EL HOMBRE QUE TEMÍA LAS ARMAS DE FUEGO

Cuando se abrió la puerta de su cabaña y apareció Rip Yust, Owen Sack se volvió desde los fogones y, con la mano que no sostenía la cafetera, señaló en un ademán hospitalario hacia la mesa, donde humeaba un plato de comida dispuesto ante una silla.

—¡Hola, Rip! Siéntate y come, que aún está caliente. No me cuesta ni un minuto preparar otro plato para mí.

Así era Owen Sack, un hombre bajo, de cuerpo enjuto y compacto, con unos ojos redondos de un azul de porcelana y unas mejillas redondas y rojizas, superada ya la barrera de los cincuenta, aunque solo se notaba en los claros de su cabello pajizo, un hombrecillo tranquilo cuyo afán por mostrarse amistoso sugería, a veces, un punto de timidez.

Rip Yust avanzó hasta la mesa, pero no prestó atención a la comida. Al contrario, plantó dos grandes puños en su superficie, descargó en ellos todo su peso y miró a Owen Sack con el ceño fruncido. El tal Rip Yust tenía un cuerpo como un tonel, los hombros caídos, las extremidades gruesas, y se comportaba con una hosquedad más bien flemática. Sin embargo, en aquel momento, sus burdos rasgos estaban retorcidos de puro refunfuño.

—Esta mañana han pillado a Lucky —dijo al cabo de un rato.

No era la voz de alguien que viene a dar una noticia. Sonaba como una acusación.

—¿Quién lo ha pillado?

Pero los ojos de Owen Sack rehuyeron los de su interlocutor mientras hacía la pregunta, y además se puso a humedecerse los labios en un gesto nervioso. Sabía quién había atrapado al hermano de Rip.

—¿Quién dirías tú? —preguntó este con mucha mofa—. ¡La poli de la ley seca! ¡Ya lo sabes!

El bajito dio un respingo.

—¡Ay, Rip! ¿Cómo quieres que lo sepa? No he ido a la ciudad en toda la semana y ya nunca pasa nadie por aquí.

—Sí, ya me preguntaba yo cómo podrías saberlo.

Yust anduvo en torno a la mesa para llegar a donde lo esperaba Owen Sack —con su cara redonda llena de pequeños glóbulos brillantes de humedad—, lo agarró por la tela holgada de la camisa a la altura del pecho y lo alzó en volandas. Sacudió dos veces su cuerpo canijo —lo hizo con una falta de vehemencia que resultaba más contundente que cualquier nivel de violencia— y lo volvió a dejar plantado sobre los pies.

—Tú sabías dónde estaba nuestro escondrijo —lo acusó, sujetándolo todavía por la tela sobrante de la camisa con su musculosa mano— y eres el único que lo sabía y no estaba dentro con nosotros. La poli ha aparecido allí esta mañana y ha pillado a Lucky. ¿Quién les había dicho dónde estaba? ¡Has sido tú, rata!

—¡Yo no he sido, Rip! ¡Yo no! ¡Te lo juro por…!

Yust cortó los quejidos del pequeñajo tapándole la boca con su amplia manaza.

—Quizá no fueras tú. A decir verdad, todavía no estoy seguro del todo de que hayas sido tú; si no, no estaría hablando contigo. —Abrió un lado de su chaqueta, revelando durante medio sugerente segundo el cañón marrón de un revólver que asomaba por la pistolera de la axila—. Aunque parece que no ha podido ser nadie más. Pero como no pretendo hacer daño a alguien que no me lo haya hecho antes a mí, estoy echando un vistazo para poderme asegurar. Y si confirmo que has sido tú…

Cerró la mandíbula de golpe con un chasquido. La mano derecha hizo una finta, como si acudiera veloz hacia la axila izquierda. Sacudió la cabeza para negar con lento énfasis y luego abandonó la cabaña.

Owen Sack se quedó un rato sin moverse. Permaneció rígidamente quieto, con sus yermos ojos azules fijos en la puerta por la que acababa de desaparecer el visitante; de pronto, parecía más viejo. En su cara se veían arrugas que antes no estaban allí; su cuerpo, pese a toda esa rigidez, parecía más frágil.

Al poco, sacudió los hombros con brusquedad y se volvió hacia los fogones con aspecto de haber superado ya el incidente; sin embargo, de inmediato cedió su cuerpo, exánime. Llegó hasta la silla, se desplomó en ella y apartó un poco la comida, que ya se enfriaba, para descansar la cabeza en los antebrazos.

Entonces empezó a estremecerse y le entró un temblor en las rodillas, igual que le había ocurrido antaño cuando ayudó a llevar a Cardwell a su casa. Cardwell, según la voz del pueblo, había hablado demasiado acerca de cierto tráfico por el río Kootenai. Una mañana lo habían encontrado en un matorral, más abajo de Dime, con un agujero en la nuca, por el que había entrado una bala, y otro más grande por delante para la salida. Nadie podía decir quién lo había hecho, pero la voz del pueblo había hecho algunas pesquisas en Dime y se había asegurado de que sus indagaciones no llegaran a oídos de los hermanos Yust.

De no haber sido por Cardwell, Owen sabía que podía haber convencido a Rip Yust de su inocencia. Pero cada vez que veía a uno de los Yust volvía a ver el cadáver; y esa tarde, al entrar Rip en su cabaña para lanzarle aquel acusador «esta mañana han pillado a Lucky» desde el otro lado de la mesa, la mente de Owen Sack estaba tan llena de Cardwell que no le cabía nada más; la llenaba de un miedo que le había impulsado a hablar y actuar como si, efectivamente, él hubiera guiado a las fuerzas de la ley seca hasta el escondrijo de los Yust. Y en consecuencia, Rip se había ido más que medio convencido de que sus sospechas eran acertadas.

Owen sabía que Rip Yust era un hombre justo, en la medida en que se lo permitía su inteligencia. No iba a hacer nada hasta que estuviera seguro de haber acertado. Y entonces golpearía sin aviso previo y sin piedad.

El código de los Rip Yust del mundo proclamaba el ojo por ojo, y un enemigo era alguien a quien eliminar sin escrúpulos. Y el hecho de que Yust no fuera a golpear hasta que se convenciera de que había acertado representaba un consuelo menor para Owen Sack.

Yust no poseía la mente más preclara; no estaba equipado, pese a toda su paciencia y determinación, para separar de manera certera lo verdadero y lo falso. Muchas cosas que, examinadas del modo adecuado, serían insignificantes, para él podían convertirse en prueba irrefutable de la culpabilidad de Owen Sack; sobre todo ahora que este, llevado por el miedo, se había comportado como el mejor testigo contra su propia causa.

Alguna mañana aparecería el cuerpo de Owen Sack igual que apareció en su día el de Cardwell. A lo mejor las sospechas contra Cardwell también habían sido injustas.

Owen Sack se sentó con la espalda recta, los hombros igualados y la boca tensa en un último intento, no muy entusiasta, de recuperar la compostura. Hundió los puños en las sienes y durante un momento fingió esforzarse por tomar una decisión, por establecer un itinerario para sus acciones siguientes. Pero en el fondo sabía en todo momento que se estaba mintiendo. Iba a huir otra vez. Siempre huía. El momento de ponerse firme ya se le había escapado.

Treinta años antes podía haberlo hecho.

Aquella vez en un tugurio del Marsh Market Space, en Baltimore, cuando en plena disputa sobre la manera de leer un dado se había encontrado frente a una pistola grande como un bulldog en manos de un marinero cockney. La mano del cockney había temblado; estaban muy juntos; el cockney estaba tan asustado como él. Un ataque, un golpe, era pan comido. Sin embargo, tras un instante de duda, se había rendido; había dejado que el cockney lo echara no solo de la partida, sino incluso de la ciudad.

El miedo a las balas había sido superior a él. No era un cobarde (entonces, no); en aquella época no le parecían especialmente aterradores los cuchillos que tanto miedo provocaban a otros hombres. Viajaban a una velocidad que se podía discernir y calcular; podías verlos venir, juzgar su velocidad, bloquearlos, esquivarlos; escabullirte de algún modo para que la herida fuera superficial. Y aun si te acertaba y el tajo era hondo, el filo se deslizaba con facilidad por la carne y separaba los tejidos de manera limpia y clara.

En cambio una bala, una bola metálica, caliente por la acción de los gases que la impulsaban, avanzando hacia ti en un trazado de giros invisibles —nadie podía decir a qué velocidad—, y no con la voluntad de abrirse camino gracias a su bien afilado perfil, sino de crear a martillazos una carretera con su punta roma, atravesando para ello cuanto se interpusiera en su camino. ¡Una masa de plomo caliente que cava un túnel irresistible entre carne y tendones, que hace astillas los huesos! A eso no podía enfrentarse.

Por eso había huido de la ciudad de Maryland para evitar la posibilidad de volverse a encontrar con el marino cockney y su pistola bulldog.

Y solo había sido la primera vez.

Allá donde fuera, antes o después iba a encontrarse mirando el cañón de un arma amenazadora. Era como si su miedo atrajese aquello que lo provocaba. Un perro, le habían dicho en su infancia, te mordía si pensaba que le tenías miedo. Con las armas de fuego la cosa había empezado igual.

Cada vez que se repetía lo dejaba en una situación peor que la anterior, hasta que, ahora, la mera visión de la amenaza de un arma de fuego lo paralizaba; incluso le bastaba con pensar en ello para que el terror le nublara la mente.

En aquella época solo se comportaba como un cobarde ante la presencia de un arma de fuego. Pero había huido demasiadas veces y aquel miedo, al aumentar, se había extendido como las células de un crecimiento canceroso hasta que, poco a poco, había pasado de ser un hombre de razonable coraje a carecer de él por completo, dominado por miedos que incluían casi todas las formas de violencia física.

Sin embargo, al principio, su miedo no había sido tan grande como para no poder enfrentarse a él. Aquella vez, en Baltimore, podía haberlo superado. Hubiera requerido un esfuerzo enorme, pero lo habría superado. También lo podría haber conseguido la vez siguiente, en Nueva Gales del Sur y, en cambio, se había ido a Bourke en un galope enloquecido, cruzando un prado de ciento cincuenta kilómetros para alejarse del arma que sostenía en su mano un jinete pendenciero de la frontera: una huida desesperada por un camino en el que las rodadas sobresalían perversamente del suelo como si fueran traviesas del tren, mientras los conejos y las ardillas salían disparados tras los escasos mechones de hierba blanquecina que moteaban el camino.

Tampoco hubiera sido demasiado tarde tres meses después, al norte de Queensland. Pero había vuelto a huir. Se había ido a toda prisa hacia Cairns y el barco de Cooktown, alejándose en esta ocasión de la amenaza de un revólver herrumbroso en la mano gigantesca y oscura de un negro a cuyo lado había sostenido grandes esfuerzos, con las piernas hundidas hasta el muslo en las aguas calcáreas del río blanco de los campos plateados de Muldiva.

Después de eso, en cualquier caso, ya era irrecuperable. Ningún esfuerzo le habría valido ya para conquistar el miedo. Estaba derrotado y lo sabía. Desde entonces, había huido sin sentir siquiera una vergüenza decente por su cobardía y había empezado a huir también ante otras cosas que ya no eran armas de fuego.

Por ejemplo, había permitido que un mestizo garimpeiro celoso lo echara de Morro Velho y le obligara a abandonar su trabajo con la compañía minera británica Sao Joáo de Rey, renunciando también a Tita. La boca roja de Tita había pasado de la sonrisa atractiva a la burla, pero ni la una ni la otra habían tenido la fuerza suficiente para impedir que Owen Sack se retirase ante el atisbo de una navaja en manos de un hombre al que podía haber hecho pedazos por mucha arma que exhibiera. De las explotaciones petrolíferas de la Bakersfield lo echaron los puños pelados de un aparejador canijo. Y ahora, de aquí…

En cierta medida, las otras veces no habían sido tan graves como aquella. Era más joven y siempre había encontrado otro lugar que lo atrajera; daba lo mismo un sitio que otro. En cambio, esta vez era distinto.

Ya no era joven y había decidido instalarse definitivamente en las montañas Cabinet. Había llegado a ver aquella cabaña como su casa. Ahora solo quería dos cosas: ganarse la vida y estar tranquilo. Y hasta entonces había encontrado ambas cosas allí. En el año 1923 todavía se podía sacar con el cedazo suficiente polvo del río Kootenai para ganarse la vida: bien ganada. No se iba a hacer rico, sin duda, pero tampoco pretendía serlo; solo quería un hogar tranquilo y allí lo había tenido durante seis meses.

Y entonces había tropezado con el escondrijo de los Yust. Siempre había sabido, como lo sabía todo Dime, que el río Kootenai —en el serpenteo que le permitía bajar desde British Columbia para expandir gran parte de sus seiscientas millas en Montana y Idaho, antes de regresar a su provincia natal, donde se unía con el gran Columbia— era como una carretera móvil por la que llegaba mucho alcohol que luego se traspasaba a Spokane, no muy lejos de allí. Eso era de dominio público y quien menos interés tenía por obtener un conocimiento más particular del tráfico que se producía en el río era precisamente Owen Sack.

Y entonces, ¿por qué le había procurado la suerte aquella metedura de pata que lo había llevado al lugar en que se escondía el alcohol en espera del traslado por tierra? ¿Y en un momento en que los Yust estaban allí para presenciar su descubrimiento? Y apenas una semana después, como si no bastara con eso, los oficiales de vigilancia de la ley seca montaban una redada contra aquel escondrijo.

Ahora los Yust sospechaban que él los había delatado; era tan solo cuestión de tiempo que sus estúpidos cerebros se dieran por convencidos. Y entonces, atacarían…, con armas de fuego. Un perdigón metálico atravesaría los tejidos de Owen Sack como antaño lo hiciera otro con los de Cardwell.

Se puso en pie y empezó a empaquetar las propiedades que pensaba llevarse… ¿Adónde? No importaba. Daba lo mismo un sitio que otro: un lugar de paz y comodidad hasta que cualquier amenaza lo obligara a buscarse otro. Baltimore, Nueva Gales del Sur, el norte de Queensland, Brasil, California, allí… ¡Llevaba así treinta años! Ya era viejo y tenía las piernas demasiado rígidas para echar a correr, pero la huida formaba ya parte integral de su vida.

Preparó el petate casi sin aliento, con los dedos entorpecidos por la prisa.

El crepúsculo se cerraba ya sobre el valle del Kootenai cuando Owen Sack, vencido por el peso del hato que llevaba al hombro, avanzó a trompicones por el puente hacia Dime. Había permanecido en su cabaña hasta el último instante para llegar a la diligencia que había de llevarlo hasta el ferrocarril justo antes de que esta saliera, evitando así las despedidas, o cualquier encuentro embarazoso. Ahora iba con prisas.

Sin embargo, una vez más, la suerte no se puso de su lado.

Al doblar la esquina del hotel New Dime hacia la terminal de la diligencia —dos puertas más allá del salón de billares y refrescos regentado por Henny Upshaw— vio que Rip Yust bajaba por la calle hacia él. Pudo apreciar que Yust tenía la cara inflada y sonrojada, y que se balanceaba al andar: estaba borracho.

Owen Sack se detuvo en medio de la acera y de inmediato se dio cuenta de que era justo lo que no debía hacer. Lo único seguro —si es que todavía era posible alguna clase de seguridad— era seguir avanzando como si no ocurriese nada extraordinario.

Cruzó la calle hacia la otra acera, maldiciéndose por haber demostrado tan a las claras su deseo de evitar el encuentro, pero incapaz de impedir que sus piernas se afanaran por la calzada polvorienta. Pensó que tal vez los ojos de Rip Yust, nublados por el whisky, no acertarían a verlo corretear hacia la parada de la diligencia, con el hato a la espalda. Sin embargo, incluso mientras le nacía esa esperanza, entendió que era vana y pueril.

Rip Yust sí que lo vio y se acercó al bordillo para bramar:

—¡Eh, tú! ¿Adónde vas?

Owen Sack se quedó inmóvil, como una estatua asustada. El temor le congeló la mente: el temor y el recuerdo de Cardwell.

Yust le dedicó una sonrisa estúpida desde la otra acera y repitió:

—¿Adónde vas?

Owen Sack intentó responder, decir algo —parecía que su seguridad dependía de las palabras— pero, aunque sí consiguió emitir un sonido, fue inarticulado y suponiendo que hubiese llegado tres metros más allá de la garganta de aquel hombre pequeño no habría transmitido nada a quien lo oyera.

Yust soltó una carcajada atronadora. Parecía de muy buen humor.

—Venga, recuerda lo que te he dicho esta tarde —rugió, agitando en el aire un grueso índice en dirección a Owen Sack—. Si descubro que has sido tú…

El grueso índice se echó hacia atrás para dar un golpecito en el lado izquierdo de la pechera de la chaqueta.

Owen Sack soltó un grito por lo repentino del gesto: un grito fino y agudo de terror que a la mente borracha del grandullón se le antojó divertido.

Volvió a salir de su garganta una risa atronadora y el arma apareció en su mano. La detención de su hermano y el papel que, supuestamente, había tenido Owen Sack en la misma quedaban olvidados de momento, sustituidos por el deleite que le provocaba el ridículo pavor de aquel hombre.

Al ver la pistola, la última traza de cordura de Owen Sack desapareció. El terror se apoderó de él a toda prisa. Quiso suplicar, pero su boca era incapaz de dar forma a las palabras. Intentó alzar las dos manos por encima de la cabeza, en la postura universal de sumisión, la misma postura que tantas veces lo había salvado. Pero la cinta de la que colgaba el hato le entorpecía los movimientos. Quiso soltarse la cinta, deshacerse del hato.

Para los ojos y la mente de aquel hombre, embarullados por el alcohol, la mano derecha de Owen Sack pretendía meterse por debajo del lado izquierdo del abrigo. Rip Yust solo pudo interpretar un significado de aquel gesto: el hombrecillo intentaba sacar su arma.

¡El arma de Yust escupió fuego!

Owen Sack soltó un sollozo. Algo le acababa de golpear con fuerza en un costado. Cayó al suelo y se quedó sentado en el bordillo, con los ojos bien abiertos, perplejos, fijos en el arma que humeaba al otro lado de la calle.

Notó que alguien se agachaba a su lado. Era Henny Upshaw, pues se había desplomado delante de su negocio. Los ojos de Owen Sack regresaron al hombre de la otra acera que, ahora más sobrio, con rostro granítico, esperaba acontecimientos sin soltar el arma.

Owen Sack no sabía si levantarse, quedarse quieto o tumbarse del todo. Upshaw le había dado un empujón para salvarlo de la primera bala, pero… ¿Y si el grandullón volvía a disparar?

—¿Dónde te ha dado? —le preguntaba Upshaw.

—¿Cómo dice?

—Quédate tranquilo —le aconsejó Upshaw—. No te pasará nada. Voy a buscar a uno de esos chicos para que me ayuden a levantarte.

Los dedos de Owen Sack se aferraron a una manga de Upshaw.

—¿Qué…? ¿Qué ha pasado?

—Rip te ha disparado, pero no te va a pasar nada. Quédate tumbado…

Owen Sack soltó la manga de Upshaw y se tanteó el cuerpo, explorando con las manos. Una de ellas, al abandonar el costado derecho, quedó roja y pegajosa; todo aquel lado, en el que había sentido el golpe que lo había derribado, estaba caliente e insensible.

—¿Me ha disparado?

—Sí, pero no es grave —lo tranquilizó Upshaw.

Llamó por gestos a los hombres que se acercaban lentamente por la acera, atraídos por la curiosidad pero lentos en el acercamiento por la presencia de Yust, que seguía con el arma en la mano, en espera de lo que pudiera suceder a continuación.

—¡Por Dios! —jadeó Owen Sack, absolutamente desconcertado—. ¡Tampoco era para tanto!

Se levantó de un salto —el hato resbaló—, eludió las manos que lo agarraban y entró corriendo en el negocio de Upshaw. En un estante que quedaba bajo la caja registradora encontró la automática negra de Upshaw y, sujetándola con rigidez, con todo el brazo estirado por delante, volvió a la calle.

La perplejidad mantenía bien abiertos sus ojos de porcelana azul y de su boca sonriente salía una especie de cantilena:

Todos estos años huyendo,

¡y no era para tanto!

Todos estos años huyendo

¡y no era para tanto!

Rip Yust estaba cruzando la calle y se encontraba en medio de la calzada cuando Owen Sack asomó por la puerta de Upshaw.

Los mirones se dispersaron. El revólver de Rip se alzó y soltó un rugido. Un mechón del cabello pajizo de Owen Sack voló hacia atrás.

Soltó una risilla y disparó tres veces, deprisa. Ninguna de las tres balas acertó al grandullón. Owen Sack notó que algo le ardía en el brazo izquierdo. Volvió a disparar y falló.

—Tengo que acercarme más —se dijo en voz alta.

Avanzó por la acera —sosteniendo todavía la automática con toda rigidez por delante del cuerpo—, bajó a la calzada y se dirigió a grandes zancadas hacia el lugar desde donde el arma de Yust lanzaba lápices de fuego a su encuentro.

Y mientras daba aquellos grandes pasos, el hombrecillo seguía con su absurda cantilena y disparaba y disparaba y disparaba. En una ocasión notó un tirón en el hombro, y luego en un brazo —por encima de la quemazón de antes—, pero ni siquiera se detuvo a preguntarse qué sería.

Cuando estaba a menos de tres metros de Rip Yust, el hombre se volvió como si fuera a alejarse, dio un paso y de pronto su cuerpo grande se curvó en un arco grotesco y cayó sobre la arena de la calzada.

Owen Sack descubrió que el arma que tenía en la mano estaba vacía, que llevaba tiempo vacía. Se dio media vuelta. Distinguió entre brumas el amplio portal del negocio de Upshaw. La tierra se aferraba a sus pies y tiraba de él para retenerlo, pero logró llegar a la puerta, avanzó hasta la caja, localizó el estante y devolvió la automática.

Algunas voces le hablaban, lo rodeaban unos brazos. Hizo caso omiso de las voces, se desprendió de los brazos y ganó de nuevo la calle. Más manos que esquivar. Pero el aire le daba fuerzas. Estaba de nuevo en el interior, inclinado sobre el armario en que Jeff Hamline guardaba las armas dentro de su tienda.

—Quiero las dos armas de fuego más grandes que tengas, Jeff, y un montón de cartuchos. Prepáramelas y volveré por ellas dentro de un rato.

Entendió que Jeff le contestaba algo, pero no logró separar sus palabras del rugido que le resonaba en la cabeza.

De nuevo el aire de la calle, más caliente. El polvo de la calzada, que le llegaba a los tobillos. La acera opuesta. La puerta del doctor Johnstone. Alguien lo ayudó a subir por la estrecha escalera. Debajo de él, una mesa o un sofá: ahora que estaba tumbado veía y oía mejor.

—¡Cúreme rápido, Doc! Tengo un montón de cosas que hacer.

La voz suave y profesional del doctor:

—Durante un tiempo, lo único que tendrás que hacer será cuidarte.

—¡Tengo que viajar mucho! ¡Deprisa!

—No pasa nada, Sack. No hace ninguna falta que viajes. Yo mismo he visto cómo Yust te disparaba primero, y hay media docena de testigos más. ¡Nunca ha habido un caso tan claro de defensa propia!

—¡No es por eso! —Era un buen tipo el doctor, pero no entendía muchas cosas—. Tengo que ir a muchos sitios y ver a muchos hombres.

—Claro. Claro. En cuanto quieras.

—¡No lo entiende, Doc! —El médico le hablaba como si fuera un crío al que seguir la corriente, o un borracho—. ¡Por Dios, Doc! He de recorrer toda mi vida hacia atrás y ya no soy joven. He de buscar a ciertos hombres en Baltimore y en Australia y Brasil y California y sabe Dios dónde más. Y a algunos me costará mucho encontrarlos. He de pegar muchos tiros. Ya no soy joven y es un trabajo enorme. ¡Me tengo que poner en marcha! ¡Dese prisa conmigo, Doc! Dese…

La voz de Owen Sack se espesó hasta convertirse en un balbuceo, un murmullo, y se apagó.