VI

LA CASA DE LAS FLORES

A Steve Threefall no le costó encontrar la casa del doctor MacPhail: un edificio de dos pisos apartado de la acera, escondido tras un jardín que se esforzaba por compensar la esterilidad general de Izzard con su abundancia floral. La valla quedaba escondida bajo un emparrado de clematis virginiana, recubierto en esa época de flores blancas, mientras que el estrecho camino de acceso serpenteaba entre rosas, lirios, amapolas, tulipanes y geranios como fantasmas en la oscuridad de la noche. La fragancia de las flores de luna, abiertas como platos y emparradas para cubrir el techo del porche del doctor, endulzaba el aire de la noche.

Apenas a dos pasos de distancia, Steve se detuvo y colocó una mano en el centro de su bastón. Desde un extremo del porche le había llegado el sonido de un roce que no había causado el viento, y en un punto entre las parras que poco antes parecía despejado, se veía ahora una mancha oscura, como si se hubiera asomado por allí una cabeza para mirarlo.

—¿Quién es…? —empezó a preguntar Steve, al tiempo que se tambaleaba hacia atrás.

Una figura había saltado desde las parras oscuras y se había lanzado hacia su pecho.

—Señor Threefall —gritaba la figura, con la voz de la chica de la oficina de telégrafos—, ¡hay alguien en la casa!

—¿Un ladrón, quieres decir? —preguntó como un estúpido, mientras miraba fijamente la carita blanca que, vuelta hacia arriba, lo observaba desde poco más allá de su barbilla.

—¡Sí! ¡Está arriba! ¡En la habitación del doctor MacPhail!

—¿Y el doctor está ahí?

—¡No, no! Él y la señora MacPhail todavía no han vuelto.

Para tranquilizarla, le dio unas palmaditas en el hombro, recubierto de terciopelo, pero como escogió el hombro más lejano se vio obligado a agarrarla por completo.

—Todo se arreglará —le prometió—. Tú quédate aquí, en la penumbra, y yo volveré en cuanto me haya ocupado de nuestro amigo.

—¡No, no! —Ella se aferró a su hombro con las dos manos—. Iré contigo. No me puedo quedar aquí sola. En cambio, contigo no tendré miedo.

Steve agachó la cabeza para mirarla a la cara y, al golpearse la barbilla con algún objeto de metal frío, se le cerró la boca con un chasquido. El metal frío era del cañón de un revólver grande, niquelado, que la mujer sostenía con una de las manos que había llevado a su hombro.

—A ver, dame eso —exclamó él— y te dejaré venir conmigo.

Ella le dio el arma y él se la metió en el bolsillo.

—Agárrate al faldón de mi chaqueta —ordenó—, quédate tan cerca de mí como puedas y si digo «al suelo» no te sueltes; te dejas caer al suelo y te quedas ahí.

Así, con la chica hablándole al oído para guiarlo, entraron por una puerta que ella había dejado abierta y subieron a la planta de arriba. A su derecha, cuando se detuvieron en el rellano superior de la escalera, sonó un roce cauteloso.

Steve bajó tanto la cara que se encontró el cabello de la mujer en los labios.

—¿Cómo se va a esa habitación? —susurró.

—Recto por el pasillo. Termina ahí.

Avanzaron de puntillas por el pasillo. Steve adelantó una mano para tocar el marco de la puerta.

—¡Al suelo! —susurró a la chica.

Los dedos soltaron su chaqueta. Abrió la puerta de golpe, entró de un salto y la cerró de un portazo. El óvalo negro de una cabeza destacaba en contraste con la luz gris de la ventana. Steve lanzó su bastón contra ella. La madera chocó con algo en lo alto, sonó el cristal al quebrarse y los fragmentos le cayeron encima. El óvalo ya no se veía recortado en la ventana. Giró hacia la izquierda y lanzó un brazo hacia el lugar del que procedía el ruido de alguien al moverse. Sus dedos encontraron un cuello: un cuello fino con la piel seca y quebradiza como un papel.

Recibió una patada en la espinilla, justo debajo de la rodilla. El cuello quebradizo se le escabulló de la mano. Quiso atraparlo de nuevo, pero los dedos, debilitados por la herida del antebrazo, no lo consiguieron. Soltó el bastón y lanzó la mano derecha en apoyo de la izquierda. La mano débil se había alejado del cuello quebradizo y allí ya no había nada que atrapar.

Una mancha deforme oscureció el centro de una ventana abierta y luego desapareció, acompañada por unos pasos quedos sobre el techo de la veranda trasera. Steve saltó hacia la ventana a tiempo para ver cómo se incorporaba el ladrón después de saltar al suelo desde el techo de la veranda y echaba a correr hacia la valla trasera de la casa, más bien baja. Había pasado ya una pierna al otro lado de la ventana cuando los brazos de la chica rodearon su cuello.

—¡No, no! —le suplicó—. ¡No me abandones aquí! ¡Deja que se escape!

—De acuerdo —dijo él, con reticencia.

Luego, se animó al recordar la pistola que le había confiscado a la chica. La sacó del bolsillo cuando la sombra fugitiva del patio llegaba ya a la valla; y cuando empezó a saltarla, con una mano apoyada en la parte superior, Steve apretó el gatillo. Sonó un chasquido. Volvió a disparar: otro chasquido. Seis chasquidos después, el ladrón había desaparecido en la noche.

Steve abrió el revólver en la oscuridad y pasó los dedos por la parte trasera del tambor: seis cámaras vacías.

—Enciende la luz —dijo en tono brusco.