La cara flaca de Vanee Richmond se iluminó en cuanto le mencioné a Ledwich.
—¡Sí! —exclamó—. Era un amigo, o al menos conocido, del doctor Estep. Me lo presentó una vez. Un tipo alto con una boca particularmente extraña. Una vez fui a visitar al doctor y Ledwich estaba en su consulta. Estep nos presentó.
—¿Qué sabe de él?
—Nada.
—¿Sabe si era íntimo del doctor, o solo un conocido?
—No. Por lo que yo sé podía ser un amigo, un pariente, casi cualquier cosa. El doctor nunca me habló de él y esa tarde, mientras estuve allí, no pasó nada entre ellos. Me limité a dar al doctor una información que me había pedido y me fui. ¿Por qué?
—La primera esposa del doctor Estep, después de complicarse mucho la vida para confirmar que nadie la seguía, se puso en contacto con Ledwich ayer por la tarde. Y según hemos podido averiguar él se dedica a algún tipo de trapicheo.
—¿Y eso qué significaría?
—No estoy seguro de qué significa, pero puedo suponer muchas cosas. Ledwich conocía tanto al doctor como a su primera esposa y, por lo tanto, no es mala idea apostar a que ella supo en todo momento dónde estaba su marido. Y si era así, tampoco está mal apostar a que en todo momento le estuvo sacando dinero. ¿Puede revisar sus cuentas bancarias y ver si hay alguna salida de dinero que no se explique de otro modo?
El abogado sacudió la cabeza para decir que no.
—Sus cuentas están muy mal manejadas, llevadas sin el menor cuidado. Debía de tener muchas dificultades con sus declaraciones de impuestos.
—Vaya. Por volver a mis suposiciones: si la primera esposa supo siempre dónde estaba él y le estaba sacando dinero, ¿por qué vino entonces a verlo? A lo mejor fue porque…
—Creo que en eso le puedo ayudar —me interrumpió Richmond—. Hace dos o tres meses, una afortunada inversión en madera casi dobló la riqueza del doctor Estep.
—¡Entonces fue por eso! Ella se enteró por Ledwich. Exigió, bien fuera a través de Ledwich, o bien por medio de una carta, una porción importante. Más de lo que el doctor estaba dispuesto a conceder. Cuando él se negó, vino a verlo en persona para pedirle el dinero con la amenaza, supongamos, de ponerlo en evidencia de inmediato. Él creyó que iba en serio. Quizá no podía reunir el dinero que ella le pedía o tal vez se cansó de llevar una doble vida. En cualquier caso, concluyó que se había terminado y decidió suicidarse. Es solo una suposición, o una serie de suposiciones, pero a mí me parece razonable.
—A mí también —dijo el abogado—. ¿Y qué va a hacer ahora?
—Todavía los tengo vigilados a los dos. No hay otra manera de pillarlos, de momento. Y he encargado una investigación sobre la mujer en Louisville. Pero, como comprenderá, puede que desenterremos un montón de cosas sobre ellos y cuando terminemos de revisarlas sigamos tan lejos como antes de encontrar la carta que mandó el doctor Estep antes de morir.
»Hay muchas razones para creer que esa mujer destruyó la carta. Hubiera sido lo más inteligente por su parte. Pero si consigo suficiente información sobre ella, aun así, puedo apretarla para que admita que esa carta existió y que hacía alguna referencia al suicidio… Si es que fue así. Y eso libraría a su clienta. ¿Qué tal está hoy? ¿Ha mejorado un poco?
Su rostro delgado perdió toda la animación que había mostrado durante nuestra conversación sobre Ledwich y se ensombreció.
—Anoche se desmoronó por completo y la llevaron al hospital, donde tendría que haber estado desde el principio. A decir verdad, si no la sueltan pronto ya no le servirá de nada nuestra ayuda. He hecho cuanto podía por conseguir que le concedieran la libertad bajo fianza, he usado todos los recursos que conozco, pero no es muy probable que tengamos éxito por ese lado.
»Saber que está presa y acusada de haber matado a su marido la está matando. Ya no es joven y siempre ha padecido desarreglos nerviosos. La mera impresión provocada por la muerte de su marido bastó para dejarla postrada, pero ahora… ¡Tiene que sacarla de ahí! ¡Y rápido!
Caminaba de un lado a otro por su despacho, con la voz quebrada por los sentimientos. Me fui enseguida.