III

Mi siguiente jugada consistía en sondear toda la zona circundante a los lugares donde el coche había sido robado y encontrado y luego entrevistar a los testigos. Era poco probable que encontrara algo valioso porque la policía ya lo había intentado de manera infructuosa, pero no podía saltarme esa tarea y darla por hecha. El noventa y nueve por ciento del trabajo de un detective consiste en reunir los detalles con paciencia, y debe conseguirlos de primera mano en la medida de lo posible por mucho que otros hayan pisado antes el terreno.

Antes de empezar esa tarea, sin embargo, decidí acercarme a la copistería del muerto —apenas a tres manzanas de la comisaría central— y ver si alguno de sus empleados había oído algo que pudiera resultarme útil.

El negocio de Newhouse ocupaba la planta baja de un edificio pequeño de la calle California, entre Kearny y Montgomery. Al entrar había un pequeño despacho separado por mamparas, conectado por una puerta al taller de la parte trasera.

El único ocupante de la pequeña oficina, cuando entré desde la calle, era un hombre rubio, bajo y fornido, con cara de preocupación, cercano a la cincuentena, sentado en mangas de camisa, comparando cifras de un libro de cuentas con otras anotadas en una pila de papeles que tenía delante.

Me presenté y le expliqué que era un agente de la Continental, interesado en el asunto de la muerte de Newhouse. Me dijo que se llamaba Ben Soules y que era el encargado. Nos dimos la mano y luego señaló una silla que había al otro lado de la mesa, apartó el libro de cuentas y los papeles en que estaba trabajando y, con expresión de disgusto, se rascó la cabeza con el lápiz que llevaba en la mano.

—¡Es horrible! —dijo—. Con todo lo que ha pasado estamos hasta arriba de trabajo y yo me tengo que ocupar de estos números sin saber siquiera de qué van y… —Se interrumpió para coger el teléfono, que empezaba a sonar—. Sí… Soy Soules… Lo estamos haciendo ahora… Los tendrá el lunes a mediodía, como muy tarde… ¡Ya lo sé! ¡Ya! Es que la muerte del jefe nos ha retrasado. Explíqueselo al señor Chrostwaite. Y… Y le prometo que se los daremos el lunes por la mañana, sin falta. —Soules colgó de golpe el auricular con gesto irritado y me miró—. ¡Encima de que lo atropellaron con su coche, podría tener la decencia mínima de no quejarse por el retraso!

—¿Chrostwaite?

—Sí, era una de sus secretarias. Le estamos imprimiendo unos folletos y le habíamos prometido que estarían listos ayer… Pero entre la muerte del jefe y que hemos tenido que contratar un par de ayudantes nuevos, vamos atrasados con todo. Llevo ocho años aquí y es la primera vez que incumplimos un encargo… Y todos los jodidos clientes están pegando gritos. Si fuéramos como la mayoría de los impresores, estarían acostumbrados a los retrasos; pero nos hemos portado demasiado bien con ellos. ¡Pero ese Chrostwaite! Por lo menos podría tener un poco de decencia, ya que su coche se cargó al jefe.

Incliné la cabeza en señal de conformidad, le pasé un cigarrillo por encima de la mesa y esperé a que ardiera ya entre los labios de Soules antes de preguntar:

—Ha dicho que han tenido que contratar ayudantes nuevos para echar una mano. ¿Cómo es eso?

—Sí. El señor Newhouse despidió a dos de nuestros técnicos de imprenta la semana pasada: Fincher y Keys. Descubrió que pertenecían al sindicato de trabajadores industriales y les dio la cuenta.

—¿Algún problema, o algo que tuviera contra ellos, aparte de que fueran izquierdosos?

—No, trabajaban bastante bien.

—¿Algún problema después de despedirlos?

—Ninguno de verdad, aunque se calentaron bastante. Soltaron un discurso muy rojo en toda la empresa antes de largarse.

—¿Recuerda qué día ocurrió eso?

—El miércoles de la semana pasada. Sí, fue el miércoles, porque contraté a los dos nuevos el jueves.

—¿A cuántos hombres dirige?

—Tres, aparte de yo mismo.

—¿El señor Newhouse estaba enfermo con frecuencia?

—No tan enfermo como para faltar al trabajo, aunque de vez en cuando le volvía a fallar el corazón y tenía que quedarse en cama una semana o diez días. Nunca estaba lo que se dice bien del todo. Nunca hacía más que el trabajo de oficina. El taller lo llevo yo.

—¿Cuándo fue la última vez que se enfermó?

—El martes por la mañana llamó la señora Newhouse y dijo que le había dado otro ataque y que tardaría unos días en bajar. Vino ayer, que era jueves, unos diez minutos por la tarde y dijo que esta mañana volvería a trabajar. Lo mataron al salir de aquí.

—¿Qué aspecto tenía? ¿Muy enfermo?

—No tanto. Nunca tenía buen aspecto del todo, claro, pero ayer no lo encontré muy distinto de lo normal. Creo que este último ataque no había sido tan grave como la mayoría. Normalmente se tomaba una semana o más de baja.

—¿Dijo adónde iba cuando se fue? Se lo pregunto porque, como vivía en la calle Sacramento, lo natural era que tomara un tranvía en esa calle si se iba a casa, y en cambio lo atropellaron en la calle Clay.

—Dijo que se iba a la plaza Portsmouth para sentarse al sol media horita, o así. Había pasado dos o tres días encerrado, dijo, y quería un poco de sol antes de volver a casa.

—Cuando lo atropellaron llevaba un billete extranjero en la mano. ¿Sabe algo de eso?

—Sí, se lo llevó de aquí. Uno de nuestros clientes, un hombre llamado Van Pelt, vino mientras estaba aquí el jefe a pagar algún encargo que terminamos ayer por la tarde. Cuando Van Pelt sacó la cartera para pagar la factura, ese billete de divisa holandesa, no sé cómo se llama, estaba entre los dólares. Creo que dijo que valía algo así como treinta y ocho dólares. En cualquier caso, el jefe se lo quedó y le dio el cambio. Dijo que se lo quería enseñar a sus hijos, y que ya lo cambiaría más adelante.

—¿Quién es Van Pelt?

—Un holandés. Planea abrir un negocio de importación de tabaco dentro de un mes o dos. Aparte de eso, no sé mucho más de él.

—¿Sabe dónde vive, o dónde tiene sus oficinas?

—Las oficinas están en la calle Bush, cerca de Sansome.

—¿Sabía que Newhouse había estado enfermo?

—Creo que no. El jefe tenía la misma pinta de siempre.

—¿Cómo es el nombre completo del tal Van Pelt?

—Hendrik Van Pelt.

—¿Qué aspecto tiene?

Sin darle tiempo a contestar, sonaron tres timbrazos separados por encima del traqueteo y el zumbido de las imprentas en el fondo del taller.

Aparté el cañón de mi arma —que llevaba cinco minutos sosteniendo en el regazo— lo suficiente para que asomara por el borde de la mesa y Ben Soules pudiera verla.

—Ponga las dos manos sobre la mesa —le dije.

Las puso.

La puerta del taller quedaba justo detrás de él, de modo que, desde el otro lado de la mesa, yo la veía por encima de sus hombros. Su cuerpo rollizo hacía de pantalla para impedir la visión de mi arma a cualquiera que, en respuesta a la señal de Soules, entrase por aquella puerta.

No tuve que esperar mucho.

Tres hombres —negros de tinta— llegaron a la puerta y entraron en el pequeño despacho. Caminaban como si no pasara nada, riéndose y bromeando entre ellos.

Sin embargo, uno de ellos se relamió los labios al entrar por la puerta. Al otro se le veían unos círculos blancos en torno al iris de los ojos. El tercero era el mejor actor, pero alzaba los hombros con un punto de rigidez que contradecía la soltura con que se comportaba.

—¡No os mováis! —les ladré cuando el último terminó de entrar en el despacho.

Levanté el arma para que pudieran verla.

Se detuvieron como si los tres caminaran sobre el mismo par de piernas.

Me levanté y aparté la silla de una patada.

No me gustaba nada la situación en que me encontraba. El despacho era demasiado pequeño para mi gusto. Tenía un arma, cierto, y si entre aquellos hombres había también alguna todavía no estaba a la vista. Pero aquellos cuatro tipos estaban demasiado cerca de mí; y las armas no obran milagros. Son un mero artilugio mecánico de capacidad limitada.

Si aquellos hombres decidían atacarme, tan solo podría cargarme a uno antes de que los otros tres se me echaran encima. Y ellos lo sabían tan bien como yo.

—Manos arriba —ordené—. Y daos la vuelta.

Ninguno de los cuatro obedeció: uno de los entintados me dedicó una sonrisa malvada; Soules sacudió lentamente la cabeza; los otros dos se quedaron quietos, mirándome.

Yo estaba más o menos desorientado. No puedes disparar a un hombre solo porque se niegue a obedecer una orden, por muy criminal que sea. Si se hubieran dado la vuelta, podría haberlos alineado contra la pared y, desde atrás, mantenerlos apuntados mientras llamaba por teléfono.

Pero no había funcionado.

Mi siguiente idea fue cruzar el despacho caminando de espaldas hasta la puerta de la calle y desde allí pedir ayuda a gritos, o sacarlos conmigo afuera, donde podría controlarlos mejor. Pero abandoné esa idea en cuanto se me ocurrió.

Aquellos cuatro hombres me iban a atacar: no cabía la menor duda. Solo hacía falta una chispa de cualquier clase para que la acción estallara. Estaban plantados con las piernas rígidas y tensos, esperando un movimiento por mi parte. Si daba un solo paso atrás, empezaría la batalla.

Estábamos tan cerca que cualquiera de los cuatro podía alargar un brazo y tocarme. Yo podía disparar a uno antes de que me redujeran: uno de cuatro. Eso significaba que cada uno de ellos tenía tan solo una posibilidad entre cuatro de ser la víctima, un índice suficientemente bajo para cualquier hombre que no fuera demasiado cobarde.

Les dediqué una sonrisa que pretendía transmitir seguridad, porque lo estaba pasando verdaderamente mal, y me acerqué al teléfono. ¡Tenía que hacer algo! Y entonces me maldije. Lo único que había hecho era cambiar la señal que provocaría la arremetida. Se desataría en cuanto levantara el auricular.

Pero ya no podía dar marcha atrás, porque también eso se hubiera interpretado como una señal. Tenía que seguir adelante.

Unas gotas de sudor se deslizaron por debajo de mi sombrero hacia las sienes cuando acerqué el teléfono a la mano izquierda.

¡La puerta de la calle se abrió! Detrás de mí sonó una exclamación de sorpresa.

—¡Rápido! ¡El teléfono! ¡La policía!

Con la llegada de aquel desconocido —algún cliente de Newhouse, supuse— di por hecho que recuperaba el control. Incluso si su participación se limitaba a llamar a la policía, el enemigo tendría que dividirse para ocuparse de él y eso me daba una oportunidad de cargarme al menos a dos antes de que me atizaran a mí. Dos de cuatro: todos tenían las mismas posibilidades de caer. Suficiente para que hasta el más caradura se lo pensara un poco antes de saltar.

—¡Deprisa! —urgí al recién llegado.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo.

En el sonido líquido de las eses se notaba que era extranjero.

Con lo nervioso que estaba, no necesité más aviso que ese.

Me lancé hacia un lado; un salto a ciegas para alejarme del punto en que estaba parado. Pero tenía que haber sido más rápido.

El golpe que me llegó desde atrás no me acertó del todo, pero sí lo suficiente para que me flojearan las piernas como si tuviera bisagras de papel en las rodillas… Y caí desplomado al suelo.

Algo oscuro me cayó encima. Lo agarré con las dos manos. Podía ser un pie que pretendía patearme la cara. Lo retorcí como retuercen las toallas las lavanderas.

Una sacudida tras otra me recorría la columna. A lo mejor alguien me estaba golpeando la cabeza. No lo sé. Mi cabeza no estaba viva. El golpe que me había tumbado me tenía paralizado del todo. De nada me servían los ojos. Las sombras flotaban delante de ellos; nada más. A veces encontraba algo que parecía una parte de algún cuerpo. Entonces lo golpeaba, o lo arañaba. Mi arma había desaparecido.

Mi oído no estaba mejor que la vista, o ni siquiera igual. No se oía nada en el mundo. Me movía en el silencio más completo que jamás había conocido. Era un fantasma que peleaba con fantasmas.

Al poco noté que volvía a sostenerme sobre los pies, aunque tenía algo que se retorcía en mi espalda y me impedía levantarme del todo. Algo caliente, húmedo y parecido a una mano me cruzaba la cara.

Le hinqué los dientes. Eché la cabeza atrás de golpe, tanto como pude. Puede que el golpe alcanzara el rostro al que iba destinado. No lo sé. En cualquier caso, ya nada se retorcía en mi espalda.

Tuve la vaga sensación de que estaba recibiendo golpes que ni siquiera sentía por estar demasiado entumecido. Sin cesar, con la cabeza y los hombros y los codos y los puños y las rodillas y los pies, fui golpeando las sombras que me rodeaban…

De pronto empecé a ver de nuevo. Nada claro, pero las sombras adoptaban colores; también regresó el sonido, de manera que los rugidos, los gruñidos, las maldiciones y el impacto de los golpes resonaban en mis oídos. Mi esforzada mirada reparó en una escupidera de bronce de unos quince centímetros, justo delante de mis ojos. Entonces supe que volvía a estar en el suelo.

Agarré la escupidera de bronce y la usé para abrirme hueco a golpes con ella hasta que pude ponerme en pie, golpes que despejaban el espacio por delante de mi cuerpo. Los hombres se me echaron encima. Yo alcé la escupidera en lo alto y, por encima de sus cabezas, la lancé por la puerta de cristal esmerilado hacia la calle California.

Y luego seguimos peleando.

Pero no puedes tirar una escupidera de bronce a la calle California, entre Montgomery y Kearny, sin llamar la atención; está demasiado cerca del corazón de la ciudad en horas de trabajo. Así que al poco rato —yo volvía a estar en el suelo, con el rostro pegado a la tarima de madera bajo el peso de unos trescientos o cuatrocientos kilos de carne— nos separaron y una brigada de la policía me sacó de debajo del montón.

Coffee, el grandullón del pelo pajizo, era uno de ellos, pero me costó una larga discusión convencerlo de que yo era el agente de la Continental que había hablado con él poco antes.

—¡Oye! ¡Oye! —dijo, cuando por fin lo convencí—. Desde luego, esos tipos… Ay, Dios. ¡Te han dado una buena paliza! ¡Tienes la cara como un geranio recién regado!

No me reí. No tenía gracia.

Con el único ojo que me funcionaba en aquel momento, miré a los cinco hombres alineados a lo largo del despacho; Soules, los tres técnicos de imprenta manchados de tinta y el hombre de las «s» líquidas que había iniciado el ataque al golpearme en el cogote.

Era un tipo bastante alto, de unos treinta años, con una cara redonda y rubicunda en la que ahora lucían unas cuantas magulladuras. Al parecer había llegado bastante bien vestido, con ropa negra de aspecto caro, pero ahora iba todo ajado y arrugado. Supe quién era sin preguntar: Hendrik Van Pelt.

—Bueno, oye, ¿qué contestas? —preguntaba Coffee.

Descubrí que si me sostenía un lado de la mandíbula con una mano podía contestar sin demasiado dolor.

—Son los que atropellaron a Newhouse —expliqué—. Y no fue un accidente. No me hubiera importado conocer unos cuantos detalles más, pero se me han echado encima sin darme tiempo a averiguarlo todo. Newhouse llevaba un billete de cien florines en la mano cuando lo atropellaron, y caminaba hacia la comisaría, de hecho estaba solo a media manzana de la central.

»Según Soules, Newhouse dijo que se iba a Portsmouth Square a sentarse al sol. Pero parece que Soules no sabía que Newhouse tenía un morado en un ojo, ese que tú me dijiste que habías investigado. Si Soules no le vio el ojo amoratado, entonces lo más probable es que no le viera la cara en todo el día.

»Newhouse caminaba desde su taller de imprenta hacia la comisaría con un billete extranjero en la mano. ¡No lo olvides!

»Tenía ataques frecuentes de enfermedad que, según el amigo Soules, siempre le llevaban a pasar una semana o diez días seguidos en casa. Esta vez solo estuvo acostado dos días y medio.

»Según Soules, el taller lleva tres días de atraso con los encargos. Y dice que es la primera vez que no cumplen en ocho años. Echa la culpa a la muerte de Newhouse, que ocurrió ayer. Al parecer, las bajas por enfermedad anteriores de Newhouse nunca habían retrasado nada. ¿Por qué la última sí?

»La semana pasada despidieron a dos técnicos y al día siguiente contrataron a dos nuevos: una reacción muy rápida. El coche con el que atropellaron a Newhouse lo acababan de robar a la vuelta de la esquina y lo abandonaron en un lugar que quedaba a corta distancia, para regresar caminando al taller. Quedó aparcado mirando al norte, lo cual en buena medida demuestra que sus ocupantes se encaminaron al sur al bajarse de él. Unos ladrones comunes de coches no hubieran vuelto hacia atrás.

»Yo lo imagino así: el tal Van Pelt es un holandés y tenía planchas para imprimir billetes falsos de cien florines. Anduvo buscando hasta que dio con un impresor que se atrevía a meterse en el negocio con él. Encontró a Soules, el encargado de un taller cuyo propietario pasaba de vez en cuando una semana en casa, o más, por problemas de corazón. Uno de los técnicos comandados por Soules estaba dispuesto a participar con ellos. Quizá los otros dos rechazaron la oferta. Quizá Soules no les preguntó. En cualquier caso, los despidieron y dieron sus puestos de trabajo a dos amigos de Soules.

»Entonces nuestros amigos lo prepararon todo y esperaron a que volviera a fallar el corazón de Newhouse. Y eso ocurrió el lunes por la noche. En cuanto su esposa llamó a la mañana siguiente y dijo que estaba enfermo, esos pájaros empezaron a imprimir sus falsificaciones. Por eso se les quedó atrasado el trabajo normal. Sin embargo, el ataque de Newhouse fue más leve de lo habitual. A los dos días estaba ya levantado y en marcha y ayer por la tarde bajó unos minutos aquí.

»Debió de entrar cuando todos nuestros amigos estaban muy ocupados en algún rincón retirado. Debió de descubrir el dinero falso, entendió la situación de inmediato, cogió un billete para enseñárselo a la policía y echó a andar hacia la comisaría, sin duda convencido de que nuestros amigos no lo habían visto.

»Pero ellos sí que debieron de verlo, aunque fuera de reojo. Dos lo siguieron. A pie no podían atacarlo sin correr riesgos, a una o dos manzanas de la comisaría central. Sin embargo, al dar la vuelta a la esquina, se encontraron un coche parado con el motor en marcha. Así, su problema de huida quedaba resuelto. Montaron en el coche y salieron tras Newhouse. Supongo que el plan original era pegarle un tiro, pero cruzó la calle Clay con los ojos pegados al dinero falso que llevaba en la mano. Eso les concedió una oportunidad de oro. Lo enfilaron directamente con el coche. Era una muerte segura: sabían que su corazón perezoso remataría el trabajo si no bastaba con la colisión. Luego abandonaron el coche y regresaron aquí.

»Hay un montón de cabos sueltos por confirmar, pero esta especie de quimera que te acabo de contar encaja con todos los hechos que conocemos y me apuesto el salario de un mes a que no me alejo mucho de la realidad. En algún sitio tiene que estar escondida la producción de billetes holandeses de tres días. Vosotros…

Supongo que podía haber seguido hablando para siempre con aquella intoxicación mareante en la que flotaba mi cabeza a consecuencia del agotamiento total que me invadía, si el patrullero grandullón del pelo pajizo no me llega a tapar la boca con su manaza.

—Cállese, hombre —dijo, al tiempo que me levantaba de la silla y me obligaba a tumbarme boca arriba sobre la mesa—. Haré que venga a buscarle una ambulancia en un segundo.

El despacho daba vueltas ante mi único ojo abierto: el techo amarillo descendía hacia mí y volvía a alzarse, desaparecía, regresaba con formas extrañas. Volví la cabeza a un lado para evitarlo y mi mirada descansó en la esfera blanca de un reloj que también daba vueltas.

En aquel momento la esfera se quedó quieta y pude leer la hora: las cuatro en punto.

Recordé que Chrostwaite había interrumpido nuestra reunión en el despacho de Vanee Richmond a las tres y yo me había puesto a trabajar a continuación.

—¡Una hora entera! —intenté decir a Coffee antes de dormirme.

La policía remató el trabajo mientras yo permanecía en la cama. En la oficina de Van Pelt en la calle Bush encontraron un gran fajo de billetes de cien florines. Averiguaron que Van Pelt tenía una reputación considerable como falsificador de primera clase. Uno de los técnicos confesó y manifestó que Van Pelt y Soules eran los dos que siguieron a Newhouse cuando salió del taller y lo mataron.