II

Mientras caminaba hacia la calle California apuré la memoria para recordar la información que había picoteado de aquí y de allá sobre Bernard Gilmore. Recordaba un par de cosas porque los periódicos de la oposición se empeñaban en dejarlo en evidencia siempre que había elecciones, pero no me servían para nada. Lo había visto alguna vez: un hombre bullicioso, de cara sonrojada, que se había abierto camino de peón de mano a propietario de un negocio valorado en medio millón de dólares, aparte de ostentar un puesto prominente en la política local. Lo habían llamado «currante con manicura»; un hombre con muchos enemigos y aún más amigos; un grandullón de buen carácter, pendenciero y contundente.

Datos sueltos de una docena de escándalos por trapicheos en los que se había visto involucrado, sin que nunca llegara nadie a demostrar nada contra él, se colaron en mi mente mientras bajaba hacia el centro en la banqueta exterior de un tranvía, demasiado estrecha. También se había hablado de un sindicato de traficantes de alcohol ilegal que, supuestamente, lideraba…

Bajé del tranvía en la calle Kearny y me acerqué caminando a la comisaría. En la sala de reuniones de los agentes encontré a O’Gar, el sargento del departamento de Homicidios; un hombre achaparrado de cincuenta años que suele llevar sombreros de ala ancha como los sheriffs de las películas, aunque sus ojillos azules y su cabeza ahuevada no se ven perjudicados por semejante costumbre.

—Busco información sobre el asesinato de Gilmore —le dije.

—Y yo —respondió—. Pero si vienes conmigo te contaré lo poco que sé mientras como. Todavía no he almorzado.

A salvo de los curiosos entre el cacareo de un comedor de la calle Sutter, el sargento se inclinó sobre su sopa de almejas y me contó lo que sabía de aquel crimen, que tampoco era mucho.

—Uno de los chicos, Kelly, cumplía su turno en la calle en plena noche del martes, bajando por la cuesta de la calle Jones desde California hacia Pine. Serían las tres, sin niebla ni nada: una noche despejada. Kelly estaba a unos sesenta metros de la calle Pine cuando oyó un disparo. Dobló la esquina a toda prisa y vio a un hombre que moría en la acera norte de la calle Pine, a medio camino entre Jones y Leavenworth. No había nadie a la vista. Kelly se acercó corriendo al hombre y resultó que era Gilmore. Gilmore murió sin tiempo de pronunciar palabra. Los médicos dicen que primero lo noquearon y luego le pegaron un tiro, porque tenía un rasguño en la frente y luego la bala entró en el pecho desde más abajo. ¿Entiendes lo que quiero decir? Estaba tumbado boca arriba cuando le dio la bala y sus pies apuntaban hacia el arma que la había disparado. Era del treinta y ocho.

—¿Llevaba dinero?

O’Gar se tragó dos cucharadas de sopa y asintió con una inclinación de cabeza.

—Seiscientos pavos, un par de diamantes y un reloj. Intactos.

—¿Qué hacía en la calle Pine a esas horas de la noche?

—Ojalá lo supiera, hermano. Es probable que estuviera volviendo a casa, pero no hemos conseguido averiguar de dónde venía. Ni siquiera sabemos en qué dirección caminaba cuando lo noquearon. Quedó cruzado en la acera señalando el bordillo con los pies; pero eso no significa nada: pudo haberse dado la vuelta tres o cuatro veces después del disparo.

—En esa manzana todo son bloques de apartamentos, ¿no?

—Ajá. Hay uno o dos callejones que parten de la acera sur, pero Kelly dice que tenía las bocacalles de ambos a la vista cuando sonó el disparo, antes de doblar la esquina, y que nadie huyó por ellos.

—¿Concluyes que quien disparó vive en esa manzana? —le pregunté.

O’Gar inclinó el cuenco, rebañó las últimas gotas de sopa, se las llevó a la boca y gruñó:

—Quizá. Pero no tenemos ningún indicio de que Gilmore conociera a alguien de esa manzana.

—¿Luego aparecieron muchas personas por allí?

—Unas cuantas. En la calle siempre hay gente dispuesta a aparecer corriendo si ocurre algo. Pero Kelly dice que no vio a nadie que le llamara la atención: la típica gente de la noche. Los chicos rastrearon el barrio, pero no encontraron nada.

—¿Coches por la zona?

—Kelly dice que no había ninguno, que él no los vio y que, si llega a haber alguno, lo hubiera visto.

—¿Y tú qué crees?

Se puso en pie y me fulminó con la mirada.

—Yo no creo nada —dijo en tono desagradable—. Soy un agente de la policía.

Por eso deduje que alguien le estaba calentando la cabeza por no haber encontrado al asesino.

—Tengo una pista sobre una mujer —le dije—. ¿Quieres acompañarme a hablar con ella?

—Quiero —bramó—, pero no puedo. Esta tarde tengo que estar en un juicio… Dentro de media hora.