XII

CIELO ROSA

Steve trazó un remolino al alejarse de la puerta, saltó sobre los parterres, cruzó el porche con una gran zancada y entró en la casa. A su espalda resonaban los pasos de Larry Ormsby. Un pasillo vacío, un cuarto vacío, otro. Nadie a la vista en la planta baja. Steve subió la escalera. Una cinta de luz dorada se colaba por debajo de una puerta. Steve la traspasó sin saber, ni averiguar, si estaba cerrada con llave o no. Simplemente se lanzó contra ella, con el hombro por delante, y se encontró dentro de la habitación. Apoyado en una mesa, en el centro de la habitación, el doctor MacPhail luchaba con la chica. Estaba detrás de ella y la rodeaba con los brazos mientras trataba de hacerla callar. La chica se retorcía y se escurría como una gata enloquecida. Delante de ella, la señora MacPhail levantó un brazo armado con una porra.

Steve lanzó el bastón hacia el brazo pálido de la mujer en un gesto instintivo, sin apuntar ni aplicar ninguna habilidad particular. El denso ébano golpeó el brazo y el hombro y la mujer caminó hacia atrás, trastabillada. El doctor MacPhail soltó a la chica y se lanzó al suelo para placar a Steve por las piernas y tumbarlo. Steve tanteó a ciegas con los dedos la cabeza calva del doctor, no consiguió aferrarse a su cuello grueso, encontró una oreja y hundió las falanges en la carne que se extendía por debajo.

El doctor gruñó y se retorció para escabullirse de aquellos dedos que se le clavaban. Steve liberó una rodilla y la lanzó hacia la cara del doctor. La señora MacPhail se agachó junto a la cabeza de Steve y alzó la porra de cuero negro que aún sostenía. Él le lanzó un golpe a los tobillos y falló, pero la porra, al descender, tan solo le dio una tarascada oblicua en un hombro. Steve se escabulló, gateó para alejarse… y cayó boca abajo, sometido por el peso del doctor sobre su espalda.

Rodó, consiguió que el doctor quedara debajo y sintió su aliento caliente en el cuello. Estiró el cuello hacia atrás y luego dio un cabezazo con fuerza. Volvió a estirar y repitió el golpe para atacar la cara de MacPhail con la base del cráneo. Los brazos del doctor se aflojaron y, tras ponerse en pie de un salto, Steve comprobó que la pelea había terminado.

Larry Ormsby estaba junto a la puerta y, por encima de su pistola, dirigía una sonrisa malévola a la señora MacPhail, que permanecía al lado de la mesa con expresión de amargura. La porra estaba en el suelo, junto a los pies de Larry.

La chica se apoyó en el otro lado de la mesa con gesto débil, una mano en el cuello magullado, la mirada aturdida y presa del terror. Steve rodeó la mesa para acercarse a ella.

—¡Vamos Steve! ¡No es momento para jugar! ¿Tiene coche? —La voz de Larry sonaba áspera.

—No —respondió Steve.

Larry maldijo con amargura: un estallido de sucias blasfemias. Luego:

—Cogeremos el mío. Corre más que cualquier otro coche del estado. Pero no se pueden quedar aquí esperando a que lo traiga. Llévese a Nova a la cabaña del ciego Rymer. Los recogeré allí. Es la única persona de la ciudad en quien puedo confiar. ¡Vamos, maldita sea! —exclamó.

Steve lanzó una mirada a la hosca señora MacPhail y a su marido, que ahora empezaba a levantarse del suelo, con la cara magullada y manchada de sangre.

—¿Y ellos?

—No se preocupe por ellos —dijo Larry—. Coja a la chica y vaya a casa de Rymer. Yo me encargaré de este par y llegaré al cabo de quince minutos. ¡Vamos!

Steve entrecerró los ojos y estudió al hombre que seguía junto a la puerta. No se fiaba de él, pero como todo Izzard parecía igual de peligroso, cualquier lugar era tan seguro como cualquier otro y Larry Ormsby podía resultar honesto en esa ocasión.

—De acuerdo —concedió. Luego se volvió hacia la chica—: Búscate un abrigo grueso.

Cinco minutos después avanzaban a toda prisa por las mismas calles oscuras que habían recorrido la noche anterior. A menos de una manzana de la casa, les llegó el sonido de un disparo con silenciador, y luego otro. La chica lanzó una mirada rápida a Steve, pero no dijo nada. Él confió en que no hubiera entendido lo que significaban aquellos dos disparos.

No se cruzaron con nadie. Rymer oyó y reconoció los pasos de la chica en la acera y abrió la puerta sin darles tiempo a llamar.

—Entra, Nova —la recibió con entusiasmo. Luego tendió una mano en el vacío para saludar a Steve—. Es el señor Threefall, ¿verdad?

Les hizo pasar a la oscura cabaña y luego encendió la lámpara de aceite que tenía sobre la mesa. Steve se lanzó de corrido con un apresurado resumen de lo que le había contado Larry Ormsby. La chica lo escuchó con los ojos muy abiertos y la cara exangüe; la serenidad desapareció de la cara del ciego, que a medida que escuchaba parecía cada vez más viejo y cansado.

—Ormsby ha dicho que vendría a buscarnos en su coche —terminó Steve—. Si llega, usted vendrá con nosotros por supuesto, señor Rymer. Díganos qué quiere llevarse y lo prepararemos todo para que no haya retrasos cuando llegue… Si es que llega. —Se volvió hacia la chica—. ¿Qué opinas, Nova? ¿Vendrá? Y, si viene… ¿Podemos fiarnos de él?

—Eh…, espero que sí. No es malo del todo, creo.

El ciego se acercó a un armario que había en el lado opuesto de la sala.

—No necesito llevarme nada —aclaró—, pero me voy a poner ropa de más abrigo.

Abrió la puerta del armario de tal modo que en un rincón de la sala le quedó un espacio cubierto en el que cambiarse. Steve se acercó a una ventana y se quedó allí, atisbando por una rendija entre el marco y la persiana hacia la calle, en la que no se movía nada. La chica permaneció a su lado, pegada a él, con los dedos enroscados en la manga de su camisa.

—¿Vamos a…? ¿Vamos a…?

Él la acercó más todavía y respondió la pregunta susurrada que ella no conseguía terminar de formular:

—Lo vamos a conseguir —dijo—. Tanto si Larry juega limpio, como si no. Lo vamos a conseguir.

Sonó el crujido de un disparo de rifle que procedía de la calle Main. Una ráfaga de disparos de pistola. El Vauxhall de color crema salió de la nada y se detuvo junto a la acera, a dos pasos de la puerta. Larry Ormsby, sin sombrero y con la camisa abierta, por la que se veía un agujero bajo una clavícula, salió a trompicones del coche y entró por la puerta que Steve le mantenía abierta.

Larry cerró la puerta de una patada y se echó a reír.

—¡Qué bien arde Izzard! —exclamó, y juntó las manos con una palmada—. ¡Vamos, vamos! ¡Nos espera el desierto!

Steve se volvió para llamar al ciego. Rymer salió de su rincón oculto por la puerta del armario. Sostenía un grueso revólver en cada mano. El velo había desaparecido de sus ojos.

Su mirada, ahora fría y aguda, abarcaba a los dos hombres y a la chica.

—Manos arriba, todos —ordenó en tono seco.

Larry Ormsby soltó una carcajada alocada.

—¿Alguna vez ha visto a algún idiota hacer caso de esa orden, Rymer? —preguntó.

—¡Levanta las manos!

—Rymer —insistió Larry—. Yo ya me estoy muriendo. ¡Váyase al infierno!

Y sin gran premura sacó una automática negra de un bolsillo interior del abrigo.

Resonaron en la sala, uno tras otro, los estallidos de las armas que sostenía Rymer.

Sentado en el suelo por las pesadas balas que, literalmente, lo habían desgarrado, Larry apoyó la espalda en la pared y las agudas y crujientes explosiones de su pistola, más ligera, empezaron a interrumpir los rugidos de las armas de quien, hasta entonces, había pasado por ciego.

Steve, que al oír el primer disparo había saltado a un lado llevando a la chica consigo, se lanzó ahora contra el costado de Rymer. Sin embargo, justo cuando lo alcanzaba, se detuvo el tiroteo. Rymer se balanceó y hasta los revólveres que sostenía en las manos quedaron sin vida. Se escabulló de las manos de Steve, que intentaban aferrarlo —el cuello rozó una mano con la quebradiza sequedad de un papel— y se convirtió en un inerte montón en el suelo.

Steve alejó por el suelo, de una patada, las armas del muerto. Luego se acercó al punto en que la chica permanecía arrodillada junto a Larry Ormsby. Larry sonrió a Steve con un destello de su blanca dentadura.

—Me voy, Steve —le dijo—. Ese Rymer… Nos ha engañado a todos… Esas veladuras falsas en los ojos… Era un espía de los propietarios del ron. —Se estremeció y su sonrisa se volvió tensa y rígida—. ¿Podrías estrecharme la mano, Steve? —preguntó al cabo de un momento.

—Eres un buen tipo, Larry.

No se le ocurría otra cosa que decir.

Pareció que al moribundo le gustaba. Su sonrisa se volvió real de nuevo.

—Buena suerte… Podrás sacar ciento diez por el Vauxhall —consiguió decir.

Y entonces, olvidando aparentemente a la chica por la que acababa de entregar la vida, dedicó una última sonrisa a Steve y se murió.

La puerta de la calle se abrió de golpe y asomaron dos cabezas. Luego entraron sus dueños.

Steve se puso en pie de un salto y blandió el bastón. Restalló un hueso, como un látigo, y un hombre se puso a caminar hacia atrás, al tiempo que se llevaba una mano a la sien.

—¡Detrás de mí! ¡Pegada! —gritó Steve a la chica.

Enseguida notó sus manos en la espalda.

El umbral se llenó de gente. Rugió un arma invisible y se desplomó un trozo de techo. Steve hizo girar el bastón y cargó hacia la puerta. Al girar, la madera captaba chispas y destellos de la luz de la lámpara que dejaban atrás. Se retorcía como un ser vivo, parecía que se plegara por donde él la sujetaba, en el centro, como si tuviera allí un muelle de acero. Un destello convertía las semicircunferencias que trazaba en esferas letales. El ritmo de sus golpes incesantes en la carne, sumado al crujido de los huesos, se convertía en una melodía cantada entre los gruñidos que emitían los hombres al pelear, el rugido y las imprecaciones de los heridos. Steve y la chica salieron por la puerta.

Entre el movimiento de brazos, piernas y cuerpos, atisbaron el color crema del Vauxhall. Algunos hombres se subían a su carrocería con la intención de beneficiarse de su altura en la pelea. Steve se lanzó hacia delante, golpeó espinillas y muslos con su bastón y les obligó a bajar del coche. Con la mano izquierda tiró de la chica para acercarla a su costado. Su cuerpo se estremecía y sacudía por los golpes de hombres que perdían su eficacia porque estaban tan cerca que apenas podían aspirar más que a chafarlo con el puro efecto de su peso.

De pronto le desapareció el bastón. En un instante lo sostenía en el aire y le daba vueltas; al siguiente, no tenía más que el puño vacío: el ébano se había desvanecido como una bocanada de humo. Alzó a la chica por encima de la puerta del coche y la sentó con fuerza en el interior, golpeando las piernas de un hombre que se interponía: oyó el crujido de un hueso y el hombre cayó al suelo. Por todas partes, manos ajenas lo agarraban, lo golpeaban. Soltó un grito de alegría al ver que la chica, acurrucada en el suelo del coche, intentaba accionar el mecanismo del coche con unas manos ridículamente pequeñas.

El coche empezó a moverse. Steve se agarró a él y soltó una coz hacia atrás con los dos pies. Los posó de nuevo en el suelo. Lanzó un golpe por encima de la cabeza de la chica con una mano que ya carecía del tiempo y la voluntad suficientes para cerrarse en un puño: los dedos tiesos golpearon una cara amplia y enrojecida.

El coche se movió. La chica alzó una mano para agarrar el volante y mantener el rumbo recto por una calle que ni siquiera podía ver. Le cayó un hombre encima. Steve tiró de él: le arrancó trozos, arrancó carne y mechones. El coche derrapó, se rascó contra un edificio y se libró de los hombres que lo acechaban por ese lado. Las manos que sujetaban a Steve se alejaron, llevando consigo buena parte de su ropa. Agarró a un hombre que se aferraba al respaldo y lo empujó hacia una calle que ya empezaba a fluir tras ellos. Luego se dejó caer dentro del coche, junto a la chica.

Por detrás estallaban los disparos. Desde una casa que quedaba un poco más adelante, un rifle de voz amarga se vació contra ellos y dejó un guardabarros hecho un colador. Luego los rodeó el desierto: blanco y liso como una gigantesca cama de hospital. Toda la persecución que habían sufrido quedó detrás.

Pronto la chica frenó y detuvo el coche.

—¿Estás bien? —le preguntó Steve.

—Sí, pero tú…

—Estoy entero —la tranquilizó—. Deja que me ponga al volante.

—¡No! ¡No! —protestó ella—. Estás sangrando. Te han…

—¡No! ¡No! —la imitó él, burlón—. Será mejor que sigamos avanzando hasta que lleguemos a algún sitio. No nos hemos alejado lo suficiente para considerarnos a salvo.

Temía que si ella intentaba curarlo se desmoronaría en sus manos. Así se sentía.

Ella puso el coche en marcha y arrancaron de nuevo. A Steve le entró un sueño enorme. ¡Menuda pelea! ¡Menuda pelea!

—¡Mira qué cielo! —exclamó ella.

Aunque le pesaban, Steve abrió los ojos. Por delante, por encima de ellos, el cielo se iba iluminando: de un negro azulado pasaba al violeta, al malva, al rosa. Volvió la cabeza para mirar atrás. En el lugar donde quedaba Izzard se alzaba una fogata monstruosa que pintaba el cielo con un resplandor diamantino.

—Adiós, Izzard —dijo, soñoliento.

Buscó una postura más cómoda en el asiento. Volvió a mirar hacia el brillo rosáceo del cielo.

—Mi madre tiene unas primaveras en su jardín, en Delaware, que a veces tienen ese color —dijo, medio dormido—. Te gustarán.

Su cabeza se fue deslizando hasta que quedó apoyada en el hombro de la chica. Luego se durmió.