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¡SE TIENEN QUE IR!

Steve bajó despacio a la calle una vez disuelta la reunión en la oficina del muerto, sin haber discutido, ni corroborado, la invención de Larry Ormsby. Nadie le había preguntado. Al principio se había quedado demasiado perplejo por el atrevimiento del asesino para decir nada; luego, cuando al fin había recuperado las luces, había decidido morderse la lengua por un tiempo.

¿Y si hubiese contado la verdad? ¿Habría ayudado a la justicia? ¿Acaso había algo que pudiese ayudar a la justicia en Izzard? Si hubiera sabido qué se escondía tras aquel amontonamiento de crímenes, podría haber decidido qué hacer. En cambio, de momento ni siquiera le constaba que se escondiera algo. Por eso había guardado silencio. La investigación judicial no empezaría hasta el día siguiente: ya llegaría entonces el momento de hablar, tras consultarlo con la almohada.

En aquel momento no se veía capaz de encajar más que cada fragmento a su debido tiempo; los recuerdos inconexos le generaban un torbellino de imágenes carentes de significado en el cerebro. Eider y la señora MacPhail subiendo la escalera para ir… ¿adónde? ¿Y qué se había hecho de ellos? ¿Qué se había hecho del hombre con el cuello y la mandíbula vendados? ¿Había matado Larry también al banquero, además de a su padre? ¿A qué se debía la casualidad de que el jefe de la policía apareciese en el escenario inmediatamente después de cometerse un asesinato?

Steve se fue al hotel con sus pensamientos aturullados, y se tumbó, cruzado en la cama, para descansar más o menos una hora. Luego se levantó, fue al banco de Izzard, sacó todo el dinero que tenía ingresado, se lo metió con cuidado en el bolsillo y regresó al hotel para cruzarse de nuevo en la cama.

Al atardecer, cuando Steve pasó por delante del camino florido del porche de los MacPhail, Nova Vallance estaba sentada en el primer escalón, una imagen nebulosa con su vestido de crepé amarillo. Le dio una cálida bienvenida y no se esforzó por disimular que lo había esperado con impaciencia. Él se sentó junto a ella en el escalón y ladeó un poco el cuerpo para ver mejor el penumbroso óvalo de su rostro.

—¿Cómo va el brazo? —preguntó ella.

—¡Bien! —Steve abrió y cerró vigorosamente la mano izquierda—. Supongo que te habrás enterado de todo el jaleo de hoy, ¿no?

—Ah, sí. Lo de que el señor Brackett ha matado al señor Ormsby y luego ha muerto por uno de esos infartos que le dan.

—¿Eh? —interrogó Steve.

—Pero… ¿Tú no estabas allí? —preguntó ella, sorprendida.

—Sí, pero prefiero que me cuentes tú lo que has oído.

—¡He oído cosas muy distintas! Pero lo único que sé de verdad es lo que ha dicho el doctor MacPhail, que ha examinado los dos cadáveres.

—¿Y qué ha dicho?

—Que el señor Brackett ha matado al señor Ormsby de un disparo, aunque parece que nadie sabe por qué. Y luego, cuando aún no había salido del edificio, le ha dado un ataque al corazón y se ha muerto.

—¿Y se supone que tenía problemas de corazón?

—Sí. El doctor MacPhail le dijo hace un año que tuviera cuidado, que cualquier excitación podía resultar fatal.

Steve le agarró una muñeca.

—Ahora, piensa —ordenó—. ¿Habías oído alguna vez al doctor MacPhail hablar de los problemas de corazón de Brackett antes?

Ella lo miró a la cara con curiosidad y luego se le instaló entre los ojos una pequeña mueca de perplejidad.

—No —respondió lentamente—. Creo que no; aunque, claro, nunca hubo una razón para mencionarlo. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque —respondió Steve— Brackett no ha matado a Ormsby; y si un ataque al corazón ha matado a Brackett habrá sido por envenenamiento… Algún veneno que le quemaba la cara y la barba.

Ella soltó un gritito de terror.

—¿Crees que…? —Se detuvo, echó una mirada furtiva por encima del hombro hacia la puerta de la casa y se acercó más a él para susurrar—. ¿Verdad…? ¿Verdad que dijiste que el hombre que murió en la pelea de anoche se llamaba Kamp?

—Sí.

—Bueno, en el informe, o como se llame lo que ha escrito el doctor MacPhail después de examinarlo, pone Henry Cumberpatch.

—¿Estás segura? ¿Estás segura de que es el mismo hombre?

—Sí. Se ha caído de la mesa del doctor, soplado por el viento, y cuando se lo he devuelto me ha hecho una broma. —Ilustró sus palabras con una risilla—. Una broma sobre que podía haber sido, por poco, tu certificado de defunción, en vez del de tu compañero. Entonces le he echado un vistazo y he visto que correspondía a un hombre llamado Henry Cumberpatch. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué está…?

Se abrió la puerta delantera con mucho ruido y salió un hombre tambaleándose a la acera. Steve se levantó, cogió su bastón negro y se interpuso entre la chica y el hombre que avanzaba. La cara del hombre salió de la zona oscura. Era Larry Ormsby; y la torpeza de borracho que había en sus palabras cuando al fin habló se correspondía con la inestabilidad de su caminar, aunque no llegara a trastabillar.

—Oigan —dijo—. Estoy a punto…

Steve se acercó a él.

—Si la señorita Vallance nos disculpa —dijo—, andaremos hacia la puerta para hablar un poco.

Sin esperar respuesta de ninguno de los dos, Steve enlazó su brazo con el de Ormsby y lo instó a avanzar por el camino. Al llegar a la puerta, Larry se apartó, liberó su brazo y se encaró con Steve.

—No hay tiempo para tonterías —gruñó—. ¡Se tienen que ir! ¡Lárguense de Izzard!

—¿Sí? —preguntó Steve—. ¿Por qué?

Larry se recostó en la valla y alzó una mano con impaciencia.

—Sus vidas no valen ni un centavo. Ninguna de las dos.

Se tambaleó y empezó a toser. Steve lo agarró por un hombro y lo miró con fijeza a la cara.

—¿Qué le pasa?

Larry volvió a toser y se llevó una mano al pecho, cerca del hombro.

—Una bala… Arriba. De Fernie. Pero le he dado… Qué gran cabrón. Ha caído por la ventana… Como un crío que se lanza por un penique. —Soltó una risa estridente y luego se puso serio de nuevo—. Coja a la chica… ¡y váyase! ¡Pronto! ¡Ahora! Dentro de diez minutos ya será tarde. Van a venir.

—¿Quién? ¿Qué? —soltó Steve—. ¡Hable claro! No me fío de usted. Necesito alguna razón.

—¿Razones? ¡Por Dios! —exclamó el herido—. Ya tendrá sus razones. Usted cree que intento asustarlo para que abandone la ciudad antes de que empiece la investigación. —Se rio como un loco—. ¡Investigación! ¡Qué estúpido! ¡No habrá ninguna investigación! ¡No habrá un mañana para Izzard! Y usted… —Se puso tieso bruscamente y cogió una mano de Steve entre las suyas—. Oiga —le dijo—. Yo se las daré. ¡Pero estamos perdiendo el tiempo! Bueno, si hay que dárselas…