CIUDAD DE PESADILLA

I

UNA LLEGADA SENSACIONAL

Un Ford, blanqueado por el viaje a través del desierto hasta tal punto que casi resultaba imposible distinguirlo de las nubes de humo que revoloteaban en torno a él, bajaba por la calle Main de Izzard. Igual que el polvo, se acercaba veloz, errático, recorriendo en zigzag toda la amplitud de la calzada.

Una mujer pequeña —una chica de veinte años vestida con franela marrón— salió a la calle. Solo gracias al salto hacia atrás que dio con la rapidez de un pájaro, el Ford errante la esquivó por centímetros. Se mordisqueó el labio inferior con unos dientes bien blancos, lanzó con sus ojos negros una mirada de enojo a la trasera del coche que se alejaba y volvió a probar la calzada.

Cerca del otro bordillo, el Ford cargó de nuevo contra ella. Sin embargo, había tenido que reducir la velocidad para dar la vuelta. Esta vez, para escaparse la chica solo tuvo que recorrer a toda velocidad los pasos que la separaban de la acera.

Un hombre se bajó del automóvil, que no había dejado de moverse. Conservó milagrosamente el equilibrio, trastabillado, resbalando, hasta que pudo echarle un brazo al poste de hierro de una marquesina para detenerse bruscamente. Era un hombre grande, vestido de un caqui desleído, alto, ancho, de brazos gruesos; tenía los ojos grises e inyectados en sangre; tanto la cara como la ropa, rebozados de polvo. Con una mano sujetaba un bastón negro y grueso, con la otra se quitó el sombrero y luego se inclinó en una reverencia exageradamente sumisa ante la mirada enojada de la chica.

Una vez terminada la reverencia, lanzó el sombrero descuidadamente a la calzada y exhibió una sonrisa grotesca entre la máscara de polvo que le recubría la cara: una sonrisa que acentuaba la dureza de un mentón sucio y de aparente aspereza por los pelos.

—Le ofrezco mis disculpas —dijo—. Si no llego a tener cuidado, creo que casi la atropello. Esa camioneta es poco fiable. Me la ha prestado un ingeniero. Nunca le pida nada prestado a un ingeniero. No son fiables.

La chica se quedó mirando el lugar en que se alzaba aquel hombre como si él no estuviera allí, como si, de hecho, allí nunca hubiera habido nadie; luego se volvió, le mostró su pequeña espalda y avanzó calle abajo con un andar muy riguroso.

El hombre la miró fijamente con una estúpida expresión de sorpresa en los ojos, hasta que ella desapareció por un umbral, a media manzana. Entonces se rascó la cabeza, se encogió de hombros y se volvió para mirar hacia el otro lado de la calle, donde el coche había hincado el morro contra la fachada de ladrillo visto del banco de Izzard y ahora temblaba y repiqueteaba como si le hubiera entrado el pánico al descubrir que nadie lo conducía.

—Mira ese cabrón —dijo el hombre.

Una mano se cerró en torno a su brazo. El hombre volvió la cabeza y luego, pese a que él mismo medía más de un metro ochenta, tuvo que alzar la vista para mirar a los ojos al gigante que lo estaba sujetando.

—Vamos a dar un paseíto —propuso el gigante.

El hombre de caqui desleído examinó al otro desde la puntera ancha de sus zapatos hasta la corona arrugada del sombrero negro, lo examinó con una admiración intensa que resultaba inconfundible en sus ojos enrojecidos. Le hablaba desde la enormidad de sus casi dos metros. Unas piernas que parecían columnas sostenían un cuerpo como un tonel, con unos hombros amplios, algo caídos, como si su propio peso les resultara excesivo. Tendría en torno a los treinta y cinco años y su cara, de rasgos gruesos y expresión flemática, con arrugas quemadas por el sol en torno a unos ojos pequeños y claros… La cara de un hombre decidido.

—¡Por Dios, qué grande! —exclamó el de caqui al terminar su repaso. Luego se le iluminaron los ojos—. ¡Hagamos lucha libre! Apuesto diez pavos contra quince a que le puedo tumbar. ¡Vamos!

El gigante soltó una risa profunda desde su amplio pecho, agarró al hombre de caqui por un brazo y por el cogote y echó a andar calle abajo con él.