Una sirvienta rolliza con unos llamativos ojos verdes y una boca amplia de labios carnosos subió conmigo dos tramos de escalones para llegar a una alcoba minuciosamente amueblada, en la que había una mujer vestida de negro y sentada junto a una ventana. Era delgada, tenía poco más de treinta años, acababa de enviudar porque habían matado a su marido y tenía el rostro blanco y demacrado.
—¿Es de la Agencia de Detectives Continental? —me preguntó cuando aún no había dado ni dos pasos en la habitación.
—Sí.
—Quiero que encuentre a quien mató a mi marido. —La voz era aguda y en sus ojos oscuros había una luz enloquecida—. La policía no ha hecho nada. Cuatro días y no han hecho nada. Dicen que fue alguien que quería robarle, pero aún no saben quién. ¡No han encontrado nada!
—Pero, señora Gilmore… —objeté, no precisamente muerto de entusiasmo ante aquel estallido—, tiene que…
—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —me interrumpió—. Pero no han hecho nada. Se lo estoy diciendo: nada. Creo que no han hecho ni el más mínimo esfuerzo. Creo que no la… ¡Que no quieren encontrarlo!
—¿Es un hombre? —le pregunté, tras interpretar su titubeo—. ¿Cree que es un hombre?
Ella se mordió un labio y desvió la mirada hacia la ventana por la que se veía la bahía de San Francisco, llena de barcos que por la distancia parecían de juguete, azul bajo el primer sol de la tarde.
—No sé —dijo, dudando—. Podría ser…
Volvió la cara hacia mí, una cara tensa, y habló muy deprisa: parecía imposible lanzar una palabra tras otra a esa velocidad.
—Se lo voy a contar. Usted mismo verá. Bernard no me era fiel. Había una mujer que se hace llamar Cara Kenbrook. No era la primera. Pero solo lo supe hace un mes. Nos peleamos. Bernard me prometió que renunciaría a ella. Quizá no lo hizo. Pero si lo hizo, yo no dejaría de tenerla en cuenta. Una mujer como esa sería capaz de cualquier cosa; cualquiera. Y en el fondo de mi corazón creo que fue ella, la verdad.
—¿Y cree que la policía no la quiere arrestar?
—No quería decir exactamente eso. Estoy hecha polvo y digo cualquier cosa. Bernard estaba metido en política, ya lo sabe; y si la policía ha descubierto, o cree, que la política puede tener algo que ver con esta muerte, podría… No sé muy bien qué quiero decir. Soy una mujer nerviosa y destrozada, llena de ideas locas. —Me tendió una mano delgada—. ¡Deshágame este lío! ¡Encuentre a la persona que mató a Bernard!
Incliné la cabeza para transmitirle una hueca tranquilidad, aunque seguía sin complacerme demasiado aquella clienta.
—¿Conoce a esa tal Kenbrook? —le pregunté.
—La he visto por la calle y con eso me basta para saber qué clase de persona es.
—¿Habló de ella a la policía?
—No. —Volvió a mirar por la ventana y luego, mientras yo seguía esperando, añadió a la defensiva—: A juzgar por como se comportaron los agentes de la policía que vinieron a verme, parecía que creyeran que yo había matado a Bernard. Me dio miedo decirles que tenía razones para estar celosa. Quizá no tenía que haber guardado silencio acerca de esa mujer, pero no pensé que podía ser ella hasta más adelante, cuando vi que la policía no conseguía dar con el asesino. Entonces empecé a pensar que había sido ella: pero no pude obligarme a acudir a la policía y reconocer que había escondido información. Sabía lo que iban a pensar. Así que yo… Así que usted podrá darle la vuelta a este asunto para que parezca que yo no sabía nada de esa mujer, ¿no?
—Puede ser. Bueno, según tengo entendido, a su marido le dispararon en la calle Pine, entre Leavenworth y Jones, hacia la madrugada del martes. ¿Es así?
—Sí.
—¿Adónde iba?
—Volvía a casa, supongo. Pero no sé de dónde venía. Nadie lo sabe. La policía no lo ha averiguado, suponiendo que lo hayan intentado. El lunes por la noche me dijo que tenía un compromiso de trabajo. Como sabe, era contratista de obras. Salió hacia las siete y cuarto y dijo que probablemente estaría fuera cuatro o cinco horas.
—¿No era un horario un poco raro para un compromiso de trabajo?
—Para Bernard, no. A menudo venían hombres a verlo a casa a medianoche.
—¿Tiene alguna suposición de adónde se dirigía?
Movió la cabeza con énfasis para negar.
—No. Yo no sabía absolutamente nada de sus asuntos de trabajo y ni siquiera la gente de su oficina parece saber adónde iba esa noche.
No era improbable. La mayor parte de las obras de la B. F. Gilmore Construction Company dependía de contratos con el ayuntamiento o el gobierno estatal, y no es inédito que esa clase de obras impliquen reuniones secretas. Los políticos que conceden esos contratos no siempre se mueven en público.
—¿Y qué tal estaba de enemigos? —pregunté.
—No conozco a nadie que lo odiara tanto como para matarlo.
—¿Sabe dónde vive esa tal Kenbrook?
—Sí, en los apartamentos Garford, en la calle Bush.
—No se le ha olvidado nada que contarme, ¿verdad? —pregunté, subrayando el «me».
—No, se lo he contado todo. Hasta el último detalle que conozco.