IX

El abogado se levantó de un salto en cuanto la secretaria me hizo pasar. Tenía la cara más delgada y gris que nunca; las arrugas eran más profundas y en torno a los ojos la piel estaba macilenta.

—¡Tiene que hacer algo! —exclamó con voz ronca—. Acabo de llegar del hospital. ¡La señora Estep está al borde de la muerte! Un día más así, dos a lo sumo, y se…

Lo interrumpí con un rápido resumen de los sucesos del día y de lo que yo esperaba, o deseaba, que ocurriera a continuación. Sin embargo, recibió las noticias sin animarse y se puso a sacudir la cabeza, desesperado.

—¿Es que no se da cuenta? —exclamó cuando hube terminado—. ¿Acaso no ve que eso no sirve? Ya sé que con el tiempo encontrará pruebas de su inocencia. No me quejo: ha hecho todo lo que ha podido, y aún más. ¡Pero no sirve de nada! Necesito un… Bueno, quizás un milagro.

»Supongamos que al fin consigue que Ledwich y la primera esposa del doctor Estep confiesen la verdad, o que salga a relucir durante el juicio por el asesinato de Boyd. O incluso que logra llegar al fondo del asunto dentro de tres o cuatro días. ¡Demasiado tarde! Si puedo ir ahora mismo a ver a la señora Estep y decirle que es libre, quizá se recupere y acabe superándolo. Pero un día más de cárcel, o dos, o acaso apenas dos horas más, y ya no hará falta que nadie la libere. ¡Se habrá encargado de ello la muerte! Se lo estoy diciendo, está…

De nuevo abandoné a Vanee Richmond de manera abrupta. El abogado estaba empeñado en calentarme, y a mí me gusta que mis trabajos no sean más que trabajos: las emociones, en horas de oficina, solo son una molestia.