¿QUIÉN MATÓ A BOB TEAL?

—Anoche mataron a Teal.

El Viejo —el director de la Agencia de Detectives Continental de San Francisco— hablaba sin mirarme.

Su voz era tan suave como su sonrisa y no daba señas de la agitación que bullía en su mente.

Si guardé silencio y esperé que el Viejo siguiera hablando no fue porque aquella noticia careciera de significado para mí. Yo le tenía aprecio a Bob Teal; se lo teníamos todos. Hacía un par de años que se había presentado en la agencia, recién salido de la universidad; si alguien ha tenido alguna vez hechuras de genio para ser detective era aquel tipo delgado de amplias espaldas. Dos años no bastan para empaparse de los principios fundamentales de la persecución, pero Bob Teal, con sus ojos rápidos, sus nervios templados, su mente equilibrada y el interés apasionado que ponía en el trabajo, había avanzado mucho ya en el camino de convertirse en un experto. Yo tenía un interés casi paternal por él porque me había encargado de la mayor parte de su aprendizaje inicial.

El Viejo siguió hablando sin mirarme. Como si hablara con la ventana abierta que tenía delante.

—Le dispararon con una del 32, dos balas directas al corazón. Estaba detrás de una hilera de carteles publicitarios en el descampado de la esquina noroeste del cruce entre las calles Hyde y Eddy, hacia las diez de la noche. Encontró su cuerpo un patrullero, poco después de las once. El arma apareció unos cinco metros más allá. Yo ya lo he visto y también he supervisado la zona. La lluvia ha borrado cualquier pista que pudiera contener la tierra, pero por el estado de la ropa de Teal y la postura en que lo encontraron yo diría que no hubo lucha y que no llevaron el cuerpo allí después de dispararle, sino que recibió los balazos allí mismo. Estaba tumbado detrás de los carteles, a unos diez metros de la acera, y tenía las manos vacías. Le dispararon desde muy cerca, porque hay una quemadura en la pechera del abrigo. Al parecer, nadie vio ni oyó los disparos. La lluvia y el viento, aparte de mantener a la gente en sus casas, ahogaron el ruido de los disparos de la 32, que por otra parte tampoco es demasiado fuerte.

El lápiz del Viejo empezó a golpear la mesa, un suave repiqueteo que me crispaba los nervios. Pronto terminó y el Viejo siguió hablando:

—Teal estaba siguiendo a un tal Herbert Whitacre, llevaba tres días tras él. Whitacre es uno de los socios de la compañía Ogburn y Whitacre, ingenieros de desarrollo agrícola. Tienen propiedades en una gran zona de tierra que ocupa algunos de los nuevos distritos de regadío. Ogburn se ocupa de las ventas, mientras que Whitacre se encarga del resto del negocio, cuentas incluidas.

»La semana pasada Ogburn descubrió que su socio había consignado algunas cuentas falsas. Había registrado en la contabilidad unos pagos por las tierras que en realidad no se habían hecho. Calcula que los robos de Whitacre podrían sumar entre ciento cincuenta mil y doscientos cincuenta mil dólares. Me vino a ver hace tres días, me contó todo eso y me pidió que siguiéramos a Whitacre con la intención de descubrir qué ha hecho con el dinero robado. La compañía sigue siendo una sociedad y no se puede acusar a un socio de robar a la sociedad, claro. Así que Ogburn no podía conseguir que arrestaran a su socio, pero sí esperaba encontrar el dinero y recuperarlo luego con medidas legales. También temía que Whitacre desapareciera. Mandé a Teal a espiar a Whitacre, quien supuestamente ignoraba que su socio sospechaba de él. Y ahora te mando a ti a buscar a Whitacre. Estoy decidido a encontrarlo y acusarlo aunque me vea obligado a abandonar todos los demás asuntos normales de la agencia y adjudicar a todos los hombres disponibles a este caso durante un año. Puedes pedir los informes de Teal a las secretarias. Mantente en contacto conmigo.

En boca del Viejo esas palabras tenían más valor que un juramento de cualquier hombre normal, escrito con su propia sangre.

En el despacho de las secretarias recogí los dos informes que había presentado Bob. No había ninguno del último día, claro, porque no los escribía hasta que, llegada la noche, terminaba el trabajo de la jornada. Las secretarias habían mecanografiado ya el primer informe y se lo habían mandado a Ogburn; una mecanógrafa trabajaba con el otro en aquel mismo momento.

En sus informes, Bob describía a Whitacre como un hombre de unos treinta y siete, de cabello y ojos marrones, modales nerviosos, suave afeitado, rostro de tez mediana y pies más bien pequeños. Medía poco más de metro setenta, pesaba algo menos de setenta kilos y vestía a la moda, aunque con estilo discreto. Vivía con su mujer en un piso de la calle Gough. No tenían hijos. Ogburn le había descrito a la esposa de Whitacre: una mujer baja, rolliza y rubia de menos de treinta.

Los que recuerden este caso sabrán que la ciudad, la agencia de detectives y la gente involucrada en él tenían nombres distintos de los que les he dado aquí. Pero también sabrán que los datos que aporto son ciertos. Hace falta usar algún nombre en aras de la claridad y cuando los verdaderos pueden causar algún bochorno, o incluso cierto dolor, los pseudónimos son la opción más satisfactoria.

Siguiendo a Whitacre, Bob no había descubierto nada que pudiera servir para encontrar el dinero robado. Al parecer, Whitacre se había dedicado a sus asuntos habituales y Bob no le había visto hacer nada claramente sospechoso. Pero Whitacre le había parecido nervioso, se había detenido a menudo a mirar alrededor, obviamente porque sospechaba que alguien lo seguía aunque no estuviera seguro. Bob había tenido que abandonar el seguimiento en varias ocasiones para que no lo descubriera. En una de ellas, mientras esperaba el regreso de Whitacre en las cercanías de su casa, había visto salir a su esposa —o a alguien que encajaba en la descripción aportada por Ogburn— en taxi. Bob no había intentado seguirla, pero había anotado la licencia.

Una vez leídos, y prácticamente memorizados, los dos informes, salí de la agencia y bajé a la oficina de Ogburn 8c Whitacre en el edificio Packard. Una secretaria me hizo pasar a un despacho amueblado con buen gusto, donde me esperaba Ogburn sentado a una mesa en la que firmaba unas cartas. Me ofreció asiento. Me presenté. Era un hombre de estatura media, de unos treinta y cinco años, con el cabello liso y moreno y el clásico hoyuelo en la barbilla que mi mente asocia con los oradores, los abogados y los vendedores.

—¡Ah, sí! —dijo, al tiempo que apartaba el correo y su rostro, ágil e inteligente, se iluminaba—. ¿Ha encontrado algo el señor Teal?

—Al señor Teal lo mataron anoche de un disparo.

Me miró un momento con cara inexpresiva, con sus grandes ojos marrones y luego repitió:

—¿Lo mataron?

—Sí —contesté.

Luego le conté lo poco que sabía.

—¿No creerá…? —Empezó a hablar cuando hube terminado. Después se detuvo—. ¿No creerá que lo ha hecho Herb?

—¿Qué cree usted?

—¡Creo que Herb no cometería un asesinato! Lleva unos días muy crispado y yo empezaba a pensar que sospecha que he descubierto sus robos, pero no creo que sea capaz de llegar tan lejos, ni siquiera sabiendo que el señor Teal lo seguía. ¡De verdad que no!

—Supongamos —sugerí— que ayer, en algún momento, Teal descubrió dónde está el dinero robado y luego Whitacre se enteró de que lo había descubierto. ¿No le parece que en esas circunstancias Whitacre podría haberlo matado?

—Quizá —respondió lentamente—. Pero me da rabia pensarlo. En un momento de pánico Herb podría… Pero no creo que lo haya hecho, de verdad.

—¿Cuándo lo ha visto por última vez?

—Ayer. Estuvimos juntos aquí, en la oficina, casi todo el día. Se fue a casa poco antes de las seis. Pero luego hablé con él por teléfono. Me llamó a casa poco después de las siete y me dijo que quería venir a verme, que me quería contar algo. Yo creía que me iba contar su engaño y que tal vez así podríamos arreglar este asunto tan desgraciado. Hacia las diez llamó su mujer. Quería que Herb le llevara no sé qué al regresar a casa, solo que él no estaba conmigo. Me pasé toda la noche esperándolo, pero no…

Tartamudeó, paró de hablar y se quedó lívido.

—¡Dios mío, estoy acabado! —dijo con voz débil, como si acabara de darse cuenta de cuál era su situación—. Herb ha desaparecido, el dinero ha desaparecido, todo el trabajo de tres años no ha valido para nada. Y el responsable ante la ley de todo el dinero que ha robado soy yo. ¡Dios!

Me suplicó con la mirada que lo contradijera, pero yo no pude hacer más que asegurarle que se haría todo lo posible por encontrar tanto a Whitacre como el dinero. Cuando lo dejé, intentaba frenéticamente localizar a su abogado por teléfono.

Desde el despacho de Ogburn me fui a casa de Whitacre. Al doblar la esquina hacia la calle Gough vi a un tipo grande y corpulento que subía las escaleras de acceso al bloque de apartamentos y me di cuenta de que era George Dean. Mientras aceleraba para llegar a su lado lamenté que le hubieran encargado el caso a él, y no a cualquier otro miembro del departamento de Homicidios de la policía. Dean no es mal tipo, pero trabajar con él no es tan satisfactorio como con otros; es decir, nunca puedes dar por hecho que no te está escondiendo algún detalle importante para acabar figurando personalmente como el sabueso más espabilado. Cuando trabajas con un tipo así no tienes más remedio que compartir esa costumbre, lo cual no contribuye demasiado al trabajo en equipo.

Cuando llegué al vestíbulo, Dean presionaba ya el timbre de los Whitacre.

—Hola —saludé—. ¿Estás en este caso?

—Ajá. ¿Qué sabes tú?

—Nada. Me lo acaban de encargar.

La puerta de la calle se abrió con un chasquido y subimos juntos hasta el piso de los Whitacre, en la tercera planta. Una mujer rolliza y rubia, con una bata azul clara nos abrió la puerta. Era bastante guapa a su manera, con unos rasgos fuertes e impasibles.

—¿Señora Whitacre? —preguntó Dean.

—Sí.

—¿Está el señor Whitacre?

—No, se ha ido a Los Ángeles esta mañana —contestó.

Tenía cara de decir la verdad.

—¿Sabe dónde podemos localizarlo?

—Quizás en el Ambassador, pero creo que volverá mañana, o tal vez pasado.

Dean le enseñó la placa.

—Queremos hacerle algunas preguntas —le dijo.

Ella no pareció sorprenderse y terminó de abrir la puerta para dejarnos pasar. Nos acompañó a un salón decorado en tonos azules y cremosos, donde cada uno encontró un asiento. Ella se sentó de cara a nosotros en un sillón grande, azul.

—¿Dónde estuvo anoche su marido? —preguntó Dean.

—En casa, ¿por qué?

En sus ojos redondos y azules apenas había una leve curiosidad.

—¿Toda la noche en casa?

—Sí, era una noche horrible de lluvia. ¿Por qué?

La mujer pasó su mirada de Dean a mí. Dean también se volvió hacia mí y yo contesté a la pregunta implícita que leía en su mirada con un gesto de asentimiento.

—Señora Whitacre —dijo en tono brusco—. Tengo una orden judicial para detener a su marido.

—¿Una orden judicial? ¿Por qué?

—Asesinato.

—¿Asesinato? —Sonó como un grito ahogado.

—Exacto. Y ocurrió anoche.

—Pe… pero ya le he dicho que estaba…

—Y a mí me ha dicho Ogburn —la interrumpí, inclinando el torso hacia delante— que usted lo llamó anoche a su casa para preguntarle si su marido estaba con él.

Se me quedó mirando con expresión vacía durante unos doce segundos y luego se echó a reír con la carcajada clara propia de alguien que se considera víctima de una broma ligera.

—Usted gana —dijo sin rastro de vergüenza o de humillación, tanto en la cara como en la voz—. Oiga —siguió, ya no tan divertida—, no sé qué ha hecho Herb, ni en qué situación quedo yo, así que no debería hablar sin ver antes a un abogado. Pero me gusta esquivar los problemas cuando puedo hacerlo. Si ustedes me cuentan qué pasa, bajo palabra de honor, quizá yo les diga lo que sé, si es que sé algo. Quiero decir, si hablando voy a salir mejor parada, si pueden demostrarme que eso es así, quizá sí hable; suponiendo que sepa algo.

Parecía justo, aunque algo sorprendente. Al parecer, a aquella mujer rolliza capaz de fingir el candor más absoluto y de echarse a reír cuando la pillabas nada le interesaba tanto como su propia seguridad.

—Cuéntalo tú —me dijo Dean.

Lo solté todo de golpe:

—Su marido llevaba un tiempo falseando las cuentas y llegó a robar a su socio algo así como doscientos mil dólares antes de que Ogburn se diera cuenta. Entonces, este hizo seguir a su marido para ver si daba con el dinero. Anoche su marido pilló al tipo que lo estaba siguiendo en un descampado y le pegó un tiro.

La mujer hizo un mohín pensativo. En un gesto mecánico alargó un brazo para coger un paquete de cigarrillos de una marca popular que tenía en la mesa, junto al sillón, y nos lo ofreció. Los dos lo rechazamos con un movimiento de cabeza. Se llevó un cigarrillo a la boca, encendió una cerilla rasgándola contra la suela de la zapatilla, encendió el cigarrillo y se quedó mirando la brasa. Al fin se encogió de hombros, se le despejó la cara y alzó la mirada hacia nosotros.

—Voy a hablar —dijo—. Nunca me ha tocado nada del dinero, así que sería idiota convertirme en cabeza de turco para Herb. Me gustaba, pero si ha huido y me ha dejado tirada no sirve de nada meterme en un lío por eso. Ahí va: yo no soy la esposa de Whitacre, salvo en el registro del alquiler. Me llamo Mae Landis. Tal vez haya una verdadera señora de Whitacre, tal vez no. No lo sé. Herb y yo llevamos más de un año viviendo juntos aquí.

»Hará cosa de un mes empecé a verlo crispado, nervioso, peor incluso de lo normal. Dijo que tenía problemas en el trabajo. Luego, hace un par de días, descubrí que su pistola había desaparecido del cajón en que la guardaba desde que nos mudamos aquí, y que la llevaba encima. Le pregunté qué pasaba y me contestó que creía que alguien lo seguía y luego me preguntó si había visto a alguien que se paseara por el barrio como si estuviera vigilando nuestra casa. Le dije que no; creía que se estaba volviendo loco.

»Anteanoche me dijo que tenía problemas y que tal vez tuviera que irse y que no podía llevarme con él, pero que me daría dinero suficiente para mis necesidades durante un tiempo. Parecía nervioso, hizo las maletas para tenerlas listas si las necesitaba en un apuro y quemó todas sus fotos y un montón de papeles y de cartas. Las maletas siguen en el dormitorio, por si las quieren registrar. Anoche, al ver que no volvía a casa tuve una corazonada y pensé que se había largado sin sus maletas y sin una palabra para mí, y dinero menos todavía; que me dejaba con menos de veinte dólares a mi nombre, sin gran cosa siquiera que pudiese empeñar y con cuatro días de alquiler pendientes.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Anoche, hacia las ocho. Me dijo que se iba a casa del señor Ogburn para tratar unos asuntos con él, pero luego no fue. Ya lo sé. Me quedé sin cigarrillos. Como fumo Elixir Russian y en este barrio no los consigo, llamé a casa del señor Ogburn para pedir a Herb que me los trajera al volver a casa, pero Ogburn me dijo que no había ido a verlo.

—¿Desde cuándo conoce a Whitacre? —le pregunté.

—Un par de años, más o menos. Creo que lo conocí en un hotel de esos de playa.

—¿Tiene familia?

—Qué yo sepa, no. No sé demasiado de él. ¡Ah, sí! Sé que cumplió tres años de cárcel en Oregon por falsificación. Me lo contó una noche que iba alegre. Entonces se llamaba Barber, o Barbee, o algo parecido. Decía que ahora estaba limpio del todo.

Dean sacó una pequeña pistola automática que parecía bastante nueva pese al barro que tenía incrustado y se la pasó a la mujer.

—¿La había visto alguna vez?

Ella movió su rubia cabeza para decir que sí.

—Ajá. Si no es la de Herb, son gemelas.

Dean se guardó la pistola en el bolsillo y nos levantamos.

—¿En qué situación quedo yo? —preguntó—. No me van a encerrar como testigo, ni nada parecido, ¿verdad?

—De momento, no —la tranquilizó Dean—. Manténgase donde podamos encontrarla si la necesitamos y no se preocupe. ¿Tiene alguna idea de hacia dónde puede haber ido Whitacre?

—No.

—Nos gustaría echarle un vistazo por encima al piso. ¿No le importa?

—Adelante —nos invitó—. Destrócenlo si quieren. Estoy con ustedes hasta el final.

La verdad es que casi lo destrozamos, pero no encontramos nada valioso. Al quemar las pistas que podían delatarlo, Whitacre había sido riguroso.

—¿Alguna vez lo retrató un fotógrafo profesional? —pregunté cuando ya nos íbamos.

—Que yo sepa, no.

—¿Nos avisará si oye o recuerda algo que pueda sernos útil?

—Claro —respondió en tono enérgico—, claro.

Dean y yo bajamos en silencio en el ascensor y salimos a la calle Gough.

—¿Qué piensas de todo esto? —le pregunté cuando ya estábamos en la calle.

—Menuda tipeja, ¿eh? —sonrió—. Me pregunto cuánto sabe. Ha identificado el arma y nos ha contado lo de la falsificación en el norte, pero son datos que hubiéramos confirmado igualmente. Si es lista, nos dirá todo lo que sabe que vamos a averiguar por nuestra cuenta y así podrá colar mejor todo lo que quiera. ¿Tú crees que es lista, o tonta?

—No lo vamos a adivinar —le dije—. Pongámosle alguien que la siga e intervengamos su correo. Tengo el número de un taxi que usó hace un par de días. Comprobémoslo también.

Llamé al Viejo desde un almacén de la esquina y le pedí que mandara a un par de muchachos para que mantuvieran bajo vigilancia día y noche a Mae Landis y su piso; también para que la oficina de correos nos avisara si llegaban cartas dirigidas a Whitacre. Dije al Viejo que iría a ver a Ogburn para conseguir muestras de la caligrafía del fugitivo para poderlas comparar con las cartas que recibiera la mujer. Luego Dean y yo nos pusimos a rastrear el taxi que había tomado aquella mujer cuando la vio Bob Teal. Tras pasar media hora en la compañía del taxi obtuvimos la información de que la habían llevado a un número de la calle Greenwich. Y para allá nos fuimos.

Era un edificio destartalado, divido en pisos o apartamentos más bien tristes y deslucidos. Encontramos a la casera en la planta baja; una mujer enjuta, vestida de sucio gris, con una boca de labios finos y duros y ojos suspicaces. Se balanceaba con vigor en una mecedora crujiente mientas cosía un par de monos de trabajo, y tres críos sucios forcejeaban con un cachorro de chucho de arriba abajo por toda la sala.

Dean le enseñó la placa y le dijo que quería hablar con ella en privado. La mujer se levantó para echar al perro y los niños y luego se encaró con nosotros con los brazos en jarras.

—Bueno, ¿qué quieren? —preguntó en tono amargo.

—Queremos una pista sobre sus inquilinos —dijo Dean—. Cuéntenos algo de ellos.

—¿Que les cuente algo de ellos? —Su voz hubiera sido brusca por sí misma, incluso sin estar de un humor tan irritable—. ¿Qué le parece que tengo que contar de ellos? ¿Quién se ha creído que soy? Soy una mujer que no se mete en los asuntos de los demás. Nadie puede decir que no tengo un respetable…

Así no íbamos a ninguna parte.

—¿Quién vive en el número uno? —le pregunté.

—Los Audi, dos ancianos con sus nietos. No creo que puedan decir nada malo de ellos si no lo dice quien lleva diez años conviviendo con ellos.

—¿Quién vive en el número dos?

—La señora Codman y sus hijos, Frank y Fred. Llevan tres años aquí y…

La fui llevando de un apartamento al siguiente hasta que llegamos a uno del primer piso que no provocó una acusación tan brusca de idiotez contra mí por sospechar siquiera que sus ocupantes fueran culpables de cualquier cosa.

—Ahí viven los Quirk. —Ahora se limitaba a fulminarme con la mirada, mientras que en los casos anteriores me había contestado con brusquedad—. ¡Y si quiere saber mi opinión, son gente decente!

—¿Cuánto llevan aquí?

—Seis meses, o más.

—¿A qué se dedica él?

—No lo sé. —Enojada—: A los viajes, quizá.

—¿Cuántos son?

—Solo él y ella y además son gente amable y discreta.

—¿Qué pinta tiene él?

—Como cualquier hombre normal. Yo no soy detective, no me dedico a fisgonear en la cara de la gente para saber qué pinta tiene, ni a meterme en sus asuntos. Yo no soy…

—¿Qué edad tiene?

—Entre treinta y cinco y cuarenta, supongo. Aunque también puede ser más, o menos.

—¿Alto, o bajo?

—Ni tan bajo como usted ni tan alto como el colega que lo acompaña —dijo, burlándose con la mirada de mi canija robustez y de la corpulencia gigantesca de Dean—. Y menos gordo que los dos.

—¿Bigote?

—No.

—¿Cabello claro?

—No. —Triunfal—: Oscuro.

—¿Y los ojos? ¿También oscuros?

—Creo que sí.

Dean se echó a un lado y, por encima de los hombros de la mujer, me miró. Sus labios formaron el nombre Whitacre.

—En cuanto a la señora Quirk —continué—, ¿qué pinta tiene?

—Lleva el pelo corto, es baja y gruesa y tendrá algo menos de treinta.

Dean y yo intercambiamos una inclinación de cabeza, muestra de satisfacción; sonaba bastante parecido a Mae Landis.

—¿Pasan mucho tiempo en casa? —proseguí.

—No lo sé —respondió la mujer enjuta en un gruñido amargo. Como yo estaba seguro de que sí lo sabía, me quedé esperando, mirándola, y al fin añadió a regañadientes—: Creo que salen mucho, pero no estoy segura.

—Ya sé —me atreví a proponer—. Pasan muy poco tiempo en casa y siempre de día, y usted lo sabe. —Como ella no lo negaba, añadí—: ¿Están en casa ahora?

—Creo que no, pero podría ser que sí.

—Echémosle un vistazo al antro —sugerí a Dean.

Él asintió y se dirigió a la mujer:

—Llévenos a su apartamento y abra la cerradura.

—¡No pienso! —dijo con brusco énfasis—. No tienen ningún derecho a meterse en casa de nadie sin una orden judicial. ¿La han traído?

—No la tenemos —le dijo Dean con una sonrisa—. Pero podemos conseguir muchas si se empeña en darnos problemas. Usted dirige esta casa; puede entrar en cualquiera de los pisos cuando quiera, y puede llevarnos con usted. Llévenos arriba y la dejaremos en paz; en cambio, si nos va a dar muchos problemas se arriesga a que la asociemos con los Quirk y hasta puede acabar compartiendo celda con ellos. Piénselo bien.

Ella lo pensó y luego, refunfuñando y gruñendo a cada paso, nos llevó al apartamento de los Quirk.

Comprobó que no estaban en casa y nos dejó entrar.

Era un piso de tres habitaciones, baño y cocina, adornado con el estilo desarrapado que cabía esperar por el destartalado exterior del edificio. En las habitaciones encontramos diversas prendas de ropa de hombre y de mujer, accesorios de baño y etcétera. Pero no había en aquel lugar ninguna marca de residencia permanente; no había fotos, ni almohadones, ni ninguna de las docenas de cosas sueltas o pertenencias personales que suelen encontrarse en las casas. Daba la sensación de que no se había usado la cocina en mucho tiempo; los botes de café, té, especias y harina estaban limpios.

Encontramos dos cosas que tenían algún significado: un puñado de cigarrillos Elixir Russian en una mesa, y una caja nueva de cartuchos del 32 —de la que faltaban diez— en un cajón de una cómoda. Durante todo el registro la casera estuvo revoloteando, con sus ojos claros bien abiertos y curiosos; al final la echamos y le dijimos que nos ocuparíamos nosotros del apartamento, tanto si lo permitía la ley como si no.

—Está claro que esto era, o sigue siendo, un escondrijo para Whitacre y su mujer —dijo Dean cuando nos quedamos solos—. La única cuestión es si lo usan para quedarse aquí escondidos, o si solo es un sitio desde el que armar los preparativos para la huida. Supongo que lo mejor será pedir al capitán que ponga un hombre aquí, día y noche, hasta que demos con el Hermano Whitacre.

—Es lo más seguro —accedí.

Fue al teléfono de la habitación principal para arreglarlo todo. Cuando Dean terminó sus llamadas, yo telefoneé al Viejo para ver si había alguna novedad.

—Ninguna —me dijo—. ¿Qué tal vas tú?

—Bien. Puede que esta noche tenga noticias para usted.

—¿Te ha pasado Ogburn las muestras de caligrafía de Whitacre? ¿O prefieres que le encargue eso a otra persona?

—Las recogeré esta noche —le prometí.

Perdí diez minutos intentando encontrar a Ogburn en su despacho hasta que me dio por mirar el reloj y vi que ya eran más de las seis. Busqué el número de su casa en el listín telefónico y lo llamé.

—¿Tiene en casa algún papel con la letra de Whitacre? —le pregunté—. Quiero disponer de un par de muestras, aunque si hace falta puedo esperar hasta mañana.

—Creo que tengo algunas cartas suyas por aquí. Si viene ahora mismo, se las doy.

—En quince minutos estaré ahí —le dije. Luego me dirigí a Dean—: Me voy a casa de Ogburn a recoger algo con la letra de Whitacre mientras tú esperas que llegue de comisaría el hombre que se va ocupar de esto. Nos vemos en el States en cuanto puedas largarte de aquí. Comeremos ahí y haremos planes para esta noche.

—Ajá —gruñó.

Se acomodó en una silla, con los pies plantados en otra, mientras yo salía. Ogburn se estaba vistiendo cuando llegué a su casa y llevaba el cuello y la corbata en la mano cuando salió a abrirme.

—He encontrado unas cuantas cartas de Herb —dijo mientras caminábamos hacia su habitación.

Eché un vistazo a las quince cartas, o más, que había sobre una mesa, y escogí las que quise mientras Ogburn seguía vistiéndose.

—¿Qué tal progresa? —preguntó al poco.

—Pse, pse. ¿Ha oído algo que pueda ayudarnos?

—No, pero hace apenas unos minutos he recordado que Herb solía ir al Mills Building con bastante frecuencia. Yo lo veía entrar y salir con frecuencia, pero nunca me dio por pensar. No sé si tendrá alguna importancia, o si…

Salté de mi silla.

—¡Era lo que faltaba! —exclamé—. ¿Puedo usar su teléfono?

—Claro. Está en el pasillo, cerca de la puerta. —Me miró sorprendido—. Es un teléfono de pago, —¿lleva alguna moneda suelta?

—Sí. —Ya salía de la habitación por la puerta—. El interruptor está cerca de la puerta —dijo él, detrás de mí— por si necesita luz. ¿Cree que…?

Pero no me detuve a escuchar sus preguntas. Fui directo al teléfono, mientras rebuscaba en mis bolsillos para sacar una moneda.

Con las prisas, aunque no del todo accidentalmente, pues tenía una corazonada y quería ponerla a prueba, dejé caer la moneda. Los cinco céntimos se alejaron rodando por la moqueta del pasillo. Encendí la luz, recuperé la moneda y llamé al número de los Quirk. Me alegré de haber probado mi corazonada.

Dean seguía allí.

—Esa madriguera está muerta —le dije—. Llévate a la casera a la comisaría y pilla a la Landis también. Nos vemos allí. En la comisaría.

—¿En serio? —protestó.

—Casi —respondí antes de colgar.

Apagué la luz del pasillo y, silbando una tonadilla para mí, anduve de vuelta hacia la habitación donde había dejado a Ogburn. La puerta no estaba cerrada del todo. Avancé directamente hacia ella, la abrí de una patada y salté hacia atrás y me quedé pegado a la pared. Estallaron dos disparos tan seguidos que casi pareció que fuera solo uno. Aplastado contra la pared, pataleé contra el suelo y el zócalo y solté un surtido de chillidos y gruñidos dignos de un buen hombre lobo del carnaval.

Al cabo de un instante se presentó Ogburn en la puerta, con cara de lobo y un revólver en la mano. Estaba decidido a matarme. Y como era mi vida contra la suya…, le golpeé con toda el arma en la coronilla, lisa y morena. Cuando abrió los ojos dos policías lo estaban metiendo a peso en la trasera de un furgón patrulla.

Vi a Dean en la reunión de agentes de la comisaría central.

—La casera identificó a Mae Landis como la señora Quirk —dijo—. ¿Y ahora qué?

—¿Dónde está ella?

—Una agente de la policía las tiene retenidas a las dos en el despacho del capitán.

—Ogburn está en la oficina del departamento de empeños —le dije—. Llevemos a la casera para que le eche un vistazo.

Cuando hicimos entrar a la mujer enjuta, Ogburn estaba sentado con el torso inclinado hacia delante, se sujetaba la cabeza con las manos y miraba con amargura los pies del hombre uniformado que lo vigilaba.

—¿Lo había visto antes? —le pregunté.

—Sí —con reticencia—, es el señor Quirk.

Ogburn no alzó la mirada, ni nos prestó la menor atención. Cuando dijimos a la casera que podía irse, Dean me llevó a un rincón de la sala de reuniones, donde se podía hablar sin interrupciones.

—¡Suéltalo ya! —estalló—. ¿Cómo se explican todos estos «desarrollos imprevistos», como dicen los chicos de la prensa?

—Bueno, para empezar, yo sabía que la pregunta de quién había matado a Bob solo podía tener una respuesta. ¡Bob no era un mamón! Cabía la posibilidad de que hubiera permitido que el hombre a quien seguía lo llevara hasta una hilera de carteles publicitarios una noche oscura, pero habría acudido bien preparado para cualquier problema. No hubiera muerto con las manos vacías, disparado por un arma tan cercana que hasta le chamuscó el abrigo. El asesino tenía que ser alguien de quien Bob se fiaba, así que no podía ser Whitacre. Bueno, Bob era un tipo riguroso y no habría abandonado la vigilancia de Whitacre para irse a hablar con algún amigo. Solo había una persona capaz de convencerlo para que soltara un rato a Whitacre, y esa persona era el hombre para el que trabajaba: Ogburn. Si no hubiese conocido a Bob, quizás hubiera pensado que se había escondido detrás de esos carteles para espiar a Whitacre; pero Bob no era un aficionado. No tenía ninguna necesidad de ponerse a hacer truquitos espectaculares de sabueso. ¡Así que todo se explicaba con Ogburn!

»Con todo eso para empezar, lo demás era pan comido. Todo lo que nos dio Mae Landis —cuando identificó el arma de Whitacre y proporcionó una coartada a Ogburn al decir que había hablado con él por teléfono a las diez—, solo sirvió para convencerme de que ella y Ogburn trabajaban juntos. Cuando la casera nos describió a Quirk, yo ya estaba bastante seguro. En su descripción encajaban tanto Whitacre como Ogburn, pero no tenía ningún sentido que el primero tuviera un apartamento en la calle Greenwich, mientras que el segundo, si de verdad estaba liado con la Landis, necesitaba un lugar de encuentro con ella. El resto de la caja de cartuchos también ayudó un poco.

»Y luego esta noche he hecho una pequeña interpretación en casa de Ogburn, buscando una moneda por el suelo para encontrar rastros de barro seco que se habían salvado de la limpieza a que sin duda sometió a su ropa y la moqueta al volver a casa después de haber estado en ese descampado bajo la lluvia. Dejaremos que los expertos estudien si ese barro puede proceder del descampado en que murió Bob y el jurado decidirá si tienen razón.

»Queda algún otro cabo suelto, como el arma. La Landis dijo que hacía más de un año que Whitacre la tenía, pero a mí me parece bastante nueva pese a estar embarrada. Enviaremos el número de serie a la fábrica y descubriremos de cuándo es.

»En cuanto a los motivos, de momento solo estoy seguro de la mujer, y debería bastar con eso. Pero creo que cuando se auditen las cuentas de Ogburn y Whitacre y se repasen sus finanzas, encontraremos algo. Y apuesto mucho a que Whitacre aparecerá ahora que se ha librado de la acusación de asesinato.

Y eso fue exactamente lo que sucedió. Al día siguiente Herbert Whitacre entró en la comisaría central de Sacramento y se entregó. Ni Ogburn ni Mae Landis contaron jamás lo que sabían, pero con el testimonio de Whitacre, secundado por todo lo que pudimos encontrar aquí y allá, fuimos a juicio cuando llegó el momento y convencimos al jurado de que los hechos se habían producido así: Ogburn y Whitacre habían abierto su negocio de desarrollo agrícola como un mero fraude. Tenían opciones de propiedad de muchas tierras y su plan consistía en vender tantas acciones de su empresa como fuera posible antes de que llegara el momento de ejecutar las opciones. Luego pretendían hacer las maletas y desaparecer. Whitacre no tenía mucha sangre fría y recordaba con toda claridad los tres años que había pasado en la cárcel por falsificación; entonces, para darle más coraje, Ogburn había contado a su socio que tenía un amigo en el departamento de delitos postales de Washington, D. C., que les avisaría en cuanto hubiera alguna sospecha oficial contra ellos.

Los dos socios sacaron un buen montón de dinero de su aventura y Ogburn se encargó de administrarlo hasta que llegara el momento del reparto. Mientras tanto, Ogburn y Mae Landis —la supuesta esposa de Whitacre— habían intimado y habían alquilado aquel apartamento de la calle Greenwich y se veían allí por las tardes mientras Whitacre estaba ocupado en la oficina, con la coartada de que Ogburn tenía que salir en busca de nuevas víctimas. En aquel apartamento, Ogburn y la mujer habían parido la pequeña estratagema que debía permitirles deshacerse de Whitacre, quedarse con todo el botín y librar a Ogburn de cualquier culpabilidad criminal en los asuntos de Ogburn & Whitacre.

Ogburn había acudido a las oficinas de la Continental para explicar su cuentito sobre la deshonestidad de su socio y contratar a Bob Teal para seguirlo. Luego dijo a Whitacre que su amigo de Washington le había chivado que estaban a punto de abrir una investigación sobre ellos. Los dos socios planearon abandonar la ciudad por separado al cabo de una semana. Al día siguiente, Mae Landis dijo a Whitacre que había visto a un hombre merodeando por el barrio, con apariencia de vigilar el edificio en que vivían. Whitacre, convencido de que Bob era un inspector de delitos postales, se había desmoronado y había hecho falta combinar los esfuerzos de su mujer y su socio —que fingían trabajar por separado— para impedir que huyera de inmediato. Lo convencieron para que se quedase unos días más.

La noche del crimen, Ogburn se hizo el escéptico a propósito de la convicción de Whitacre de que alguien lo seguía y quedó con él con la excusa de comprobar si efectivamente era así. Caminaron por la calle una hora bajo la lluvia. Luego Ogburn, ya convencido, anunció su intención de regresar y hablar con el supuesto inspector de delitos postales, para ver si lo podía sobornar. Whitacre se había negado a acompañarlo, pero había aceptado esperarlo en un umbral oscuro.

Ogburn había llevado a Bob Teal tras los carteles publicitarios con cualquier pretexto y lo había matado. Luego había regresado a toda prisa junto a su socio, gritando:

—¡Dios mío! Me ha agarrado y le he disparado. ¡Nos tenemos que ir!

Whitacre, cegado por el pánico, había abandonado San Francisco sin pasar a recoger sus maletas, ni a decírselo siquiera a Mae Landis. Se suponía que Ogburn iba a salir por otra ruta. Tenían que encontrarse diez días después en Oklahoma, donde Ogburn —después de retirar el botín de los diversos bancos de Los Ángeles en los que lo había ido depositando bajo nombres distintos— debía entregar su parte a Whitacre antes de despedirse para siempre.

Al día siguiente, en Sacramento, Whitacre leyó los periódicos y entendió lo que le habían hecho. Él se había encargado de llevar las cuentas; todas las entradas falsas en los libros de Ogburn & Whitacre eran de su puño y letra. Mae Landis había revelado su pasado criminal y se había apresurado a atribuirle la propiedad de un arma que en realidad pertenecía a Ogburn. ¡Lo habían engañado por completo! No tenía ninguna posibilidad de librarse.

Sabía que su historia iba a sonar como una mentira exagerada e insostenible; tenía antecedentes. Entregarse y contar la verdad, en su caso, equivalía meramente a ganarse unas carcajadas.

Al final, Ogburn fue al patíbulo, Mae Landis está cumpliendo una condena de quince años y Whitacre, a cambio de su testimonio y de la devolución del botín, no fue acusado por su participación en el fiasco de las tierras.