II

LA JUSTICIA Y UNA BOFETADA EN LA CARA

Steve Threefall se despertó sin sorprenderse demasiado por la extrañeza de lo que le rodeaba, como suele ocurrirle a quien ya se ha despertado antes en lugares ajenos. Antes de abrir los ojos del todo, ya conocía los datos básicos de su situación. El tacto del catre en que dormía y el olor agudo del desinfectante en sus fosas nasales le dijeron que estaba en la cárcel. La cabeza y la boca le dijeron que había estado borracho; y el rastrojo de barba de tres días en la cara le dijo que había estado muy borracho.

Al sentarse y bajar los pies al suelo volvieron a él los detalles. Los dos días de beber sin parar en Whitetufts, al otro lado de la línea que separaba Nevada de California, con Harris, el propietario del hotel, y Whiting, un ingeniero de regadío. La estrepitosa discusión sobre viajar por el desierto, con el contraste entre su experiencia en Gobi y las experiencias americanas de los demás. La apuesta a que podía conducir de Whitetufts a Izzard durante el día sin beber más que el licor blanco especialmente amargo que estaban bebiendo en ese momento. La salida en la grisura del alba inminente, en el Ford de Whiting, con el propio Whiting y Harris tambaleándose por la calle detrás de él, despertando a la ciudad con sus gritos de borrachos y el rugido de sus consejos burlones hasta que llegó al límite del desierto. Y luego el trayecto por el desierto, a lo largo de una carretera más caliente todavía que el desierto mismo, con… Decidió no pensar en el trayecto. Aunque lo había conseguido. Había ganado la apuesta. Ya no recordaba cuánto se habían jugado.

—Entonces, ¿se te ha pasado por fin? —preguntó una voz atronadora.

La puerta de barrotes de acero se abrió y entró un hombre que ocupaba todo el espacio del umbral. Steve le sonrió. Era el gigante que se negaba a practicar la lucha libre. Ahora iba sin chaqueta ni chaleco y se le veía más alto que antes. Uno de sus tirantes estaba decorado con un una placa brillante que lo identificaba como jefe de la policía local con la inscripción «Marshall».

—¿Ganas de desayunar? —preguntó.

—Sería capaz de darle un bocado a una lata de café.

—De acuerdo. Pero tendrás que tragártelo rápido. El juez Denvir está esperando para echarte un vistazo y cuanto más lo hagas esperar más duro será contigo.

La sala en la que el juez de paz Tobin Denvir administraba justicia era una habitación grande de la tercera planta de un edificio de madera. Estaba austeramente decorada con una mesa, un escritorio antiguo, un grabado al acero de Daniel Webster, un estante lleno de libros que dormían bajo un polvo de semanas, una docena de sillas incómodas y media docena de escupidores de porcelana agrietados y desportillados.

El juez estaba sentado entre el escritorio y la mesa, con los pies en la segunda. Eran los pies pequeños propios de un hombre pequeño. Tenía la cara llena de arruguitas de irritación, los labios finos y prietos y unos ojos brillantes, sin párpados, como de pájaro.

—Bueno, ¿de qué se le acusa?

La voz era aguda, bruscamente metálica. Mantuvo los pies sobre la mesa.

El jefe de la policía local respiró hondo y recitó.

—Conducir por el lado contrario de la calle superando el límite de velocidad, conducir habiendo consumido alcohol, sin carnet, poniendo en peligro las vidas de los peatones por no llevar las manos en el volante, y aparcamiento inapropiado, en la acera, contra el banco. —El Marshall volvió a respirar y luego añadió, con pena manifiesta—: También había una de intento de agresión, pero la chica Vallance no va a aparecer, así que tenemos que retirarla.

Los ojos brillantes del juez se posaron en Steve.

—¿Cómo se llama? —gruñó.

—Steve Threefall.

—¿Es el nombre verdadero? —preguntó el policía.

—Claro que lo es —soltó el juez con brusquedad—. No irás a pensar que nadie sería tan estúpido como para darte un nombre así si no fuera verdadero, ¿no? —Luego se dirigió a Steve—: ¿Qué dices tú? ¿Culpable, o no?

—Iba un poco…

—¿Eres culpable, o no?

—Eh, supongo que…

—¡Ya basta! Multa de ciento cincuenta dólares, más las costas. Las costas son de quince dólares y ochenta centavos, lo que suma un total de ciento sesenta y cinco dólares y ochenta centavos. ¿Paga, o va a la cárcel?

—Si los tengo, pago —dijo Steve, volviéndose hacia el policía—. Usted se quedó con mi dinero. ¿Tengo esa cantidad?

El policía movió su cabeza gigantesca en gesto afirmativo.

—La tiene —contestó—. Exactamente. Al céntimo. Qué curioso que haya salido así, ¿verdad?

—Sí, qué curioso —repitió Steve.

Mientras el juez de paz preparaba un recibo para la multa, el policía devolvió a Steve su reloj, el tabaco y las cerillas, la navajita de bolsillo, las llaves y, por último, el bastón negro. El grandullón sopesó el bastón con una mano y lo examinó de cerca antes de entregárselo. Era grueso, de ébano, pero parecía pesado incluso para esa madera, con un equilibrio que insinuaba la presencia de contrapesos en la contera y la empuñadura. Salvo en un trozo del centro, de la amplitud de una mano de hombre, el bastón estaba gastado, lleno de cortes y muescas que daban testimonio de su uso frecuente, marcas que el cuidadoso pulido no había logrado eliminar o disimular. El negro de la zona lisa era más suave que en el resto, igual que el de la empuñadura, como si hubiera tenido mucho más roce con la palma de la mano.

—En un apuro, no es mala arma —dijo el policía en tono intencionado mientras devolvía el bastón a su dueño.

Steve lo agarró con el gesto que se reserva a un compañero favorito y constante.

—No es mala —concedió—. ¿Qué ha pasado con el cacharro?

—Está en el taller, al doblar la esquina de la calle Main. Pete dijo que no estaba destrozado del todo y que le parece que lo puede arreglar si le interesa.

El juez le entregó el recibo.

—¿Y con esto ya he terminado? —preguntó Steve.

—Espero que sí —contestó en tono amargo el juez Denvir.

—Lo mismo digo —respondió Steve.

Se puso el sombrero, se encajó el bastón negro bajo el brazo, saludó al gigantesco policía con una inclinación de cabeza y abandonó la sala.

Steve Threefall bajó la escalera de madera que llevaba a la calle con toda la alegría mental que le permitía su cuerpo, abrasado en su interior por el licor blanco y en su exterior por un día entero de carrera en el desierto calcinante.

Que el juez le hubiera vaciado hasta el último centavo de los bolsillos le preocupaba poco. Sabía bien que la justicia se comportaba así en todas partes con el de fuera, y la mayor parte de su dinero lo esperaba todavía en manos del propietario del hotel de Whitetufts. Se había librado de una condena de cárcel y podía considerarse afortunado. Mandaría un telegrama a Harris para que le enviase parte de su dinero, esperaría a que reparasen el Ford y luego volvería a Whitetufts, aunque esta vez no lo haría con la dieta del whisky.

«¡Nada de eso!», le gritó una voz en el oído.

Dio un respingo y luego se rio de sus nervios, crispados por el alcohol. Aquellas palabras no eran para él. A su lado, en un rellano de la escalera, había una ventana abierta y, frente a ella, al otro lado de un callejón estrecho, quedaba la ventana, también abierta, de otro edificio. La segunda correspondía a una oficina en la que dos hombres, sentados cara a cara ante un escritorio, se miraban.

Uno de ellos, de mediana edad y bien fornido, llevaba un traje de paño fino, del cual sobresalía la barriga, cubierta por un chaleco blanco. Estaba rojo de ira. El hombre encarado a él era más joven, quizá de unos treinta años, llevaba un bigote corto y oscuro, tenía los rasgos esculpidos y un cabello moreno satinado. Cubría su delgado cuerpo de atleta con un inmaculado traje gris, camisa gris, corbata gris y plata, y delante de él, sobre la mesa, tenía un sombrero de panamá con la cinta gris. En contraste con la rojez del otro, este tenía la cara blanca.

El fortachón dijo algo: una docena de palabras en un tono tan bajo que Steve no llegó a entenderlas.

El más joven golpeó con saña al que acababa de hablar con la mano abierta, una mano que a continuación voló hasta la chaqueta de su dueño, de donde sacó una pistola automática de cañón corto.

—Bola de sebo —gritó el joven, con voz sibilante—. Como te metas en esto, te arruinaré el chaleco.

Golpeó el protuberante chaleco con su automática y se rio en la cara fea y rolliza del tipo musculoso; al reírse una amenaza chispeó en su dentadura impecable y en la oscura hendidura de sus ojos. Luego cogió el sombrero, se echó la pistola al bolsillo y desapareció de la vista de Steve. El gordo se sentó.

Steve siguió bajando hacia la calle.