IX

—Mi especialidad era el robo en hoteles —dijo el inglés, tras una pausa—. Vine a Estados Unidos cuando Inglaterra y el continente europeo empezaron a resultarme incómodos. Se me daba bastante bien. Tenía los modales adecuados: una buena fachada. Podía hacerme pasar por gentleman sin demasiado esfuerzo, ya me entiendes. De hecho, hubo un tiempo, no hace tanto, en que yo no era «Ed, el de Liverpool». Pero lo que te interesa no es oírme alardear sobre la sangre selecta que corre por mis venas.

»Volvamos a lo que importa: en mi primer viaje a Estados Unidos hice una gira bastante triunfal. Visité la mayor parte de los mejores hoteles entre Nueva York y Seattle, con buenos rendimientos. Entonces, una noche, en un hotel de Seattle, saqué las herramientas y me colé en una habitación del cuarto piso. Apenas acababa de cerrar la puerta detrás de mí cuando ya sonaba una llave en la cerradura. La habitación estaba completamente a oscuras. Me atreví a alumbrar un destello con mi linterna, escogí una puerta del armario y me escondí tras ella, justo a tiempo.

»Era un armario ropero y estaba vacío; un buen golpe de suerte, porque eso significaba que la persona que ocupaba la habitación no tendría que abrirlo para sacar nada. Él —porque era un hombre— acababa de encender la luz.

Empezó a caminar de un lado a otro. Se tiró tres buenas horas caminando así —de un lado a otro, de un lado a otro, de un lado a otro— mientras yo permanecía tras la puerta del armario con la pistola en una mano, por si acaso le daba por abrirla. Tres buenas horas pateando el suelo. Luego se sentó y oí el rasguido de la pluma sobre el papel. Así pasaron diez minutos y después empezó a caminar otra vez; solo que ahora duró apenas unos minutos. Oí el ruido de unas hebillas de maleta. ¡Y un disparo!

»Abandoné mi escondrijo de un salto. El hombre estaba tirado en el suelo con un agujero en la cabeza. Un mal paso para mí, desde luego. Oí voces nerviosas en el pasillo. Pasé por encima del muerto y encontré la carta que había escrito en la mesa. Estaba dirigida a la señora Ashcraft, con dirección en un número de la calle Wine en Bristol, Inglaterra. La abrí. Había escrito que se iba a pegar un tiro y firmaba con su nombre: Norman. Me sentí mejor. Aquello no podía confundirse con un asesinato.

»Sin embargo, yo estaba en aquella habitación con una linterna, una serie de llaves maestras y un arma, por no hablar de unas joyas que había recogido en el piso anterior. Alguien llamaba a la puerta. “¡Llamen a la policía!”, grité sin abrir la puerta, con la intención de ganar tiempo. Luego me volví hacia el hombre que me había metido en aquel lío. Hubiera acertado que era inglés aun sin ver la dirección en su carta. Hay miles de británicos que tenemos esa pinta: rubios, bastante altos, con buena planta. Tomé la única opción que se me ofrecía. Su sombrero y su abrigo estaban en una silla, donde él los había soltado. Me los puse y dejé mi sombrero a su lado. Me arrodillé vacié mis bolsillos y los suyos, le di todas mis pertenencias y me guardé las suyas. Luego intercambié los zapatos y abrí la puerta.

»Mi idea era que tal vez quienes acudiesen primero no lo conocieran de vista, o no lo suficiente como para reconocerlo de inmediato. Eso me daba unos cuantos segundos que aprovecharía para desaparecer. Sin embargo, al abrir la puerta entendí que mi idea no funcionaría tal como estaba planeada. El detective del hotel estaba allí con un policía y enseguida supe que había perdido. No habría muchas posibilidades de escaparme de ellos. Pero jugué mi mano. Les dije que había subido a mi habitación y me había encontrado con aquel tipo en el suelo, registrando mis propiedades. Lo había pillado y en la pelea consiguiente le había pegado un tiro.

»Pasaron minutos como horas y nadie me denunció. La gente me llamaba señor Ashcraft. Mi imitación estaba triunfando. Al principio me quedé boquiabierto, pero cuando supe más cosas de Ashcraft ya no me sorprendió tanto. Había llegado al hotel aquella misma tarde y solo lo habían visto con el abrigo y el sombrero puestos: el mismo abrigo y el mismo sombrero que yo llevaba ahora. Teníamos el mismo tipo, la misma constitución: los típicos rubios ingleses.

»Entonces me llevé otra sorpresa. Cuando el detective examinó la ropa del muerto se encontró con que alguien había arrancado las etiquetas. Más adelante, cuando pude leer su diario, encontré una explicación para eso. Había estado jugando a cara y cruz consigo mismo, alternando entre la determinación de matarse y la de cambiar de nombre y buscarse un nuevo lugar en el mundo, dejando atrás su antigua vida. Mientras reconsideraba el segundo plan había arrancado las etiquetas de toda su ropa.

»Sin embargo, mientras estaba allí con aquella gente yo no sabía todo eso. Solo sabía que estaban ocurriendo milagros. Yo los encajaba tal como se iban produciendo, sin mover un pelo, aceptándolo todo como si fuera lo más natural. Creo que la policía se olía algo raro, pero no conseguían saber qué era. Había un muerto en el suelo, con equipación de ladrón en los bolsillos, un bolsillo lleno de joyas robadas y las etiquetas de toda su ropa arrancadas, como solían hacer los ladrones. Y estaba yo: un inglés próspero a quien los miembros del personal del hotel reconocían como legítimo ocupante de la habitación.

»En ese momento yo tenía que hablar poco, pero después de repasar los objetos del muerto empecé a conocerlo de arriba abajo, de cabo a rabo. Tenía montones de papeles y un diario en el que anotaba todo lo que había hecho o pensado en la vida. Invertí la primera noche en estudiar todo aquello y memo —rizarlo, y en practicar su firma. Entre las cosas que le había sacado de los bolsillos había cheques de viajero por valor de mil quinientos dólares y me interesaba estar en condiciones de canjearlos por efectivo a la semana siguiente.

»Me quedé tres días en Seattle, ejerciendo de Norman Ashcraft. Había tropezado con algo fantástico y no lo iba a desperdiciar. La carta a su esposa me libraría de la acusación de asesinato si algo salía mal y yo sabía que corría menos riesgo si llevaba aquello hasta el final que si salía corriendo. Cuando el nerviosismo se aplacó, hice las maletas, bajé a San Francisco y recuperé mi nombre: Edward Bohannon. Pero conservé todas las propiedades de Ashcraft porque había descubierto que su esposa tenía dinero y sabía que podía recibir parte de él si jugaba bien mis cartas.

»Ella me ahorró el problema de inventarme una manera de conseguir su dinero. Me encontré con uno de sus anuncios en el Examiner, lo contesté… Y aquí estamos.

Miré hacia Tijuana. Una nube de polvo amarillo se alzaba en un hueco entre dos colinas bajas. Debía de ser el coche en que Gorman y Hooper seguían mi rastro. Hooper debía de haberme visto salir detrás del inglés, habría esperado que llegara Gorman con el coche que hubiera usado para seguir a Cuello de Ganso desde Mexicali, con la lógica distancia necesaria para garantizar su seguridad, y luego habrían salido tras mi pista.

Me volví hacia el inglés.

—¿Pero no hiciste matar a la señora Ashcraft?

Negó con un movimiento de cabeza.

—Nunca podrás demostrarlo.

—Tal vez no —admití.

Saqué un paquete de cigarrillos del bolsillo y dejé un par en el asiento, entre nosotros dos.

—Vamos a hacer un juego. Solo es para mi satisfacción. No comprometerá a nadie; no demostrará nada. Si hiciste cierta cosa, coges el cigarrillo que queda más cerca de mí; si no la hiciste, coges el que queda más cerca de ti. ¿Quieres jugar?

—No, no quiero —respondió con énfasis—. No me gusta tu juego. Pero sí quiero un cigarrillo.

Alargó el brazo que tenía ileso y cogió el cigarrillo que quedaba más cerca de mí.

—Gracias, Ed —le dije—. Odio decirte esto, pero te voy a hacer colgar.

—Qué simpático eres, hijo.

—Tú estás pensando en el asunto de San Francisco, Ed —expliqué—. Yo hablo de Seattle. Tú, un ladrón de hoteles, fuiste descubierto en una habitación con un hombre que acababa de morir de un balazo en la cabeza. ¿Qué crees que hará un jurado con esa información, Ed?

Se rio de mí. Pero luego le ocurrió algo a su risa. Se convirtió en una sonrisa desmayada.

—Claro que lo hiciste —le dije—. Cuando empezaste a preparar tu plan para hacer matar a la señora Ashcraft y heredar toda su riqueza, lo primero que hiciste fue destruir la carta de suicidio de su marido. Por muy cuidadosamente que la guardaras, siempre quedaba la posibilidad de que alguien diera con ella y echara por tierra todo tu plan. Había cumplido su propósito y ya no la necesitabas más. Hubiera sido estúpido arriesgarse a que apareciera.

»No te puedo encerrar por los asesinatos que planeaste en San Francisco; pero te puedo acusar con el que no cometiste en Seattle, para que no te saltes la justicia. Irás a Seattle, Ed, y te colgarán por el suicidio de Ashcraft.

Y así fue.