X

Aquella tarde, a las siete menos cuarto, O’Gar se quedó en la calle, un poco más abajo, y yo llamé al timbre en casa de Jacob Ledwich. Como había pasado la noche con Bob Teal en nuestro apartamento, llevaba todavía la misma ropa que en el momento de presentarme a Ledwich como Shine Wisher.

Ledwich abrió la puerta de la calle.

—Hola, Wisher —dijo sin entusiasmo, y subió delante de mí por la escalera.

El piso tenía cuatro habitaciones que ocupaban toda la extensión de la fachada del edificio, y la mitad de su anchura. Había una puerta delantera y otra trasera. Estaba decorado con los muebles típicos de los pisos baratos, no exactamente impecables: como en cualquier lugar del mundo.

Nos sentamos en la sala y nos pusimos a hablar y fumar mientras nos íbamos midiendo mutuamente. Parecía un poco nervioso. Me dio la impresión de que si se me hubiera olvidado la cita le habría dado lo mismo.

—¿Y ese trabajo del que me hablaste? —pregunté al cabo de un rato.

—Lo siento —dijo, humedeciéndose la boca tosca—, pero se ha cancelado. —Luego, obviamente improvisando, añadió—: Al menos, de momento.

Deduje que había pensado encargarme que me ocupara de Boyd, pero ya se había ocupado alguien.

Al cabo de un rato trajo whisky y mientras nos lo tomábamos estuvimos hablando un poco sin mayor propósito. Él intentaba no aparentar demasiada ansiedad por librarse de mí y yo lo iba tanteando con cautela.

Juntando cosas que iba dejando caer, llegué a la conclusión de que era un antiguo estafador que en los últimos años había encontrado una ocupación más fácil. Además, eso era coherente con lo que Porky Grout había contado a Bob Teal.

Yo hablé de mí mismo con el tono evasivo que hubiera resultado natural para un delincuente en mi situación; y tuve un par de deslices cuidadosamente planeados para hacerle creer que había tenido alguna relación con la banda de asalto de Jimmy, el Remachador, cuyos integrantes, en su mayor parte, estaban cumpliendo largas condenas en Walla Walla.

Se ofreció a prestarme el dinero necesario para aguantar hasta que pudiera ponerme en marcha de nuevo. Le dije que, más que un poco de calderilla, lo que realmente necesitaba era una oportunidad para ganar pasta en serio otra vez.

Iba pasando la tarde y no llegábamos a ningún sitio.

—Jake —dije, sin darle importancia. O mejor dicho, haciendo ver que no le daba importancia—, anoche corriste un gran riesgo cargándote a ese tipo de esa manera.

Quería agitar un poco el asunto, y lo conseguí.

Puso cara de loco.

Sacó un arma de la chaqueta.

Disparé sin sacar el arma del bolsillo y le arranqué la suya de las manos.

—¡Pórtate bien! —le ordené.

Se sentó y se frotó la mano, entumecida, y se quedó mirando el agujero humeante de mi chaqueta con los ojos como platos.

Parece un gran truco eso de arrancarle el arma a alguien de la mano con un disparo, pero es algo que ocurre de vez en cuando. Un tirador correcto (y eso es exactamente lo que soy yo, ni más ni menos) dispara de manera automática y natural muy cerca del lugar en que ha posado sus ojos. Cuando un hombre saca el arma justo delante de ti, tú le disparas a bulto, no apuntas a ninguna parte concreta de su cuerpo. No hay tiempo para eso; disparas contra él. Sin embargo, lo más probable es que le estés mirando la mano y en ese caso no es tan sorprendente que tu bala golpee la pistola, como ocurrió con la mía. Pero impresiona mucho.

Di unos golpes en torno al agujero de bala de mi chaqueta para apagar el fuego y crucé la sala hasta el lugar en que había caído su revólver para recogerlo. Primero me puse a sacar las balas que le quedaban, pero luego decidí cerrarlo de golpe y guardármelo en el bolsillo. Después regresé a mi silla, frente a él.

—No hay que hacer esas cosas —le dije, en broma—. Siempre se acaba hiriendo a alguien.

Me dedicó una mueca con la boca retorcida.

—Un perro de caza, ¿eh? —dijo, cargando la voz con todo el desprecio que pudo.

Por alguna razón, parece que todos los sinónimos aplicables a un agente de la policía pueden llegar a contener mucho desprecio.

Podía haber intentado soltarle un rollo para recuperar el papel de Wisher. Era una posibilidad, pero dudé que mereciera la pena. Así que confesé con una inclinación de cabeza.

Su mente se puso entonces a trabajar y la pasión abandonó su rostro; se quedó sentado, frotándose la mano derecha, y retorciendo la boquita y los ojos mientras calculaba.

Yo me quedé quieto, a ver en qué resultaban aquellos pensamientos. Sabía que Ledwich estaba intentando averiguar cuál era mi papel en la partida. Como, hasta donde él sabía, yo había intervenido ya la tarde anterior, lo que provocaba mi aparición no era el asesinato de Boyd. Tenía que ser, entonces, por el caso Estep… Salvo que estuviera liado en algún otro asunto oscuro del que yo no tenía conocimiento.

—No eres poli, ¿verdad? —preguntó al fin.

Su voz sonaba ahora casi amistosa, como corresponde a alguien que quiere convencerte de algo, o venderte algo.

Pensé que la verdad no haría daño a nadie.

—No —le dije—. Soy de la Continental.

Desplazó su silla para acercarse un poquito más al cañón de mi automática.

—¿Entonces, qué buscas? ¿Qué es lo que te interesa?

Probé de nuevo con la verdad.

—La segunda esposa de Estep. No mató a su marido.

—¿Estás intentando averiguar lo suficiente para liberarla?

—Sí.

Cuando intentó acercar todavía más la silla le indiqué por señas que se detuviera.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó.

A cada palabra su tono de voz se volvía más bajo y confidencial.

Di una oportunidad más a la verdad.

—Él escribió una carta antes de morir.

—¿Y?

Pero decidí no pasar de ahí.

—Pues eso —dije.

Se recostó en la silla y tanto sus ojos como su boca se empequeñecieron de nuevo mientras pensaba.

—¿Qué interés tienes en el hombre que murió anoche? —preguntó lentamente.

—Es una baza que puedo jugar contra ti —dije, sincero de nuevo—. No tiene un uso directo a beneficio de la segunda señora Estep, quizá, pero tú y la primera esposa formáis un equipo contra ella. En consecuencia, cualquier argumento contra ti, de una u otra manera será bueno para ella. Reconozco que estoy tanteando a ciegas, pero avanzo hacia cualquier punto en el que vea algo de luz y al final acabaré saliendo del túnel. Cargarte el asesinato de Boyd es un punto de luz.

Se echó hacia delante de pronto y abrió tanto como pudo la boca y los ojos.

—Todo saldrá bien —dijo en tono muy suave—, si eres sensato.

—¿Qué se supone que significa eso?

—¿Crees…? —empezó a preguntar, todavía con mucha suavidad—. ¿Crees que puedes acusarme de matar a Boyd? ¿Y qué conseguirás una condena de asesinato?

—Sí.

Pero no estaba tan seguro. En primer lugar, aunque teníamos una certeza moral absoluta, ni Bob Teal ni yo estábamos en condiciones de jurar que el hombre que había entrado en el coche con Ledwich era John Boyd.

Sabíamos que era él, claro, pero el caso es que la oscuridad nos había impedido verle la cara. Y, también por culpa de la oscuridad, habíamos pensado que estaba vivo. Solo más adelante entendimos que al bajar la escalera ya estaba muerto.

Son pequeños detalles, pero la presencia de un detective privado ante un tribunal, si no está absolutamente seguro de todos los detalles, termina por resultar desagradable e ineficaz.

—Sí —repetí, mientras pensaba todo eso—. Y me doy por satisfecho si he de presentarme con lo que ya sé de ti, más lo que consiga averiguar entre ahora y el momento en que tú y tu cómplice os enfrentéis al juicio.

—¿Cómplice? —dijo, no muy sorprendido—. Tiene que ser Edna. Supongo que ya las habéis detenido, ¿no?

—Sí.

Se echó a reír.

—Pasaréis un rato maravilloso intentando sonsacarle algo. En primer lugar, no sabe demasiado, y en segundo… Bueno, supongo que ya lo habrás intentado y habrás descubierto cuánto colabora. Así que no pruebes el viejo truco de hacer ver que ya ha confesado.

—Yo no hago ver nada.

Silencio entre los dos durante unos segundos y luego…

—Te voy a proponer algo —dijo—. Lo tomas o lo dejas. La carta que escribió el doctor Estep antes de morir era para mí y es una prueba fehaciente de que se suicidó. Dame una oportunidad de escaparme, solo una, media hora de ventaja, y te doy mi palabra de honor de que te mandaré esa carta.

—Sé que puedo fiarme de ti —dije con todo el sarcasmo.

—¡Pues entonces me fiaré yo de ti! —respondió—. Te entregaré la carta si me das tu palabra de que me vas a conceder media hora de ventaja.

—¿Para qué? —quise saber—. ¿Por qué no habría de quedarme con los dos? ¿Contigo y con la carta?

—Suponiendo que puedas. ¿Acaso te parezco el clásico mamón que dejaría esa carta donde tú la puedas encontrar? ¿A lo mejor te parece que está aquí, en esta sala?

No me lo parecía, pero tampoco me parecía que por haberla escondido fuera imposible de encontrar.

—No se me ocurre ninguna razón que me obligue a regatear contigo —contesté—. Te tengo pillado y con eso basta.

—Y si te demuestro que tu única posibilidad de librar a la segunda esposa de Estep depende de mi colaboración voluntaria, ¿pactarás conmigo?

—Quizás. En cualquier caso, escucharé tus argumentos.

—De acuerdo —dijo—. Te lo voy a contar todo. Pero muchas de las cosas que te diré no se pueden demostrar ante un tribunal sin mi ayuda. Y si rechazas mi propuesta tendré un montón de pruebas para demostrar al jurado que todo eso es falso, que nunca lo dije y que estás intentando acusarme falsamente.

Esa parte sonaba verosímil. He aparecido como testigo ante jurados de todo el país, desde la ciudad de Washington hasta el estado del mismo nombre, y todavía no he visto uno que no esté ansioso por creer que un detective privado es un especialista en traiciones que anda por ahí con una baraja de cartas marcadas en un bolsillo y un equipamiento completo de falsificador en el otro, y da por perdido el día en que no consigue meter en el trullo a un inocente.