno.
Ni siquiera sus modales sugerían que esperaba que no volviese.