—Lo único que sé de la muerte del doctor Estep —dije— es lo que ha salido en los periódicos.
Una expresión de repugnancia se asomó al rostro flaco y gris de Vanee Richmond.
—Los periódicos no son siempre rigurosos, ni exactos. Te daré los puntos destacados tal como los conozco yo; aunque supongo que querrás ir a verlo tú mismo y obtener información de primera mano.
Asentí con una inclinación de cabeza y el abogado siguió hablando, dando forma exacta a cada palabra con sus labios finos antes de otorgarle sonido.
—El doctor Estep llegó a San Francisco en el 98, o en el 99. Era un joven de veinticinco años, acababa de obtener su licencia. Abrió aquí su consulta y, como probablemente sabrás, en esa época se convirtió en un excelente cirujano. Se casó dos o tres años después de llegar aquí. No tuvieron hijos. Da la sensación de que él y su mujer obtuvieron juntos un poco más de felicidad que la media.
»Nada se sabe de su vida antes de venir a San Francisco. A su esposa le contó brevemente que había nacido en Parkersburg, en Virginia Occidental, pero que su vida allí había sido tan desagradable que estaba intentando olvidarla y por eso no le gustaba hablar de ella, o pensar siquiera en ella. Que lo tuviera en cuenta.
»Hace dos semanas, el tercer día del mes, una tarde se presentó una mujer en su consulta, sita en la calle Pine. Lucy Coe, enfermera y ayudante del doctor Estep, hizo pasar a la mujer a la consulta y luego regresó a su mesa, en la recepción.
»No oyó nada de cuanto dijo el doctor a esa mujer, pero pese a la puerta cerrada sí oía de vez en cuando la voz de ella, una voz aguda, angustiada y, al parecer, suplicante. La mayoría de sus palabras se le escaparon, pero entendió una frase coherente: “¡Por favor! ¡Por favor!”, la oyó lloriquear. “¡No me denuncie! ¡No me denuncie!”. La mujer pasó unos quince minutos con el doctor y luego se fue sollozando y limpiándose las lágrimas con un pañuelo. El doctor Estep no dijo nada sobre aquella visita a su enfermera, ni a su esposa, que solo se enteró de la misma cuando él ya había muerto.
»Al día siguiente, hacia el atardecer, cuando la enfermera ya se ponía el sombrero y el abrigo, dispuesta a irse a casa, el doctor Estep salió de su consulta con el sombrero puesto y una carta en la mano. La enfermera vio que estaba pálido, “tan blanco como mi bata”, dice, y caminaba con los cuidados propios de quien se esfuerza por no tambalearse.
»Le preguntó si se encontraba mal. “Ah, no es nada”, le dijo él. “En unos minutos me encontraré bien”. Luego se fue. La enfermera salió del edificio detrás de él y le vio tirar aquella carta en el buzón de la esquina, tras lo cual regresó hacia la casa.
»La señora Estep, al bajar la escalera unos diez minutos después, no podía ser más tarde, oyó, justo cuando llegaba a la planta baja, el sonido de un disparo que procedía de la consulta de su marido. Corrió hacia allí sin ver a nadie por el camino. Su marido estaba junto al escritorio, balanceándose con un agujero en la sien derecha y un revólver humeante en la mano. Justo cuando llegaba a su lado y lo rodeaba con sus brazos, él se desplomó sobre la mesa: muerto.
—¿Hay alguien más, algún sirviente, por ejemplo, en condiciones de afirmar que la señora Estep no entró en la consulta hasta después del disparo? —pregunté.
El abogado sacudió la cabeza con brusquedad.
—¡No, maldita sea! ¡Ese es el problema!
Su voz, después de aquel estallido de sentimientos, recuperó el tono equilibrado e incisivo, y el abogado siguió con su relato:
—Al día siguiente los periódicos daban la noticia de la muerte del doctor Estep y a última hora de la mañana la mujer que lo había visitado el día anterior se presentó en la casa. Es la primera esposa del doctor. O sea, legalmente… ¡su única esposa! Al parecer no hay razón, absolutamente ninguna razón, para ponerlo en duda, por mucho que me gustaría. Se casaron en Filadelfia en el 96. Tiene una copia certificada del registro del matrimonio. He hecho investigar el asunto en Filadelfia y es un hecho cierto que el doctor Estep y esta mujer, que de soltera se llamaba Edna Fife, estuvieron casados de verdad.
»Dice que Estep, después de vivir dos años con ella en Filadelfia, la abandonó. Eso sería en el 98, justo antes de venir a San Francisco. Tiene pruebas suficientes de su identidad, de ser efectivamente la Edna Fife que se casó con él; y mis agentes en el este encontraron pruebas fehacientes de que Estep pasó dos años de práctica profesional en Filadelfia.
»Además hay otro punto. Te he dicho que Estep afirmaba que había nacido y se había criado en Parkersburg. Lo he hecho investigar y no he encontrado ninguna prueba de que viviera allí; en cambio, muchas demuestran que nunca vivió en la dirección que dio a su esposa. En consecuencia, solo nos queda creer que sus comentarios sobre la infelicidad de su vida previa eran una treta para evitar preguntas embarazosas.
—¿Ha hecho alguna pesquisa con la intención de comprobar si el doctor y su primera esposa estaban divorciados? —pregunté.
—Tengo alguien que se ocupa de eso ahora mismo, pero no albergo ninguna esperanza de descubrir que era así. Sería demasiado vulgar. Para continuar con mi historia: esa mujer, la primera señora Estep, dijo que acababa de enterarse del paradero de su marido y que había acudido a verlo con la esperanza de lograr una reconciliación. Cuando lo fue a visitar, el día antes de su muerte, él le pidió algo de tiempo para decidir qué debía hacer. Le prometió que le comunicaría su decisión al cabo de dos días. Mi opinión, después de hablar varias veces con la mujer, es que ella averiguó que él había acumulado algo de dinero y tenía más interés por conseguir ese dinero que por conseguirlo a él. Aunque eso, claro, tampoco nos lleva a ninguna parte.
»Al principio las autoridades aceptaron la explicación natural de la muerte del doctor: suicidio. Sin embargo, tras la aparición de la primera esposa detuvieron a la segunda, mi clienta, y la acusaron de asesinato.
»La teoría de la policía es que tras la visita de su primera esposa el doctor Estep contó toda la historia a la segunda; y que esta, tras rumiar con melancolía la idea de que él la había engañado, de que al fin y al cabo ya ni siquiera era su esposa, al final tuvo un ataque de rabia, se presentó en la consulta justo después de que la enfermera terminara su jornada de trabajo y le disparó con el revólver que, como ella bien sabía, el doctor guardaba siempre en su escritorio.
»Por supuesto, ignoro qué pruebas tiene la fiscalía, pero por lo que contaron los periódicos doy por hecho que la acusación se basará en las huellas dactilares del revólver que lo mató; un tintero volcado en el escritorio, unas manchas de tinta en el vestido que llevaba ella; y una huella rosácea de la mano de la esposa en un periódico arrugado encima del escritorio.
»Por desgracia, aunque es perfectamente natural, una de las primeras cosas que hizo la mujer fue quitarle el revólver de la mano a su marido. Eso explica que tuviera sus huellas. Él cayó, tal como le he contado, justo cuando ella lo rodeaba con sus brazos y, aunque la mujer no recuerda ese punto con total claridad, es probable que al desplomarse sobre la mesa tirase también de ella. Eso explicaría el tintero volcado, el periódico arrugado y las manchas de tinta. Pero la fiscalía intentará persuadir al jurado de que todo eso ocurrió antes del disparo; de que son pruebas de un forcejeo previo.
—No está mal —opiné.
—O está fatal, según cómo se mire. ¡Y es el peor momento posible para un caso así! Durante los últimos meses se han presentado al menos cinco casos de asesinatos de hombres a manos de sus esposas, con mucha publicidad, supuestamente porque las habían engañado, o traicionado, o las dos cosas.
»Ninguna de esas cinco mujeres fue condenada. En consecuencia, tenemos a la prensa, la opinión pública y hasta puede que los púlpitos, pidiendo a gritos una aplicación más estricta de la justicia. Los periódicos se manifiestan contra la señora Estep con tanta fuerza como les permite su miedo a una demanda por calumnias. Los clubes de señoras están en contra de ella. Todo el mundo pide a gritos una condena ejemplar.
»Y encima, como si eso no bastara, el fiscal ha perdido sus dos últimos casos y esta vez va en busca de sangre… No falta mucho para las elecciones.
La voz tranquila, incluso precisa, había desaparecido ya. En su lugar había una elocuencia apasionada.
—No sé qué pensará usted —se lamentó Richmond—. Es detective. Para usted se trata de una vieja historia. Estará más o menos encallecido, supongo, y escéptico en general acerca de cualquier inocencia. Pero yo sé que la señora Estep no mató a su marido. ¡No lo digo porque sea mi clienta! Yo era el abogado del doctor Estep, y su amigo, y si creyera que su esposa es culpable haría cuanto estuviera en mis manos por contribuir a su condena. Pero si algo sé es que ella no lo mató, es imposible que lo hiciera.
»Es inocente. Pero también sé que si acudo al juicio solo con los argumentos que tengo ahora la condenarán. Ha habido demasiada indulgencia con las asesinas, según el sentimiento público. El péndulo se inclinará hacia el otro lado; si consideran culpable a la señora Estep, le caerá la máxima condena. ¡Lo dejo todo en sus manos! ¿Puede salvarla?
—Nuestro objetivo principal es la carta que él echó al correo justo antes de morir —dije, haciendo caso omiso de cuanto careciera de relación estricta con los hechos—. Cuando un hombre escribe y manda una carta y luego se pega un tiro es sensato apostar a que la carta no puede carecer por completo de relación con el suicidio. ¿Le ha pedido esa carta a su primera esposa?
—Lo he hecho y ella niega haberla recibido.
—Eso no está bien. Si fue su visita lo que impulsó al doctor a suicidarse, según todas las reglas aplicables al caso lo normal sería que la carta hubiese sido para ella. Podía escribir una carta a su segunda esposa, pero sería más raro que la mandara por correo. ¿Puede ser que tuviera alguna razón para mentir al respecto?
—Sí —contestó lentamente el abogado—. Creo que sí. El testamento lo deja todo a la segunda esposa. A la primera, por ser la única casada legalmente, no le costará nada impugnar ese testamento, por supuesto; pero si se demuestra que la segunda no tenía conocimiento de la existencia de la primera, que realmente estaba convencida de ser la esposa legal del señor Estep, entonces creo que recibiría al menos una parte de la herencia. Creo que en esas circunstancias ningún tribunal la dejaría sin nada. En cambio, si la consideran culpable de haber matado al señor Estep la tratarán sin ninguna consideración y la primera esposa se llevará hasta el último centavo.
—¿Él deja una cantidad de dinero cuya mitad justifique, por así decirlo, enviar a una persona inocente a la horca?
—Ha dejado más o menos medio millón, en números redondos. Doscientos cincuenta mil dólares no son un mal incentivo.
—¿Le parece que sería suficiente para la primera esposa, a juzgar por lo que usted la ha tratado?
—Sinceramente, creo que sí. No me dio la impresión de ser una persona cuyos actos se guiaran por grandes escrúpulos.
—¿Dónde vive esa primera esposa? —pregunté.
—Ahora se hospeda en el hotel Monterrey. Vive en Louisville, creo. De todos modos, dudo que saque nada de hablar con ella. Ha contratado a Somerset, Somerset y Quill para representarla, un bufete muy respetable, por cierto, y lo derivará hacia ellos. Y ellos no le dirán nada. Pero si hay algo deshonesto en sus asuntos, algo así como que esconde la carta del doctor Estep, estoy seguro de que en Somerset, Somerset y Quill no saben nada.
—¿Puedo hablar con la segunda esposa, su clienta?
—De momento, me temo que no. Aunque tal vez pueda dentro de uno o dos días. En este momento está al borde del colapso. Siempre ha sido delicada y la impresión de la muerte de su marido, seguida por su propia detención y su encarcelamiento, han sido demasiado para ella. Está en la cárcel municipal, retenida sin derecho a fianza. He intentado incluso transferirla al ala de presos del hospital municipal; pero parece que las autoridades consideran que su malestar es solo una estratagema. Estoy preocupado por ella. La verdad es que está en una situación crítica.
Como su voz perdía de nuevo la calma, recogí mi sombrero, dije algo acerca de poner manos a la obra y salí. No me gusta la elocuencia; si no tiene la eficacia suficiente para desgarrar la piel, es agotadora; y si la tiene, te nubla el pensamiento.