A la mañana siguiente me vestí con camisa y zapatos del ejército, una gorra vieja y gastada y un traje que no llegaba a estar ajado, pero sí suficientemente desastrado para no destacar demasiado al lado de la ropa vieja de John Boyd.
Eran poco más de las nueve cuando Boyd salió del hotel y desayunó en el mismo local grasiento en que había cenado la tarde anterior. Luego se fue a la calle Laguna, escogió una esquina y esperó a Jacob Ledwich.
Esperó mucho rato. Esperó todo el día, porque Ledwich no apareció hasta después del atardecer. Sin embargo, el hombrecillo estaba bien provisto de paciencia. Eso hay que reconocérselo. Se movía con nervio, se apoyaba en un pie, luego en otro, incluso quiso sentarse un rato en el bordillo, pero el caso es que aguantó.
Yo me lo tomé con calma. El apartamento amueblado que había alquilado Bob Teal para vigilar el piso de Ledwich quedaba en la planta baja, en la acera contraria, un poco más allá de la esquina donde esperaba John Boyd. Así que con un solo ojo podíamos vigilarlo a él y el piso al mismo tiempo.
Bob y yo pasamos el día sentados y hablando, turnándonos para vigilar al hombre nervioso de la esquina y la puerta de Ledwich.
La noche había caído ya definitivamente cuando Ledwich salió y echó a andar hacia la parada del tranvía. Salí a la calle y pusimos en marcha de nuevo el desfile: Ledwich delante, Boyd detrás siguiéndolo y nosotros detrás de Boyd.
Media manzana más allá… ¡se me ocurrió una idea!
No soy eso que se llama un pensador brillante. Los éxitos que pueda conseguir suelen ser fruto de la paciencia, la capacidad de trabajo y una constancia no muy imaginativa, acaso ayudados de vez en cuando por un poco de suerte. Pero algún amago de inteligencia sí tengo. Y aquel fue uno de ellos.
Ledwich me llevaba más o menos una manzana; Boyd, la mitad. Aceleré, adelanté a Boyd y me puse a la altura de Ledwich. Luego aligeré el paso para caminar a su lado, aunque desde atrás pareciera que no mostraba ningún interés por él.
—Jake —le dije sin volver la cabeza—, te está siguiendo un tipo.
El grandullón estuvo a punto de estropear mi truquillo deteniéndose por completo, pero se dio cuenta a tiempo y, siguiendo mi ejemplo, no paró de caminar.
—¿Y quién diablos eres tú? —gruñó.
—¡No te hagas el gracioso! —le respondí, sin dejar de mirar y caminar hacia delante—. Nadie me ha dado vela en este entierro. Pero iba por la calle cuando has salido y he visto que ese tipo se escondía detrás de una farola hasta que has pasado y luego se ha puesto a seguirte.
Ahí lo pillé.
—¿Estás seguro?
—¡Seguro! Si quieres comprobarlo solo tienes que doblar la próxima esquina y esperar.
En ese momento yo ya iba dos o tres pasos por delante de él. Doblé la esquina y me detuve con la espalda pegada a un edificio de ladrillo visto. Ledwich adoptó la misma posición a mi lado.
—¿Necesitas ayuda?
Le dediqué una sonrisa que, si mi actuación no era pésima, debía parecer temeraria.
—No.
Su burda boquita tenía un gesto bien feo y los ojos azules parecían duros como guijarros.
Abrí un lado de la chaqueta para que viera el cañón de mi arma.
—¿Te presto la pipa? —ofrecí.
—No.
El hombre intentaba averiguar quién era yo, y no me extraña.
—No te importa que me quede a ver el espectáculo, ¿verdad? —pregunté en tono burlón.
No le dio tiempo a responder. Boyd había acelerado el paso y ya doblaba la esquina a toda prisa, arrugando la nariz como un perro de caza.
Ledwich se plantó en medio de la acera de un modo tan repentino que el hombrecillo chocó con él y soltó un quejido. Se quedaron un momento mirándose y se reconocieron.
Ledwich largó una manaza y agarró al otro por un hombro.
—¿Por qué me estás siguiendo, rata? ¿No te dije que te largaras de Frisco?
—¡Ay, Jake! —suplicó Boyd—. No pretendía nada malo. Pero se me había ocurrido que…
Ledwich lo silenció con una sacudida que le dejó la boca cerrada y luego se volvió hacia mí:
—Es un amigo —dijo, con una mueca burlona.
Sus ojos volvieron a cargarse de suspicacia y dureza mientras recorrían mi estampa de la cabeza a los pies.
—¿Cómo sabes cómo me llamo? —preguntó.
—¿Un tipo famoso como tú? —contesté, con asombro fingido.
—¡Déjate de comedias! —dio un paso amenazador hacia mí—. ¿Cómo sabes cómo me llamo?
—Y a ti qué te importa —respondí bruscamente.
Pareció que mi actitud lo tranquilizaba. La suspicacia abandonó su cara.
—Bueno —dijo, lentamente—. Te debo algo por esta ayuda. ¿Cómo te lo montas?
——No tengo mucha grasa.
En la costa del Pacífico, llamamos grasa a la prosperidad.
Concentró una mirada especulativa en Boyd, y luego en mí.
—¿Conoces el Circle? —me preguntó.
Asentí con un gesto. En el submundo, el antro de Wop Healey se conoce con ese nombre.
—Si me esperas allí mañana por la noche igual te dejo pillar algo.
—¡Nada que ver! —Sacudí la cabeza con énfasis—. Últimamente voy más por la sombra.
De ninguna manera podía citarme con él allí. Wop Healey y la mitad de sus clientes saben que soy un detective. Así que lo único que podía hacer era intentar transmitirle la sensación de que era un maleante que tenía alguna razón para mantenerse alejado de los antros más conocidos por un tiempo. Y al parecer lo conseguí. Se quedó un rato pensando y luego me dio su dirección de la calle Laguna.
—Pásate por ahí mañana a esta hora y tendré algo que proponerte… Si tienes huevos.
—Me lo pensaré —dije, sin comprometerme. Y me di media vuelta como si fuera a arrancar calle abajo.
—¡Un momento! —me llamó. Me volví de nuevo hacia él—. ¿Cómo te llamas?
—Wisher —contesté—. Si te hace falta un nombre de pila, Shine.
—Shine Wisher —repitió—. No recuerdo haberlo oído nunca.
Menuda sorpresa me habría dado en caso contrario: me lo había inventado apenas quince minutos antes.
—Tampoco hace falta que lo digas a gritos —contesté con amargura—, para que el resto de la ciudad sí lo recuerde.
Y ahí lo dejé, en absoluto descontento de mí mismo. Al chivarle la presencia de Boyd lo había dejado en deuda conmigo y lo había impulsado a aceptarme, aunque fuera solo de modo aproximado, como colega maleante. Y al no hacer ningún esfuerzo aparente por obtener su favor, había reforzado mucho más mi mano.
Tenía una cita con él para el día siguiente, en la que se me concedería la oportunidad de «dejarme pillar» —ilegalmente, sin duda— algo.
Cabía la posibilidad de que esa propuesta para mí no tuviera nada que ver con el caso Estep, pero también podía ser lo contrario; y tanto en un caso como en el otro, tenía ya metida una cuña para colarme en los asuntos de Jake Ledwich.
Pasé otra media hora deambulando y luego regresé al apartamento de Bob Teal.
—¿Ha vuelto Ledwich?
—Sí —confirmó Bob—, con el canijo ese. Han entrado hace media hora.
—¡Bien! ¿No has visto entrar a ninguna mujer?
Yo esperaba ver llegar en algún momento a la primera esposa de Estep, pero no fue así. Bob y yo pasamos el rato sentados, hablando y vigilando la puerta de Ledwich, y fueron pasando las horas.
A la una salió Ledwich, solo.
—Lo voy a seguir, a ver si hay suerte —dijo Bob, cogiendo su gorra.
Ledwich desapareció al doblar la esquina y luego pasó Bob tras él.
Cinco minutos después, Bob estaba de nuevo conmigo.
—Está sacando el coche del garaje.
Me planté de un salto en el teléfono y encargué un coche rápido con urgencia.
Bob, que seguía junto a la ventana, avisó.
—¡Ahí va!
Me uní a él justo a tiempo para ver a Ledwich entrar en el vestíbulo de su casa. El coche estaba delante de la puerta. Al cabo de unos pocos minutos, salieron juntos Boyd y Ledwich, que sostenía al hombrecillo con un brazo por la espalda. En la oscuridad no podíamos verles las caras, pero estaba claro que el pequeño estaba sencillamente mareado, borracho o drogado.
Ledwich ayudó a su compañero a sentarse en el coche. El faro rojo trasero se rio de nosotros durante unas cuantas manzanas y luego desapareció. El coche que yo había pedido llegó al cabo de veinte minutos, así que lo devolvimos sin usar.
Poco después de las tres de la mañana, Ledwich, solo, regresó caminando desde el garaje. Había pasado exactamente dos horas fuera.