RYMER, EL CIEGO
Cuando la chica obedeció, Steve caminó hacia el centro de la habitación y buscó en primer lugar su bastón de ébano. Después de recuperarlo, se encaró con la chica. Tenía los ojos negros de puro nerviosismo y la boca rodeada de arrugas de tensión. Mientras permanecían allí, mirándose a los ojos, una expresión de perplejidad se fue abriendo camino entre el terror de la muchacha. Él se dio media vuelta de golpe y paseó una mirada por la habitación.
Alguien había registrado la habitación minuciosamente, aunque no con manos expertas. Los cajones estaban abiertos y su contenido esparcido por el suelo; habían arrancado la ropa de cama, sacando las almohadas de sus fundas. Cerca de la puerta pendía retorcida una lámpara de pared: la obstrucción que había entorpecido su golpe de bastón. En el suelo, en el centro de la habitación, había un reloj de oro y media cadena. Los recogió y se los entregó a la chica.
—¿Son del doctor MacPhail?
Ella negó con un movimiento de cabeza y luego, tras examinarlos con más atención, contuvo un grito:
—¡Son del señor Rymer!
—¿Rymer? —repitió Steve.
Luego se acordó. Rymer era el ciego al que había conocido en el comedor de Finn, y a quien Kamp había pronosticado problemas.
—¡Sí! Ah, ya sé que le ha pasado algo.
Ella apoyó una mano en el brazo de Steve.
—¡Tenemos que ir a comprobarlo! Vive solo y si le ha pasado… —Se interrumpió y bajó la mirada hacia el brazo en el que se había apoyado—. ¡El brazo! ¡Estás herido!
—No es tanto como parece —dijo Steve—. He venido aquí por eso. Pero ya ha parado de sangrar. A lo mejor, cuando volvamos de casa de Rymer el doctor ya estará aquí.
Salieron de la casa por la puerta trasera y la chica lo llevó por una serie de calles oscuras y por descampados más oscuros todavía. Ninguno de los dos habló durante los cinco minutos que duró el trayecto. La chica caminaba tan deprisa que apenas le daba el aliento para conversar, mientras que Steve iba ocupado en pensamientos incómodos.
La cabaña del ciego estaba a oscuras cuando llegaron, pero la puerta delantera estaba abierta de par en par. Steve golpeó el marco con su bastón para llamar y luego encendió una cerilla. Rymer estaba en el suelo, tumbado boca arriba con los brazos abiertos.
Toda la cabaña estaba patas arriba. Los muebles volcados en una masa confusa, la ropa desparramada, algunos tablones del suelo arrancados. La chica se arrodilló junto al hombre inconsciente mientras Steve buscaba una luz. Al poco encontró una lámpara de aceite que había salido indemne y consiguió encenderla justo cuando los ojos velados de Rymer se abrían y el ciego empezaba a sentarse. Steve recolocó una mecedora tumbada y, con la colaboración de la chica, acompañaron al ciego hasta ella, donde se sentó boqueando. Había reconocido la voz de la chica desde el principio y le había dedicado una valiente sonrisa.
—Estoy bien, Nova —dijo—. No me han hecho daño. Ha llamado alguien a la puerta y al abrir he oído un zumbido junto a mi oído… Y no he sabido nada más hasta que al despertarme te he encontrado aquí.
Frunció el ceño, presa de una repentina ansiedad, se puso en pie y se movió por la habitación. Steve le apartó una silla y una mesa volcada y el ciego se arrodilló en un rincón, tanteando con torpeza bajo los tablones sueltos de la tarima del suelo. Sacó las manos vacías y se levantó, con los hombros caídos de puro cansancio.
—No está —dijo en voz baja.
Entonces Steve se acordó del reloj, lo sacó del bolsillo y se lo puso al hombre en la mano.
—Ha entrado un ladrón en casa —explicó la chica—. Cuando se ha ido, hemos encontrado esto en el suelo. Este es el señor Threefall.
El ciego tanteó en busca de la mano de Steve, la apretó y luego sus dedos flexibles acariciaron el reloj, con la cara iluminada de felicidad.
—Me alegro —dijo— de recuperar esto. Más de lo que sabría decir. Tampoco había tanto dinero: menos de trescientos dólares. No soy el Midas que dice la gente. Pero el reloj era de mi padre.
Se lo metió con cuidado por dentro del chaleco y luego, cuando la chica empezó a recoger la habitación, la regañó:
—Será mejor que te vayas a casa, Nova. Ya es tarde y yo estoy bien. Me voy a acostar y lo dejaré todo como está hasta mañana.
La chica remoloneó un poco, pero al rato ella y Steve caminaban de regreso hacia la casa de los MacPhail por las calles oscuras. Ahora no tenían prisa. Anduvieron dos manzanas en silencio; Steve iba mirando hacia delante, al espacio oscuro, sumido en pensamientos lúgubres. La chica, lo miraba a él con disimulo.
—¿Qué pasa? —le preguntó con cierta brusquedad.
Steve agachó la cabeza para dedicarle una sonrisa agradable.
—Nada. ¿Por qué?
—Sí que pasa algo —le discutió—. Estás pensando algo desagradable, y es algo que tiene que ver conmigo.
Él sacudió la cabeza para negar.
—Te equivocas. Te equivocas de entrada: esas dos afirmaciones no pueden ir juntas.
Pero ella no se iba a conformar con un cumplido.
—Estás… Estás… —Se quedó quieta en la penumbra de la calle mientras buscaba la palabra adecuada—. Estás en guardia. Desconfías de mí. ¡Eso es lo que pasa!
Steve volvió a sonreír, pero con los ojos entrecerrados. Podía ser que le hubiera leído la mente por pura intuición, pero también podía tratarse de algo distinto.
Probó con un poquito de la verdad.
—No es que desconfíe, solo tengo curiosidad. Sabes muy bien que me has dado un arma descargada para perseguir al ladrón, y que además no me has dejado ir tras él.
Con una centella en los ojos, ella se estiró hasta el último centímetro de su esbelto metro cincuenta.
—O sea que crees… —empezó, indignada. Luego se inclinó hacia él y le agarró las solapas de la chaqueta con las dos manos—. Por favor, por favor, tienes que creer que yo no sabía que el revólver estaba vacío. Era del doctor MacPhail. Lo he cogido al salir corriendo de la casa, ni se me ha ocurrido que pudiera estar descargado. Y lo de no dejarte perseguir al ladrón… Tenía miedo de volver a quedarme sola. Soy un poco cobarde. Yo… Yo… Por favor, créeme, Steve. Sé mi amigo. Necesito amigos. Yo…
La madurez la había abandonado. Suplicaba con una carita blanca propia de una cría de doce años: una niña sola y asustada. Y como las sospechas no capitulaban de inmediato ante sus encantos, Steve se sintió absurdamente desgraciado, dominado por una oscura vergüenza, como si careciera de alguna cualidad necesaria.
Ella siguió hablando con voz tan suave que él se veía obligado a agachar la cabeza para captar sus palabras. Le hablaba de sí misma como lo haría una chiquilla.
—¡Ha sido terrible! Vine hace tres meses porque había un puesto en la oficina de telégrafos. De repente me encontré sola en el mundo, con muy poco dinero y lo único que podía hacer para ganar algo era la telegrafía. ¡Lo he pasado fatal! La ciudad… No consigo acostumbrarme. Es tan inhóspita… No hay niños jugando en las calles. La gente es distinta de la que yo conocía: más cruda y brutal. Hasta las casas… Manzana tras manzana de casas sin cortinas en las ventanas, sin flores. No hay hierba en los patios, ni árboles.
»Pero me tuve que quedar, no tenía adónde ir. Pensé en quedarme hasta que pudiera ahorrar algo de dinero, lo justo para poderme ir. Pero ahorrar dinero lleva mucho tiempo. El jardín del doctor MacPhail ha sido como un trozo de paraíso para mí. Si no llega a ser por eso, creo que no hubiera podido… ¡Me habría vuelto loca! El doctor y su esposa han sido amables conmigo. Al principio era horrible. Los hombres me decían cosas y las mujeres también y cuando me entraba el miedo se creían que era una engreída. Larry, el señor Ormsby, me libró de eso. Consiguió que me dejaran en paz y convenció a los MacPhail para que me permitieran vivir con ellos. El señor Rymer también me ha ayudado y me ha dado coraje; pero en cuanto pierdo de vista su cara y dejo de oír su voz, lo vuelvo a perder.
»Me da miedo. ¡Todo me da miedo! ¡Especialmente Larry Ormsby! Y eso que me ha ayudado muchísimo. Pero no lo puedo evitar. Me da miedo… Su manera de mirarme, las cosas que me dice cuando ha bebido. Es como si dentro de él hubiera algo que espera algo. No debería decirlo porque tengo una deuda de gratitud con él. Pero… ¡tengo tanto miedo! Me dan miedo todas las personas, todas las casas, hasta las puertas me dan miedo. ¡Es una pesadilla!
Steve descubrió que tenía una mano en la mejilla de la mujer que no descansaba sobre su pecho y que el otro brazo la rodeaba por los hombros en un abrazo.
—Las ciudades nuevas siempre son así, o peores —empezó a decirle—. Tendrías que haber visto Hopewell, Virginia, cuando la estrenaron los Du Pont. Echar a los indeseables que llegan con la primera oleada lleva su tiempo. Y aquí, perdida en el desierto, Izzard está condenada a que le vaya un poquito peor que a cualquier otra ciudad nueva. En cuanto a mi amistad contigo… Por eso me quedé en vez de volver a Whitetufts. Seremos grandes amigos. Seremos…
Nunca supo cuánto había hablado, ni qué había dicho; aunque más adelante supuso que había soltado un discurso muy vacío y estúpido. Pero no hablaba con la intención de decir algo; hablaba por calmar a la chica, por mantener su carita entre la mano y el pecho y su cuerpo pequeño cerca del suyo durante el mayor tiempo posible.
Así que habló y habló y habló…