Daban las ocho de la mañana siguiente cuando fui al vestíbulo del Montgomery y escogí un asiento, esta vez a la vista de los ascensores.
A las diez y media la señora Estep salió del hotel, seguida por mí. El hecho de que negara haber recibido una carta de su marido, escrita inmediatamente antes de morir, no encajaba dentro de lo posible, según mi visión. Y un buen lema para el trabajo de un detective es: «Si dudas, síguelo».
Después de desayunar en un restaurante de la calle O’Farrell se dirigió al distrito comercial; durante un rato muy, muy largo —aunque supongo que sería algo más corto de lo que me pareció—, me llevó por las zonas más densamente abarrotadas de los grandes almacenes más poblados que encontró.
No compró nada, pero lo miró todo de manera muy exhaustiva mientras yo deambulaba tras ella, esforzándome por aparentar que solo era un gordito que hacía algún recado para su esposa. Mientras tanto, las mujeres robustas chocaban conmigo, las flacas me clavaban sus huesos y las de cualquier clase me cortaban el paso y me pisoteaban.
Al fin, tras hacerme perder unos cuantos kilos de puro sudor, abandonó el distrito comercial y cortó por Union Square, caminando sin rumbo, como si hubiera salido a dar un paseo.
Sin embargo, tras recorrer tres cuartos de la plaza, se volvió bruscamente y desanduvo sus pasos, mirando con aspereza a cualquiera que se cruzara con ella. Yo estaba en un banco, leyendo una página suelta de un periódico del día anterior, cuando pasó ante mí. Bajó por la calle Post hasta Kearney, deteniéndose cada dos por tres para mirar —o fingir que miraba— los escaparates; mientras tanto, yo caminaba a ratos cerca de ella, a ratos casi a su lado y a ratos delante de ella.
Ella intentaba supervisar a cuantos lo rodeaban, determinar si alguien la seguía o no. Pero allí, en aquella parte tan abarrotada de la ciudad, no vi razón para preocuparme. En una calle con menos gente podría haber sido distinto, aunque no necesariamente.
Para seguir a alguien hay cuatro normas: mantente detrás del perseguido siempre que puedas; nunca intentes esconderte; compórtate con naturalidad, pase lo que pase; y nunca lo mires a los ojos. Si las obedeces, Salvo que se dé alguna circunstancia inusual, seguir a alguien es uno de los trabajos más fáciles de un sabueso.
Al cabo de un rato, convencida ya de que nadie la seguía, la señora Estep regresó hacia la calle Powell y se metió en un taxi en la parada de St. Francis. Yo escogí un turismo de aspecto humilde entre los coches de alquiler disponibles en el lado de Union Square que daba a la calle Geary y salí tras ella.
Nuestra ruta iba por la calle Post hasta Laguna, donde el taxi se pegó de repente a la acera y se detuvo. La mujer bajó, pagó al conductor y subió por la escalera de un bloque de apartamentos. Mi coche también estaba detenido, en punto muerto, una manzana más allá y en la otra acera.
Cuando el taxista dobló la esquina, la señora Estep salió por el portal del bloque de apartamentos, regresó a la acera y echó a andar calle Laguna abajo.
—Adelántela —dije a mi conductor.
Y avanzamos hacia ella. Cuando llegamos a su altura, ella subió por los escalones de acceso a otro edificio y esta vez llamó a un timbre. Aquellos escalones pertenecían a un edificio aparentemente ocupado por cuatro pisos, cada uno con su propia puerta, y el timbre que había apretado correspondía al piso derecho de la segunda planta.
Tapado por las cortinas traseras del coche, mantuve la vista fija en el portal mientras mi conductor buscaba un lugar apropiado para aparcar.
Estuve vigilando aquel vestíbulo hasta las 5.35, cuando al fin salió la mujer, echó a andar hacia el tranvía de la calle Sutter, regresó al Montgomery y se metió en su habitación.
Llamé al Viejo —el director de la sucursal de San Francisco de la Agencia de Detectives Continental— y le pedí que mandara un agente para averiguar quiénes eran los ocupantes de aquel piso de la calle Laguna.
Esa noche la señora Estep cenó en el hotel y luego salió a ver un espectáculo y no mostró ningún interés por averiguar si la seguía alguien. Volvió a su habitación poco después de las once y yo me fui a dormir.