IV

UN HOMBRE FLACO, DE CARA TRISTE

Un extremo del banco que había delante de la oficina de telégrafos estaba ocupado cuando Steve, sin prestar atención al hombre sentado en él, se acomodó en el otro extremo. Descansó el bastón negro entre las piernas y se lio un cigarrillo con una lentitud pensativa, con la mente puesta en la escena que acababa de transcurrir dentro de la oficina.

Se preguntó por qué siempre que había alguna razón especial para la solemnidad a él le daba por ponerse frívolo. Por qué siempre que se enfrentaba a una situación importante, o que tuviera algún significado para él, se deslizaba de manera incontrolable hacia el cacareo y se ponía a hacer el payaso. Encendió el cigarrillo y con algo de sarcasmo decidió —como ya había hecho una docena de veces en ocasiones anteriores— que todo se debía a un intento infantil de disimular su timidez; que pese a sus treinta y cinco años de vida, dieciocho de rozarse los hombros con el mundo —no solo con sus aristas, también con sus superficies más pulidas—, en el fondo seguía siendo un chiquillo: un niño grande.

—Menuda trompa te pillaste ayer —le comentó el hombre sentado en la otra punta del banco.

—Sí —admitió Steve sin volver la cabeza.

Daba por hecho que mientras permaneciera en Izzard seguiría oyendo comentarios sobre su loca aparición.

—Seguro que el viejo Denvir te ha limpiado del todo, como hace siempre, ¿no?

—Ajá —respondió Steve, volviendo al fin la cabeza para mirar al otro.

Vio a un hombre muy alto y delgado, vestido de un marrón herrumbroso, encorvado para apoyar la nuca en el respaldo, con sus angulosas piernas extendidas a lo ancho de la acera. Un hombre de más de cuarenta con el rostro demacrado y melancólico, marcado por unas arrugas tan profundas que más bien parecían pliegues de la piel. Los ojos tenían el lúgubre tono castaño propio de un perro basset y la nariz era larga y afilada como un abrecartas. Iba dando caladas a un puro negro al que arrancaba una sorprendente cantidad de humo para luego exhalarlo hacia arriba, dividido en dos penachos grises al salir por la nariz.

—¿Habías estado antes en nuestra noble y joven ciudad? —preguntó a continuación el melancólico individuo.

El ritmo monótono de su voz no era desagradable al oído.

—No, es la primera vez.

El flaco inclinó la cabeza en un gesto irónico.

—Si te quedas, te gustará —dijo—. Es muy interesante.

—¿Qué hay por aquí? —preguntó Steve, llevado por una leve curiosidad a propósito de su compañero de banco.

—Nitrato de sodio. Se saca a paladas del desierto, se hierve, o se cocina como sea, y se vende a los fabricantes de fertilizantes, a los fabricantes de ácido nítrico y a cualquier otra clase de fabricantes capaces de fabricar algo con nitrato de sodio. La fábrica en la que, para la que y desde la que se hace todo eso queda más allá, al otro lado de las vías del tren.

Señaló calle abajo con indolencia, hacia un grupo de edificios bajos de hormigón que bordeaban el desierto al final de la avenida.

—Y si alguien no se dedica a jugar con el sodio… —preguntó Steve, más por provocar que aquel hombre siguiera hablando que por satisfacer su afán de conocimiento de las costumbres locales—. ¿Qué otra cosa se puede hacer?

El flaco encogió sus hombros huesudos.

—Eso depende —dijo— de quién seas. Si eres Dave Brackett —señaló con un dedo en dirección a la fachada roja del banco, en la otra acera— te relames con tus hipotecas, o lo que sea que hacen los banqueros; si te llamas Grant Fernie y eres demasiado grande para ser un hombre, aunque no tanto como para ser un caballo, te enganchas una placa en el pecho y te dedicas a meter en el calabozo a los malos conductores que vienen de fuera para que duerman la mona; o si eres Larry Ormsby y tu viejo es el dueño de la fábrica de sodio, entonces conduces cochazos importados del otro lado del charco —añadió, señalando el Vauxhall con una inclinación de cabeza— y te pasas el día persiguiendo a las bellas operadoras de telégrafos. Pero entiendo que tú estás sin blanca, acabas de mandar un telegrama pidiendo dinero y estás esperando el resultado, más o menos dudoso. ¿Es así?

—Así es —respondió Steve sin prestar demasiada atención.

Así que el dandi vestido de gris se llamaba Larry Ormsby y era hijo del dueño de la fábrica.

El flaco recogió las piernas y se puso en pie.

—En ese caso, es hora de comer y yo soy Roy Kamp y tengo hambre y no me gusta comer solo y me encantaría acompañarte a conocer los grasientos peligros de un almuerzo en casa de Finn.

Steve se levantó y le tendió la mano.

—Encantado, también —dijo—. El café que he tomado para desayunar está pidiendo compañía. Me llamo Steve Threefall.

Se dieron la mano y echaron a andar juntos, calle arriba. Dos hombres enfrascados en una seria conversación bajaban hacia ellos; uno era el tipo corpulento a quien Larry Ormsby había abofeteado. Steve esperó hasta que pasaron junto a ellos y luego preguntó a Kamp como quien no quiere la cosa:

—¿Y quiénes son esos, con pinta de importantes?

—El pequeño y regordete que lleva un traje de cuadros que parece un uniforme escolar es Conan Eider: inmobiliaria, seguros e inversiones. El que iba a su lado, con pinta de haber nacido en Wallingford, es el mismísimo W. W. Fundador, dueño y yo qué sé qué más del pueblo. W. W. Ormsby, el honorable. El papá de Larry.

Entonces, la escena de aquella oficina, con su bofetada y el asomo de la pistola, había sido un asunto familiar; un asunto entre padre e hijo, en el que el hijo tenía un papel dominante. Steve, que ahora caminaba sin prestar demasiada atención a lo que decía la voz de barítono de Kamp, sintió un creciente desagrado al recordar la imagen de la chica y Larry Ormsby hablando junto al mostrador, con sus cabezas bien pegadas.

El comedor de Finn era poco más que un pasillo encajado entre una sala de billar y una ferretería, con la amplitud apenas suficiente para una barra y una hilera de taburetes giratorios. Cuando entraron los dos hombres, solo había un cliente.

—Hola, señor Rymer —saludó Kamp.

—¿Qué tal, señor Kamp? —contestó el hombre de la barra.

Cuando el tipo volvió la cabeza hacia ellos, Steve se dio cuenta de que era ciego. Velados por una cortina gris, sus ojos grandes y azules parecían dos agujeros.

Era un hombre de talla media que aparentaba unos setenta años, aunque la flexibilidad de sus manos blancas y esbeltas sugería algo menos. Una densa melena de cabello blanco caía sobre un rostro que, pese a estar entrecruzado por arrugas, parecía en calma, como si perteneciera a un hombre que se hallaba en paz con el mundo. Estaba terminando de comer y tardó poco en irse, desplazándose hacia la puerta con la lenta exactitud propia de un ciego en un entorno familiar.

—El viejo Rymer —dijo Kamp a Steve— vive solo en una choza detrás de donde van a instalar la nueva sede de los bomberos. Se supone que tiene toneladas de monedas de oro bajo el suelo, según los cotilleos locales. Cualquier día nos lo encontraremos hecho polvo. Pero no atiende a razones. Dice que a él nadie le haría daño. ¡Y lo dice en una ciudad con un surtido de maleantes tan variado!

—¿Es una ciudad dura?

—¡No puede ser de otra manera! Solo tiene tres años… Y las ciudades nacidas en el desierto siempre atraen a los chicos duros.

Kamp se despidió de Steve después de comer, le dijo que probablemente se encontrarían por la ciudad a lo largo de la tarde y le insinuó que en el salón de billar contiguo había buenas partidas.

—Ahí nos veremos, entonces —dijo Steve.

Volvió a la oficina de telégrafos. La chica estaba sola.

—¿Hay algo para mí? —le preguntó.

Ella dejó sobre el mostrador un talón verde y un telegrama y regresó a su escritorio. El telegrama decía:

Apuesta cobrada.

Doscientos pagados a Whiting por el Ford. Mando seiscientos cuarenta de saldo.

Enviaré la ropa. Ten cuidado.

HARRIS

—¿Mandaste el telegrama a cobro revertido, o te debo…?

—Revertido.

—Sin alzar la mirada.

Steve apoyó los codos para inclinarse por encima del mostrador; el mentón, exagerado todavía por el rastrojo de barba, aunque libre ya de polvo y suciedad, apuntaba hacia delante para subrayar su determinación de mantener la debida seriedad hasta que hubiera hecho lo que tenía que hacer.

—Oye, señorita Vallance —dijo, con toda intención—. Ayer hice toda clase de estupideces y no sabe cuánto lo lamento. Pero, a fin de cuentas, no ocurrió nada terrible y…

—¡Nada terrible! —estalló la mujer—. ¿No le parece nada sufrir la humillación de que un tipo con la cara sucia y el coche en un estado aún peor te persiga como a un conejo arriba y abajo por la calle?

—No te perseguía. La segunda vez, volví para disculparme. De todos modos… —Ante la incomodidad que le provocaba su irredenta hostilidad, la decisión de comportarse con seriedad no sirvió para nada y Steve volvió a caer en el tono burlón que solía usar para defenderse—. Por mucho miedo que pasaras, deberías aceptar mis disculpas y olvidar el pasado.

—¿Miedo? Hombre…

—Me encantaría que dejaras de repetir mis palabras —se quejó Steve—. Esta mañana ya lo has hecho, y ahora otra vez. ¿Nunca se te ocurre algo propio que decir?

Ella lo fulminó con la mirada, abrió la boca y la cerró con un ligero chasquido. Con su rostro airado bruscamente inclinado sobre los papeles que tenía en la mesa, se puso a sumar cifras de una columna.

Steve movió la cabeza en fingida señal de aprobación y cogió el talón para llevarlo al banco, en la otra acera.

El único hombre visible en el banco cuando entró Steve era un tipo pequeño y regordete con una barba entrecana y cuidadosamente recortada que escondía casi por completo su cara jovial, salvo por los ojos: unos ojos astutos y amables.

El hombre se acercó a la ventana abierta en la rejilla y dijo:

—Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?

Steve entregó el talón de la oficina de telégrafos.

—Quiero abrir una cuenta.

El banquero cogió el papel verde y le dio un golpecito con un dedo grueso.

—¿Es usted el hombre que asaltó ayer mi fachada con un automóvil? —Steve Sonrió. Un destello animó los ojos del banquero y una sonrisa le sacudió la barba—. ¿Se va a quedar en Izzard?

—Un tiempo.

—¿Puede darme alguna referencia?

—Tal vez el juez Denvir, o Fernie, el jefe de policía, le hablen bien de mí —dijo Steve—. Pero si escribe al Seaman’s Bank de San Francisco le dirán que, hasta donde ellos saben, soy de fiar.

El banquero asomó una mano rolliza por la ventana del enrejillado.

—Encantado de conocerlo. Me llamo David Brackett. Si hay algo que pueda hacer para ayudarle a instalarse… Venga a verme.

Diez minutos después, ya fuera del banco, Steve se topó con el gigantesco policía, que se detuvo delante de él:

—¿Sigues aquí? —preguntó Fernie.

—Ahora soy un izzardita —respondió Steve—. Al menos, por un tiempo. Me gusta vuestra hospitalidad.

—No dejes que el viejo Denvir te vea salir del banco —le aconsejó Fernie—. Si no, la próxima vez te estrujará a fondo.

—No habrá una próxima vez.

—En Izzard siempre la hay —dijo el jefe de policía en tono enigmático, antes de poner su mole en movimiento.