XI

—Había una vez un joven médico en una ciudad, muy lejos de aquí… —empezó Ledwich—. Se vio involucrado en un escándalo, algo bastante podrido, y se libró de la cárcel apenas por un pelo. La administración de sanidad del estado le retiró la licencia.

»No muy lejos de allí, en una ciudad grande, una noche el joven médico se emborrachó, como solía hacer en esos tiempos, y contó sus problemas a un hombre al que acababa de conocer en un antro. El amigo era un tipo con recursos y se ofreció, a cambio de dinero, a conseguir un diploma falso para que el doctor pudiera instalar su consulta en cualquier otro estado.

»El joven médico aceptó la oferta y el amigo le consiguió un diploma. El médico era el hombre al que tú conoces como doctor Estep y el amigo era yo. El verdadero doctor Estep ha aparecido muerto en el parque esta mañana.

Si aquello era verdad… ¡Menuda noticia!

—Es que… —siguió el grandullón—, cuando me ofrecí a conseguir el diploma falso para el joven doctor, cuyo verdadero nombre no nos importa, pensaba en darle una falsificación. Hoy en día son fáciles de conseguir y hay quien se dedica a ello como negocio. Pero hace veinticinco años, aunque había maneras de obtenerlos, era más difícil. Mientras intentaba hacerme con uno, me topé con una mujer con la que solía trabajar: Edna Fife. Es la mujer a la que conoces como primera esposa del doctor Estep.

»Edna se había casado con un médico: el verdadero doctor Estep. Era pésimo en su profesión, sin embargo. Y tras pasar hambre con él un par de años en Filadelfia le había hecho cerrar la consulta y ayudarla en su regreso al mundo del fraude. En eso era muy buena. Te lo digo en serio, barría con todo y, manteniéndolo en todo momento bajo su control, consiguió que él también trabajara bien.

»Cuando me la encontré hacía poco de eso y, como me lo contó, me ofrecí a comprar el diploma médico y demás documentación oficial de su marido. No sé si él quería venderlo o no, pero hizo lo que ella le decía. Y yo conseguí los papeles.

»Se los pasé al joven médico, que vino a San Francisco y abrió una consulta con el nombre de Humbert Estep. Los verdaderos Estep me prometieron no usar más aquel nombre, cosa que tampoco les representaba ningún problema porque cambiaban de identidad cada vez que se mudaban de residencia.

»Yo me mantuve en contacto con el joven médico, por supuesto, para ir sacando mi tajada. Lo tenía agarrado por el cuello y no era tan tonto como para renunciar a un dinero tan fácil de ganar. Al cabo de un año, más o menos, me enteré de que se había recuperado y le iba bastante bien. Así que me monté en un tren y me planté en San Francisco. Le iba bien: por eso me instalé aquí, donde podría mantenerlo vigilado y cuidar de mis intereses.

»Por esa época se casó y, entre la profesión y las inversiones, empezó a acumular dinero. Pero me cerró el grifo, maldita sea. No se dejaba chupar sangre. Le sacaba un porcentaje fijo de sus ganancias y nada más.

»Seguí sacándoselo durante casi veinticinco años, pero ni un céntimo más que aquel porcentaje. Como él sabía que yo no iba a matar a la gallina de los huevos de oro, por mucho que lo amenazara con ponerlo en evidencia no conseguía coaccionarlo. Sacaba mi tajada habitual y ni un céntimo más.

»Eso, como digo, fue así durante años. Me ganaba la vida gracias a él, pero no obtenía dinero en serio. Hace unos pocos meses me enteré de que había ganado un dineral con un negocio de maderas y decidí ir a por todas con él.

»A lo largo de todos esos años había llegado a conocer muy bien al doctor. Es lo que pasa cuando le chupas la sangre a un hombre: te haces una idea bastante aproximada de lo que pasa por su mente y de cuál será su reacción más probable si ocurren ciertas cosas. Total, que conocía muy bien al doctor.

»Sabía, por ejemplo, que nunca había dicho la verdad sobre su pasado a su esposa; que le había dado largas con alguna trola sobre su nacimiento en Virginia Occidental. A mí ya me iba bien. También sabía que conservaba un arma en el escritorio, y sabía por qué. La tenía siempre allí con la intención de quitarse la vida si alguna vez llegaba a saberse la verdad sobre su diploma. Se imaginaba que si se liquidaba a la primera insinuación de su secreto las autoridades, por mero respeto a la reputación que se había labrado, guardarían silencio. Y a su esposa, aunque llegara a enterarse de la verdad, al menos le ahorrarían la vergüenza de un escándalo público. No me imagino a mí mismo muriendo para evitar un mal sentimiento a una mujer, pero el doctor era un tipo bastante raro para algunas cosas. Y estaba loco por su esposa.

»Así es como me lo imaginaba y así es como salió la cosa.

»Mi plan podría parecer complicado, pero era bastante simple. Encontré a los verdaderos Estep; tuve que hacer muchas pesquisas, pero al fin di con ellos. Me traje a la mujer a San Francisco y al hombre le dije que se mantuviera alejado.

»Todo habría salido bien si él hubiera hecho lo que le decía; pero le daba miedo que Edna y yo lo traicionáramos y por eso se vino, para vigilarnos. Pero no me di cuenta hasta que tú lo señalaste.

»Hice venir a Edna y, sin decirle nada que no debiera saber, la taladré hasta que quedó claro como el agua su parte del plan. Un par de días antes de venir ella, yo había ido a ver al doctor y le había pedido cien mil pavos redondos. Se había reído de mí y, al irme, yo había fingido estar ardiente de pura rabia. En cuanto llegó Edna, la mandé a visitarlo. Ella le pidió que hiciera una operación ilegal a su hija. Él, por supuesto, se negó. Entonces ella le suplicó en voz bien alta para que la enfermera o cualquier otra persona que hubiese en la recepción pudiera oírlo. Y al alzar la voz se aseguró de usar solo palabras que pudieran interpretarse como a nosotros nos interesaba. Cumplió su papel a la perfección y salió hecha un mar de lágrimas.

»¡Entonces puse en marcha mi otro truco! Pedí a un colega, uno que es como un mago para estas cosas, que me hiciera una plancha de impresión de una página de periódico. Estaba todo escrito como si fuera un artículo de verdad y anunciaba que las autoridades estatales investigaban informaciones sobre un prominente médico de San Francisco que ejercía con una licencia obtenida mediante documentos falsos. Esa plancha medía doce por diecisiete centímetros. Si miras la primera página interior del Evening Times cualquier día de la semana, verás siempre una fotografía de ese tamaño.

»Al día siguiente de la visita de Edna, compré un ejemplar de la primera edición del Times a las diez de la mañana en la calle. Hice que mi amigo, el falsificador, borrase la fotografía con ácido e imprimiera en su lugar el artículo falso.

»Aquella tarde sustituí la primera página de un ejemplar de la edición vespertina por la que habíamos amañado por la mañana y en cuanto el repartidor de periódicos se presentó con el del doctor le di el cambiazo. Eso no tuvo ningún mérito. El repartidor se limitó a tirar el periódico en el portal. Solo había que agacharse, cambiar los ejemplares y largarse de ahí, dejando el falso para que lo leyera el doctor.

Yo me esforzaba por no demostrar demasiado interés, pero estaba listo para devorar cada palabra. Al principio, me había preparado para una sarta de mentiras. En cambio, a esas alturas ya sabía que me estaba contando la verdad. Cada sílaba era un alarde; estaba medio borracho de tanto aprecio por su inteligencia, por la inteligencia con que había planeado y llevado a cabo su programa de traición y asesinato.

Yo sabía que estaba diciendo la verdad y sospechaba que me estaba contando más de lo que deseaba. Estaba decentemente cargado de vanidad, esa misma vanidad que posee a los maleantes casi invariablemente después de un pequeño triunfo y los deja listos para ingresar en el trullo.

Le brillaban los ojos y su boquita se curvaba en una sonrisa triunfal en torno a las palabras que salían de ella sin parar.

—El médico leyó el periódico, efectivamente… Y se pegó un tiro. Pero antes escribió una nota y me la mandó. No se me ocurrió que acusarían de asesinato a su esposa. Eso fue pura suerte. Pensé que, con todo el nerviosismo, nadie repararía en la falsa noticia del periódico. Entonces aparecería Edna y se presentaría como su primera esposa. El hecho de que se hubiera suicidado después de su primera visita, sumado a lo que había oído más o menos la enfermera, convertiría su muerte en una confesión de que Edna era su verdadera esposa.

»Estaba seguro de que ella aguantaría cualquier clase de investigación. Nadie conocía el verdadero pasado del doctor, más allá de lo que él mismo les hubiera contado, que luego se revelaría como falso.

»Edna se había casado de verdad con un tal doctor Humbert Estep en Filadelfia en el 96; los veintisiete años transcurridos desde entonces contribuirían mucho a ocultar el hecho de que aquel doctor Humbert Estep no era el doctor Humbert Estep.

»Solo necesitaba convencer a la verdadera mujer del doctor y a sus abogados de que ella en realidad ni siquiera era su esposa. ¡Y lo conseguimos! Todo el mundo dio por hecho que la verdadera esposa legal era Edna. La siguiente jugada consistía en que Edna y la esposa llegaran a algún acuerdo sobre la herencia, por medio del cual Edna se iba a quedar la mayor parte, o al menos la mitad de la misma; a cambio, todo se hubiera mantenido en privado.

»En el peor de los casos, estábamos preparados para ir a juicio. ¡Lo teníamos todo a nuestro favor! Pero yo me daba por contento con la mitad de la herencia. Hubieran sido al menos unos cuantos cientos de miles de dólares y con eso tenía suficiente, incluso tras deducir los veinte mil que había prometido a Edna.

»Sin embargo, cuando la policía detuvo a la esposa del doctor y la acusó de asesinato, vi que podía apropiarme de todo el botín. Solo tenía que quedarme sentado y esperar hasta que la condenaran. Entonces, el tribunal le pasaría a Edna todo el montón.

»Yo tenía la única prueba que podía liberar a la esposa del doctor; la carta que me había escrito él. Pero no podía entregarla, por mucho que hubiera querido, sin exponerme. Después de leer aquella noticia falsa en el periódico, lo había arrancado, había escrito encima del texto su mensaje para mí y me lo había mandado. Así que la nota es el regalo de un muerto. Bueno, tampoco tenía ninguna intención de publicarla.

»Hasta entonces todo había ido como en un sueño. Solo me quedaba esperar a que llegara el momento de convertir en dinero mis buenas ideas. Y ese fue el momento escogido por el verdadero Humbert Estep para estropear las cosas. Se afeitó el bigote, se puso ropa vieja y vino a husmear para asegurarse de que Edna y yo no lo dejáramos plantado. ¡Como si estuviera en sus manos impedirlo! Cuando tú me lo señalaste, lo traje aquí.

»Pretendía aplacarlo y darle largas hasta que encontrara un lugar donde esconderlo mientras durase la partida de cartas. Para eso te iba a contratar: para que te encargaras de él. Pero empezamos a hablar y a pelear, y tuve que tumbarlo. Luego vi que no se levantaba y confirmé que estaba muerto. Tenía el cuello roto. Lo único que se podía hacer era llevarlo al parque y abandonarlo.

»No se lo dije a Edna. Tampoco es que ella tuviera mucho que hacer con él, hasta donde yo sé, pero uno nunca sabe cómo se va a tomar las cosas una mujer. De todas formas, ahora que ya está hecho, ella aguantará. Siempre da lo máximo. Y si confesara, tampoco podría hacer demasiado daño. Solo conoce su parte del plan.

»Toda esta historia tan larga es para que sepas a qué te enfrentas. A lo mejor crees que puedes conseguir pruebas de lo que te he contado. Puedes, hasta cierto punto. Puedes demostrar que Edna no era la esposa del doctor. Puedes demostrar que yo lo chantajeaba. ¡Pero no puedes demostrar que la esposa del doctor no creía que Edna fuese su verdadera esposa! Será su palabra contra la mía y la de Edna. Juraremos que nosotros la convencimos, y así tendrá un motivo. No puedes demostrar que el periódico falso del que te he hablado existió. A un jurado le parecería como el sueño de un drogado.

»Me puedes acusar del crimen de anoche. Tengo una coartada que te hará quitarte el sombrero. Puedo demostrar que salí de aquí con un amigo borracho y que lo llevé a su hotel y lo acosté, con la ayuda del conserje de noche y un botones. ¿Y qué tienes tú para contrarrestar eso? La palabra de dos detectives privados. ¿Quién os va a creer?

»Me puedes acusar de conspiración para defraudar o de algo parecido… Tal vez sí. Pero en ningún caso puedes librar a la señora Estep sin mi ayuda. Déjame ir y te daré la nota que me mandó el doctor. ¡Es la clave, claro que sí! Escrita de su puño y letra encima de la noticia falsa del periódico, que seguro que encaja en el agujero de la página que se supone que conserva la policía. Y en ella escribió que se iba a matar, casi con estas mismas palabras.

Eso arreglaba el asunto, no cabía duda. Y yo me creía la historia de Ledwich. Cuanto más la pensaba, más me gustaba. Coincidía con los hechos desde cualquier punto de vista. Pero no me entusiasmaba tanto como para conceder la libertad a aquel maleante.

—¡No me hagas reír! —le dije—. Te voy a encerrar a ti y voy a liberar a la señora Estep. Las dos cosas.

—¡Adelante, inténtalo! Te enfrentarás a esa tarea sin la carta. Y no creerás que un hombre con la inteligencia suficiente para parir un plan como ese cometería la estupidez de dejar la carta donde cualquiera pueda encontrarla, ¿no?

No me impresionaba especialmente la dificultad que implicaba acusar al tal Ledwich y liberar a la viuda del muerto. Su estratagema —aquel vaivén de traiciones contra todos los que tenían alguna relación con él, incluida su última cómplice, Edna Estep— no era tan perfecta como él creía. Con una semana para seguir unas cuantas pistas en el este, yo… ¡Pero una semana era justo lo que no tenía!

Las palabras de Vanee Richmond recorrían mi mente: «Pero un día más de cárcel, o dos, o acaso apenas dos horas más, y ya no hará falta que nadie la libere. ¡Se habrá encargado de ello la muerte!».

Si quería ayudar de alguna manera a la señora Estep, tenía que hacerlo deprisa. Con ley o sin ella, su vida estaba en mis manos regordetas. El hombre que tenía delante —sus ojos, ahora brillantes y esperanzados, y su boca, prieta de pura ansiedad— era un ladrón, chantajista, traidor y asesino, al menos en dos ocasiones. Odiaba la idea de soltarlo. Pero había una mujer muriéndose en un hospital…