Pasé las dos horas siguientes interrogando a los sirvientes de los Estep, sin grandes progresos. Ninguno de ellos había estado cerca de la parte delantera de la casa en el momento del disparo, ni había visto a la señora Estep justo antes de la muerte del marido.
Tras mucho acechar localicé a Lucy Coe, la enfermera, en un apartamento de la calle Vallejo. Era una mujer bajita, enérgica y formal, de unos treinta años. Repitió la versión que me había contado Vanee Richmond y no tuvo nada que añadir.
Eso dejaba cerrado el caso por el lado de los Estep. Me dirigí al hotel Monterrey, convencido de que mi única esperanza de éxito —si no se daba un milagro, cosa que no suele suceder— radicaba en encontrar la carta que, según creía, el doctor Estep había enviado a su primera esposa.
Mi enchufe en la dirección del hotel Montgomery era bastante bueno; tanto que me permitía conseguir lo que quisiera, siempre que no fuera demasiado en contra de la ley. Así que nada más llegar me fui a buscar a Stacey, uno de los ayudantes de dirección.
—Esa tal señora Estep que se aloja aquí… —pregunté—. ¿Qué sabes de ella?
—Yo no sé nada, pero espérate unos minutillos y veré qué puedo averiguar.
El ayudante de dirección desapareció unos diez minutos.
—Parece que nadie sabe mucho de ella —me dijo al volver—. He preguntado a telefonistas, botones, criadas, oficinistas, y al detective del hotel; nadie tenía mucho que decir.
»Vino de Louisville el día dos. Nunca se había alojado aquí y parece que no está familiarizada con la ciudad: hace muchas preguntas sobre cómo moverse por ahí. Las chicas del correo no recuerdan haberle dado ninguna carta, ni las telefonistas han registrado que haya recibido llamadas.
»Mantiene horarios normales, suele salir hacia las diez de la mañana, o más tarde, y vuelve antes de la medianoche. No parece que tenga amigos, ni visitantes.
—¿Puedes hacer que vigilen su correo e informarme de los remites y matasellos de las cartas que reciba?
—Claro.
—¿Y pedir a las telefonistas que peguen un poco el oído cuando hable por teléfono?
—Sí.
—¿Está ahora en su habitación?
—No, ha salido hace un rato.
—De acuerdo. Me gustaría subir a echar un vistazo a sus cosas.
Stacey me dirigió una brusca mirada y carraspeó.
—Tan… Eh…, ¿tan importante es? Yo quiero ayudar tanto como pueda, pero…
—Es tan importante —le aseguré—, que la vida de otra mujer depende de lo que yo consiga averiguar sobre esta.
En su habitación había dos maletas y un baúl. Estaban abiertos, pero no contenían nada importante, ninguna carta… Nada. Había tan poca cosa, de hecho, que casi me convencí de que ella contaba con que alguien registraría sus cosas.
De nuevo en el vestíbulo, me planté en un sillón cómodo a la vista del tablón de las llaves y me quedé esperando para ver a la primera señora Estep.
Esa noche llegó a las once y cuarto. Una mujer grande, de unos cuarenta y cinco o cincuenta, bien vestida y con aires de seguridad en sí misma. La cara era un poco dura en torno a la boca y la barbilla, pero no llegaba a ser fea. Una mujer con pinta de eficaz: alguien capaz de conseguir lo que se propusiera.