IX

¿Y QUÉ MÁS?

Una llamada a la puerta despertó a Steve a las nueve de la mañana siguiente. El que llamaba era un subordinado de Fernie, y anunció a Steve que se requería su presencia en el plazo de una hora para participar en la investigación sobre la muerte de Kamp. Steve notó que le molestaba un poco la herida del brazo, aunque no tanto como una zona magullada del hombro: otro recuerdo de la pelea callejera.

Se vistió, desayunó en la cafetería del hotel y se dirigió al salón de pompas fúnebres de Ross Amthor, donde se estaba llevando a cabo la investigación.

El juez era un tipo alto, de hombros estrechos y rostro inflado y macilento que avanzaba en el proceso sin tener demasiado en cuenta los detalles menores de los tecnicismos legales. Steve contó su historia; el jefe de la policía contó la suya y luego presentó un detenido: un austríaco relleno que al parecer ni hablaba inglés ni lo entendía. Tenía el cuello y la parte inferior de la cara cubiertos por vendas blancas.

—¿Es esta la persona que derribó? —preguntó el fiscal.

Steve miró lo poco que podía verse de la cara del austríaco por encima de las vendas.

—No lo sé. No veo lo suficiente.

—Es el que recogí de la alcantarilla —apuntó Grant Fernie—, fueras tú o no quien lo tumbó. Supongo que no pudiste verlo bien. Pero sí que es él.

Sumido en dudas, Steve frunció el ceño.

—Lo reconocería —dijo—, si levantase la cara y me dejara mirarlo bien.

—Quítale parte de las vendas para que el testigo pueda verlo —ordenó el juez.

Fernie deshizo el vendaje del austríaco y reveló una mandíbula magullada e inflada.

Steve se quedó mirando a aquel hombre. Quizá fuera uno de los asaltantes, pero casi con toda certeza no era el que él mismo había tumbado en la pelea callejera. Dudó. ¿Podía ser que, en el fragor de la batalla, hubiera confundido las caras?

—¿Lo reconoce? —preguntó con impaciencia el juez.

Steve sacudió la cabeza.

—No recuerdo haberlo visto nunca.

—Mire, Threefall —se dirigió a él con el ceño fruncido el gigantón—, este es el hombre al que saqué yo mismo de la alcantarilla, uno de los que usted dijo que le habían asaltado cuando iba con Kamp. ¿A qué estamos jugando? ¿A qué viene este olvido?

Steve respondió con lentitud, tercamente.

—No sé. Solo sé que este no es el primero que golpeé, el que dejé tumbado. Era norteamericano, tenía cara de norteamericano. Era más o menos de la misma estatura que este, pero no es él.

El juez mostró sus dientes amarillos y resquebrajados al gruñir, el jefe de la policía fulminó a Steve con la mirada y los miembros del jurado lo escrutaron con franca suspicacia. El policía y el juez se retiraron a un rincón alejado de la sala e intercambiaron unos cuantos susurros, con frecuentes miradas a Steve.

—De acuerdo —dijo el juez a Steve una vez terminado el intercambio—. Es todo.

Al abandonar la sesión, Steve regresó hacia el hotel caminado lentamente, con la mente desconcertada por aquel añadido a los misterios de Izzard. ¿Cómo se explicaba el hecho indudable de que el policía presentara en la investigación un tipo distinto del que había encontrado en la alcantarilla la noche anterior? Otra idea: el policía se había presentado justo al terminar la pelea con los hombres que lo habían atacado a él y a Kamp y encima había llegado con el ruido suficiente para ahogar las últimas palabras del moribundo. Su llegada oportuna y el ruido que lo había acompañado… ¿habían sido casuales? Steve no lo sabía; y como no lo sabía, regresó al hotel meditando con el ceño fruncido.

Al entrar en el hotel se encontró con que había llegado su bolso desde Whitetufts. Se lo llevó a su habitación y se cambió de ropa. Luego se acercó con su perplejidad a la ventana, donde se sentó a fumar un cigarrillo tras otro con la mirada perdida en el callejón que se veía abajo, la frente arrugada bajo el pelo trigueño. ¿Podía ser que explotaran tantas cosas en torno a un hombre en tan poco tiempo, en una ciudad pequeña como Izzard, sin que hubiera una conexión entre ellas? ¿Y sin algo que las conectara a él? Y si se había metido en un laberinto perverso de crimen e intriga, ¿en qué consistía? ¿Cómo había empezado? ¿Cuál era la clave? ¿La chica?

Los pensamientos confusos lo abandonaron de golpe. Se puso en pie de un salto.

Por el otro lado del callejón avanzaba un hombre: un tipo relleno, con un sucio traje azul, un hombre con el cuello y el mentón vendados. La parte visible de su cara era la misma que Steve había visto en la pelea, mirando al cielo: la cara del hombre al que había noqueado.

Steve saltó hacia la puerta, abandonó la habitación, bajó tres tramos de escalones, pasó por delante de la recepción y salió por la puerta trasera del hotel. Llegó al callejón a tiempo para ver cómo una pierna enfundada en un pantalón azul desaparecía por un portal de la manzana siguiente. Hacia allí se fue.

El portal pertenecía a un edificio de oficinas. Buscó en los pasillos, en la planta baja y en el piso superior, sin encontrar al hombre de la venda. Regresó a la planta baja y descubrió un rincón cubierto cerca de la puerta trasera, junto al pie de la escalera. Quedaba resguardado de los escalones y de casi todo el pasillo por un armario de madera en el que se guardaban escobas y mopas. El hombre había entrado por la puerta trasera del edificio; era probable que saliera también por allí. Steve esperó.

Pasó quince minutos sin ver a nadie desde su escondrijo. Entonces, de la parte delantera del edificio le llegó la suave risa de una mujer y unos pasos que se desplazaban hacia él. Se encogió más todavía en su rincón oscuro. Los pasos siguieron hacia delante: un hombre y una mujer que reían y conversaban mientras iban caminando. Subieron las escaleras. Steve les echó un vistazo y luego se echó hacia atrás de golpe, más por la sorpresa que por temor a que lo descubrieran, pues cada uno de aquellos dos iba concentrado por completo en el otro.

El hombre era Eider, el representante de seguros y agente inmobiliario.

Steve no le había visto la cara, pero el traje de cuadros con que cubría su figura rellena era inconfundible. «Uniforme escolar», lo había llamado Kamp. Eider rodeaba con su brazo la cintura de la mujer mientras subían por la escalera y ella se apoyaba en su hombro para mirarlo a la cara con expresión coqueta. La mujer era la felina esposa del doctor MacPhail.

«¿Y qué más? —se preguntó Steve, cuando desaparecieron de su vista—. ¿Estará podrida toda la ciudad? ¿Qué más va a pasar?».

Obtuvo respuesta de inmediato: por encima de su cabeza empezaron a resonar unos pasos alocados, unos pasos que podían pertenecer a un borracho, o a un hombre empeñado en luchar con un fantasma. Por encima del ruido de los tacones contra el suelo de madera se alzó un grito, un aullido en el que el horror y el dolor se mezclaban para componer un sonido que, precisamente por su origen inconfundiblemente humano, resultaba sobrenatural.

Steve salió disparado de su rincón, subió los escalones de tres en tres, se agarró al último pilar de la barandilla para pivotar y salir disparado hacia el pasillo del piso superior y se encontró cara a cara con David Brackett, el banquero.

Brackett tenía los pies muy separados y se balanceaba sobre ellos. Por encima de la barba, reinaba en su rostro una pálida agonía. Tenía grandes clapas en la barba, como si le hubieran arrancado pelos a pellizcos, o se los hubieran quemado. De sus labios apretados salían finas volutas de vapor.

—Me han envenenado, maldita sea.

De pronto se puso de puntillas, con todo el cuerpo arqueado, y cayó hacia atrás con rigidez, como suelen caer las cosas muertas.

Steve hincó una rodilla en el suelo, a su lado, pero sabía que ya no se podía hacer nada; sabía que Brackett había muerto cuando todavía estaba en pie. Durante un momento, mientras permanecía acuclillado junto al muerto, algo parecido al pánico se apoderó de la mente de Steve Threefall, incapaz de razonar. ¿Acaso nunca iban a parar de amontonarse muerte sobre muerte, violencia tras violencia? Tuvo la sensación de estar atrapado en una red monstruosa, una red sin principio ni final, con las intersecciones pegajosas de sangre. La náusea —física y espiritual— se apoderó de él y lo dejó impotente. Entonces sonó un disparo.

Se puso en pie de un salto y echó a correr por el pasillo en dirección a aquel sonido; buscaba librarse del mareo que acababa de invadirlo en un frenesí de actividad física.

Al final del pasillo lucía en una puerta un cartel con el emblema:

COMPAÑÍA DE NITRATOS ORMSBY

W. W. Ormsby, presidente

No cabía duda alguna de que el disparo había sonado al otro lado de aquel cartel. Justo cuando se lanzaba hacia allí, otro disparo hizo temblar la puerta y un cuerpo la golpeó por dentro al caer.

Steve abrió la puerta de golpe y saltó a un lado para no pisar al hombre que acababa de desplomarse en el interior. Dentro, junto a la ventana, Larry Ormsby permanecía de cara a la puerta, con una automática negra en la mano. Sus ojos bailaban de pura alegría y su boca se curvó en un sonrisa de labios apretados.

—Hola, Threefall —le dijo—. Ya veo que sigue cerca del centro de todas las tormentas.

Steve bajó la mirada hacia el hombre del suelo: W. W. Ormsby. Había dos agujeros de bala en el bolsillo superior izquierdo de su chaleco. Los agujeros, separados apenas por un par de centímetros, estaban ubicados con tal precisión que no quedaba espacio para la duda acerca de si el hombre estaría muerto o no. Steve recordó la amenaza de Larry a su padre: «¡Te arruinaré el chaleco!».

Alzó la mirada, del muerto al asesino. Los ojos de Larry Ormsby eran duros y brillantes; su mano sostenía la pistola con ligereza, con esa atención relajada propia de los pistoleros profesionales.

—Esto no es una… eh…, una cuestión personal, ¿verdad? —preguntó Ormsby.

Steve negó con un movimiento de cabeza; luego oyó ruido de pasos y una confusión de voces agitadas por detrás de él, en el pasillo.

—Así me gusta —decía el asesino—. Y le sugiero que…

Se calló al ver que entraban unos cuantos hombres en la oficina. Grant Fernie, el jefe de la policía, era uno de ellos.

—¿Muerto? —preguntó con una mirada hacia el hombre del suelo.

—Más bien sí —respondió Larry.

—¿Y eso?

Larry Ormsby se humedeció los labios en un gesto más pensativo que nervioso. Luego dedicó una sonrisa a Steve y contó su historia.

—Threefall y yo estábamos abajo, cerca de la puerta de la calle, hablando, y hemos oído un disparo. A mí me parecía que lo habían disparado aquí, pero él creía que venía del otro lado de la calle. En cualquier caso, hemos subido para asegurarnos y antes hemos apostado: así que Threefall me debe un dólar. Al subir, justo cuando llegábamos a la cabecera de las escaleras, hemos oído otro disparo y ha aparecido Brackett, que salía de aquí corriendo con esta pistola en la mano. —Entregó la pistola al jefe de la policía y siguió hablando—: Ha dado unos pocos pasos desde la puerta, ha soltado un grito y ha caído. ¿Lo han visto, ahí fuera?

—Sí —contestó Fernie.

—Bueno, pues Threefall se ha quedado mirándolo mientras yo entraba aquí para ver si mi padre estaba bien y me lo he encontrado muerto. No hay nada más que contar.