A las diez de la mañana me despertó un botones con un telegrama. Era de Mexicali:
En coche hasta aquí anoche. Encerrado con amigos. Envió dos telegramas.
GORMAN
Eran buenas noticias. El hombre del cuello largo había caído en mi trampa, había tomado a mis cuatro jugadores frustrados por testigos y había interpretado que sus gestos de reconocimiento equivalían a sendas identificaciones. Cuello de Ganso era el que había cometido el asesinato y Cuello de Ganso acababa de huir.
Me había quitado ya el pijama y estaba a punto de ponerme la ropa interior cuando regresó el chico con otro telegrama. Este lo mandaba O’Gar por medio de la agencia:
Ashcraft desapareció ayer.
Llamé por teléfono para sacar a Hooper de la cama.
—Bájate a Tijuana —le dije—. Pégate a la casa donde dejaste anoche a la chica, salvo que la encuentres antes en La Herradura de Oro. Quédate hasta que aparezca. Sigues con ella hasta que la veas ponerse en contacto con un inglés rubio y entonces te pasas a él. Es un hombre menor de cuarenta, alto, de ojos azules y cabello rubio. No le dejes escapar; a partir de ahora es el protagonista de la fiesta. Yo estaré por ahí. Si el inglés y yo nos juntamos y la chica se va, la sigues a ella; en cualquier otro caso, te quedas con él.
Me vestí, desayuné algo y cogí un autocar hacia la ciudad mexicana. El chico que conducía el autocar cumplió con el horario previsto, pero cerca de Palm City, cuando nos pasó un descapotable marrón, me dio la sensación de que estábamos parados. El descapotable lo conducía Ashcraft.
Cuando lo volví a ver estaba vacío, delante de la casa de adobe. En la manzana siguiente, Hooper se hacía el borracho y hablaba con dos indios vestidos con el uniforme del ejército mexicano.
Llamé a la puerta de la casa de adobe.
La voz de Kewpie:
—¿Quién es?
—Yo. Impasible. Me acaban de contar que Ed ha vuelto.
—¡Oh! —exclamó. Lina pausa—. Entra.
Empujé la puerta y entré. El inglés estaba sentado con la silla inclinada hacia atrás, el codo derecho apoyado en la mesa y la mano en el bolsillo de la chaqueta. Si en aquel bolsillo había un arma, me estaba apuntando.
—Hola —dijo—. Me han contado que ibas por ahí haciendo preguntas sobre mí.
—Llámalo como quieras —arrastré una silla hasta que quedó a un par de palmos de él y me senté—. Pero no nos engañemos. Encargaste a Cuello de Ganso que matara a tu mujer para poderte quedar con todo lo que tenía. Tu error fue escoger a un mamón como Cuello de Ganso para ese encargo; un mamón que se metió en una matanza y luego perdió la calma. ¡Se largó a esconderse solo porque tres o cuatro testigos lo habían señalado! ¡Y solo se fue a Mexicali! ¡Menuda elección! Supongo que está tan asustado que el viaje de cinco o seis horas por esas colinas le parecía un viaje al fin del mundo.
La cara de aquel hombre no me decía nada. Se volvió apenas unos centímetros hacia mí, de tal manera que el arma de su bolsillo —si es que había tal arma— quedara apuntando a mi vientre. La chica estaba por detrás de mí, andando nerviosa de un lado a otro. Me daba miedo. Estaba locamente enamorada del tipo que tenía delante y yo ya le había visto el cuchillo que llevaba en una pierna. Imaginé el ansia de sus dedos en aquel mismo momento. El hombre y su arma no me preocupaban demasiado. No tenía el cerebro destrozado y no era probable que me pegara un tiro por un ataque de pánico, o por pura diversión.
Seguí dándole a la lengua.
—Tú no eres un mamón, Ed, y yo tampoco. Te quiero llevar al norte con las esposas puestas, pero no tengo prisa. Quiero decir, no me voy a levantar para que intercambiemos el plomo. Todo esto es parte de mi rutina diaria de trabajo. Para mí no es cuestión de vida o muerte. Si no te puedo detener hoy, estoy dispuesto a esperar a mañana. Al final te pillaré, salvo que se me adelante alguien, y eso tampoco me partiría el corazón. Entre mi chaleco y mi barriga hay un revólver. Si pides a Kewpie que me lo quite estaremos listos para la charla que quiero tener contigo.
Inclinó lentamente la cabeza y apartó sus ojos de mí. La chica se me acercó por detrás. Pasó una mano por encima de mi hombro, la metió bajo el chaleco y mi viejo revólver negro me abandonó. Antes de apartarse me rozó por un instante el cogote con la punta de su cuchillo: un amable recordatorio. Conseguí no saltar, ni dar un respingo.
—Bien —dije después de que ella le diera mi arma al inglés, que se la metió en el bolsillo con la mano izquierda—. He aquí mi propuesta: Kewpie y tú venís conmigo al otro lado de la frontera, para evitarnos el papeleo de la extradición, y os hago encerrar. Celebramos nuestra pelea en el juzgado. Como no estoy totalmente seguro de poder adjudicar los crímenes a ninguno de los dos, si fallo, quedáis en libertad. Si apruebo ese examen, tal como espero, os colgarán, claro. Pero siempre cabe la posibilidad de ganar el juicio, sobre todo cuando eres culpable; y esa es la única posibilidad que tenéis que verdaderamente merezca la pena.
»¿De qué sirve salir corriendo? ¿Pasaros el resto de la vida esquivando las balas? ¿Total, para que al final te acaben pillando? ¿O para que te maten cuando intentas escapar? Tal vez salves el cuello, pero… ¿Qué pasaría con el dinero que dejó tu mujer? Estás metido en este lío por ese dinero, si es que la hiciste matar por eso. Si pasas por el juzgado, tienes alguna posibilidad de quedártelo. Si sales corriendo, ya te puedes despedir. ¿Lo vas a despreciar? ¿Lo vas a tirar solo porque tu subalterno lo fastidió todo? ¿O te lo vas a jugar todo a la última carta: doble o nada?
Con esa clase de discurso se ha aplacado para que se entregaran pacíficamente a muchos de esos chicos que sueltan grandes frases para decir que no se dejarán atrapar vivos. Pero en ese momento mi jugada consistía en convencer a Ed y su chica para que se largasen. Si me dejaban meterlos en el trullo, tal vez lograra condenar a uno de los dos, pero no tenía demasiadas probabilidades. Todo dependía de cómo salieran las cosas más adelante. Dependía de mi capacidad para demostrar que Cuello de Ganso había estado en San Francisco la noche de los asesinatos, e imaginaba que le habrían provisto de toda una serie de pruebas para demostrar lo contrario. No habíamos conseguido encontrar ni una sola huella dactilar del asesino en casa de la señora Ashcraft. Y si conseguía convencer al jurado que había estado en San Francisco aquella noche, aún me faltaba demostrar que había cometido los asesinatos. Y después tenía todavía pendiente la parte más dura del trabajo: demostrar que lo había hecho por encargo de esos dos, y no por cuenta propia. Tenía la sensación de que si atrapábamos a Cuello de Ganso y le apretábamos las tuercas, hablaría. Pero solo era una sensación.
Lo que pretendía era provocar que aquel par saliera volando. No me importaba adónde pudieran ir, o qué hicieran, siempre que se marcharan. Confiaba en la suerte, y en mi cabeza, para sacarle algún provecho a su huida: seguía intentando agitar el asunto.
El inglés estaba pensando a fondo. Yo sabía que le había dado motivos de preocupación, sobre todo por lo que le había dicho sobre Cuello de Ganso Flinn. Si llego a intentar el truco clásico —decirle que habíamos detenido a Cuello de Ganso y había cantado—, el inglés me hubiera despreciado por mentiroso; pero lo poco que acababa de decirle le preocupaba.
Se mordió un labio y frunció el ceño. Luego se sacudió y soltó una risilla.
—Qué simpático eres, Impasible —dijo—. Pero…
No sé qué iba a decir; no sé si yo estaba a punto de ganar o de perder.
La puerta de la calle se abrió de golpe y Cuello de Ganso Flinn entró en la sala.
El polvo le blanqueaba la ropa. Tenía la cara tan inclinada hacia delante que su cuello largo y amarillo quedaba estirado del todo.
Sus ojos de botón se centraron en mí. Las manos hicieron una pirueta. Solo pudimos ver eso. Hicieron una pirueta y en cada una apareció un revólver.
—Las zarpas en la mesa, Ed —gruñó.
Una esquina de la mesa bloqueaba la línea de disparo entre el arma de Ed —si es que había alguna en el bolsillo— y el hombre del umbral. El inglés sacó la mano del bolsillo, vacía, y puso ambas palmas sobre la mesa.
—¡Quédate donde estás! —ladró Cuello de Ganso a la chica.
Ella estaba al otro lado de la sala. El cuchillo con el que me había rozado el cogote no estaba a la vista.
Cuello de Ganso me fulminó con la mirada un buen rato, pero al hablar se dirigió a Ed y Kewpie.
—Así que para esto me enviasteis un telegrama pidiéndome que volviera, ¿eh? ¡Una trampa! ¡Queréis que os haga de cabeza de turco! ¡Pues lo haré! Voy a cantar bien claro y luego me largaré de aquí, aunque tenga que abrirme camino entre todo el ejército mexicano. Maté a tu esposa, sí señor; y a sus sirvientes también. Los maté por los mil dólares…
La chica dio un paso hacia él y gritó:
—¡Cállate, maldita sea!
Movía la boca y hacía pucheros como una cría, y las lágrimas se le asomaban a los ojos.
—¡Cállate tú! —le rugió Cuello de Ganso. Con un pulgar amartilló el revolver que apuntaba a la chica—. Estoy hablando yo. La maté por…
Kewpie se inclinó hacia delante. La mano izquierda pasó por debajo del dobladillo de la falda. Luego volvió a aparecer… Vacía. El destello del arma de Cuello de Ganso iluminó el vuelo de la hoja metálica.
La chica dio vueltas por la sala, impulsada hacia atrás por las balas que le iban agujereando el pecho. Dio con la espalda contra la pared. Cayó al suelo.
Cuello de Ganso paró de disparar e intentó hablar. El mango marrón del cuchillo sobresalía de su cuello amarillento. Las palabras no conseguían atravesar la hoja. Soltó un revólver y trató de agarrar el mango. La mano llegó a medio camino, y luego cayó. El hombre se desplomó lentamente, quedó de rodillas, gateó, rodó de costado y se quedó quieto.
Salté hacia el inglés. El revólver que Cuello de Ganso había tirado resbaló bajo mi pie y me desequilibró. Mi mano rozó la chaqueta del inglés, pero él se retorció para escabullirse y sacó sus armas.
Tenía una mirada dura y fría y la boca tan cerrada que apenas se veía la partición de los labios. Caminó lentamente hacia atrás y yo me quedé quieto donde había caído. No dijo palabra. Un momento de duda al llegar al umbral. La puerta se abrió y se cerró de golpe. Había desaparecido.
Cogí el mismo revólver con el que acababa de tropezar, me planté de un salto junto al cuerpo de Cuello de Ganso, arranqué la otra arma de su mano muerta y salí disparado a la calle. El descapotable granate dejaba una nube de polvo a su estela en el desierto. A diez metros de mí había un turismo negro rebozado de polvo. Tenía que ser el que había usado Cuello de Ganso para acudir desde Mexicali.
Me acerqué corriendo, entré en él, lo devolví a la vida y lo encaré hacia la nube de polvo que se alejaba.