VI

San Diego estaba alegre y atiborrada de gente cuando bajé del tren a primera hora de la tarde siguiente: gente que acudía al reclamo del primer sábado de la temporada de carreras al otro lado de la frontera. Gente de la industria del cine de Los Ángeles, agricultores de Imperial Valley, marineros de la flota del Pacífico, jugadores, turistas, timadores y hasta gente normal de todas partes. Comí, me registré, dejé la maleta en un hotel y me fui al hotel U. S. Grant a recoger al empleado de la agencia de Los Ángeles que había pedido por telegrama.

Me lo encontré en el vestíbulo: un joven pecoso de unos veintidós años, cuyos brillantes ojos grises estaban en aquel momento ocupados con un programa de las carreras que sostenía con una mano en la que destacaba un dedo vendado con esparadrapo. Pasé por su lado y me detuve en el quiosco de tabaco, donde compré un paquete de cigarrillos y me dediqué a alisar una arruga imaginaria de mi sombrero. Luego volví a salir a la calle. El dedo vendado y lo del sombrero eran maneras de presentarnos. Alguien se inventó esos trucos antes de la guerra de Secesión, pero como seguían funcionando su antigüedad no era razón suficiente para descartarlos.

Subí paseando por la calle Cuarta, alejándome de Broadway, la avenida principal de San Diego, y el empleado se situó a mi altura. Se llamaba Gorman y resultó ser bastante buen tipo. Lo puse al día:

—Has de bajar a Tijuana y plantarte en el café de La Herradura de Oro. Allí verás a una chiquilla fortachona que hace de gancho para que los clientes beban: pelo corto y rizado, moreno, ojos marrones, cara redonda; boca roja, más bien grande; cuadrada de hombros. No hay confusión posible: es una chica guapa de unos dieciocho y se llama Kewpie. Es la que has de buscar. Mantente alejado de ella. No intentes pillarla. Yo te daré una hora de ventaja. Luego bajaré a hablar con ella. Quiero saber qué hace cuando yo me vaya y durante los días siguientes. Puedes ponerte en contacto conmigo cada noche en el… —Le di el nombre de mi hotel y mi número de habitación—. No te dirijas a mí en ningún otro lugar. Lo más probable es que yo entre y salga a menudo de La herradura de oro.

Nos separamos y yo bajé a la plaza y pasé una hora sentado en un banco, bajo una palmera. Luego fui hasta la esquina y me peleé para conseguir asiento para un concierto en Tijuana.

Después de veinte kilómetros o más de carretera polvorienta —con cinco personas embutidas en un asiento pensado para tres— y un alto momentáneo en la cola de Inmigración, me encontré bajando del autobús ante la entrada de las carreras. Los ponis llevaban un rato corriendo, pero los torniquetes de paso seguían dando vueltas para permitir la entrada de un arroyo de clientes hacia la carrera. De espaldas a la entrada, me acerqué a la hilera de minibuses que había delante del Monte Cario —el gran casino de madera— y me metí en uno de ellos para que me llevaran a la Ciudad Vieja.

La Ciudad Vieja parecía abandonada. Casi todo el mundo estaba contemplando los perros. La cara pecosa de Gorman apareció con una copa de mescal cuando entré en La Herradura de Oro. Esperé que tuviera una buena constitución. Si pensaba llevar toda la investigación con una dieta de cactus destilado, la iba a necesitar.

La bienvenida que me dieron los de La Herradura me hizo sentir como en casa. Hasta el camarero de los rizos aplastados me dedicó una sonrisa.

—¿Dónde está Kewpie? —pregunté.

—¿A Ed le ha salido un cuñado? —dijo una sueca grande, mirándome con lascivia—. Voy a ver si te la encuentro.

Justo entonces apareció Kewpie por la puerta.

—¡Hola, Impasible! —Se me echó encima con sus abrazos, frotó su cara contra la mía y vete tú a saber qué más—. ¿Has vuelto para otro buen copicheo?

—No —contesté, llevándola hacia los cubículos—. Esta vez es por trabajo. ¿Dónde está Ed?

—En el norte. Su esposa la ha palmado y él se ha ido a recoger los restos.

—¿Te da pena?

Me mostró sus grandes dientes blancos en una sonrisa varonil de pura felicidad.

—¡Imagínate! Es muy duro para mí que a papaíto le haya caído un montón de pasta.

La miré con el rabillo del ojo. Se suponía que era una mirada inteligente.

—¿Y crees que Ed volverá con toda la pasta para ti?

Clavó en mí su mirada oscura.

—¿Qué te pasa? —quiso saber.

Le dediqué una sonrisa sabia.

—Va a pasar una de estas dos cosas —predije—. Ed te dejará. Total, ya lo estaba planeando… Si no, necesitará toda la pasta que consiga para impedir que lo cuelguen por…

—¡Maldito mentiroso!

Ella tenía el hombro derecho cerca de mí, pegado a mi hombro izquierdo. La mano izquierda pasó a toda velocidad bajo la falda corta. Di un empujón al hombro para alejar bruscamente su cuerpo del mío. El cuchillo que su mano izquierda acababa de sacar trazó un latigazo desde su pierna y se quedó clavado en la superficie inferior de la mesa. Me fijé en el grosor de la hoja, equilibrada para poderlo lanzar desde lejos.

Ella soltó una patada hacia atrás y me clavó uno de sus finos tacones en un tobillo. Le pasé un brazo por detrás y sujeté su codo enganchado al costado mientras ella liberaba el cuchillo de la mesa.

—¿Qué diablos pasa aquí?

Alcé la mirada.

Desde el otro lado de la mesa, un tipo me fulminaba con su mirada: piernas separadas, puños apoyados en las caderas. Era un hombre grande y feo. Un tipo alto y huesudo, de hombros anchos, entre los que emergía un cuello largo y flacucho que sostenía una cabecita redonda. Los ojos eran botones negros muy juntos en lo alto de una naricilla aplastada. La boca parecía una raja en la cara y ahora estaba estirada en un gruñido que desvelaba la doble hilera de dientes, manchados y desviados.

—¿De dónde ha sacado eso? —me rugió esa persona adorable.

Era demasiado duro para razonar con él.

—Si eres un camarero —le dije—, tráeme una botella de cerveza y algo para la chica. Si no lo eres…, largo.

—Lo que le voy a traer…

La chica se retorció para escapar de mis manos y lo hizo callar.

—Para mí, licor —dijo en tono seco.

Él gruñó, nos repasó con la mirada, me mostró de nuevo sus dientes sucios y se alejó.

—¿Quién es tu amigo?

—Harás bien en mantenerte alejado de él —me aconsejó, sin contestar a mi pregunta.

Luego guardó de nuevo el cuchillo en su escondrijo, bajo la falda, y se volvió para encararse a mí.

—Bueno, ¿qué es eso de que Ed tiene problemas?

—¿Has leído lo de la matanza en los periódicos?

—Sí.

—Entonces, no necesitas un mapa —le dije—. La única salida de Ed es cargarte el muerto a ti. Pero dudo que lo consiga. Y si no lo consigue, lo encerrarán.

—¡Estás loco! —exclamó—. No estabas tan borracho como para no darte cuenta de que los dos estábamos aquí mientras ocurría la matanza.

—Ni estoy tan loco como para pensar que eso demuestre nada —la corregí—. Pero sí tanto como para tener la esperanza de regresar a San Francisco llevando al asesino atado a mi muñeca.

Se rio de mí. Le devolví la risa y me levanté.

—Ya nos volveremos a ver —dije mientras echaba a andar hacia la puerta.

Regresé a San Diego y mandé un telegrama a Los Ángeles para pedir que me enviaran otro agente. Luego conseguí algo de comer y me pasé toda la tarde tumbado en la cama de mi habitación de hotel, fumando, tramando y esperando a Gorman.

Cuando llegó ya era tarde y su olor a mescal llegaba de San Diego a San Luis, ida y vuelta, aunque parecía tener la cabeza en su sitio.

—Por un momento, parecía que tendría que sacarte de allí a tiros —me dijo con una sonrisa—. Entre el cuchillo que ha sacado la chica y el arma que el grandullón ha soltado en el bolsillo, parecía que iba a haber un poco de acción.

—No te preocupes por mí —le ordené—. Tu trabajo consiste en ver todo lo que pasa, y nada más. Si me pasa algo, lo puedes mencionar en tu informe, pero ese es tu límite. ¿Qué has visto?

—Cuando te has ido, la chica y el grandullón se han juntado. Parecían muy agitados. Impacientes, digamos. Como él se ha ido, he dejado a la chica y he salido tras él. Ha venido a la ciudad y ha mandado un telegrama. No he podido acercarme tanto como para saber a quién se lo mandaba. Luego ha vuelto al local. Cuando me he ido, todo parecía normal.

—¿Quién es el grandullón? ¿Lo has averiguado?

—No es el yerno ideal, por lo que he podido averiguar. En sus tarjetas pone Flinn «Cuello de Ganso». Es el gorila y chico para todo del local. Le he visto en acción con un par de pasmados y no hay quien pueda con él. Uno de los mejores lanzamientos dobles que he visto en mi vida.

Así que el tal Cuello de Ganso era el señor de la limpieza de La Herradura de Oro y no había estado a la vista durante mis tres días de juerga. Era imposible que me hubiera emborrachado hasta el extremo de olvidar a alguien tan feo. Y a la señora Ashcraft y sus sirvientes los habían matado uno de esos tres días.

—He pedido a tu oficina que envíen otro operario —expliqué a Gorman—. Se pondrá en contacto contigo. Pásale la chica y tú le sigues la pista a Cuello de Ganso. Creo que le vamos a adjudicar tres asesinatos, así que ten cuidado. Yo vendré mañana a agitar un poco más el asunto; pero recuerda que, pase lo que pase, cada uno tiene que jugar su papel. No lo compliques todo intentando ayudarme.

—Está bien, jefe. —Y se largó a dormir un poco.

Pasé la tarde siguiente en las carreras, tonteando con las zorras mientras esperaba que cayera la noche. En el hipódromo había la típica muchedumbre de los domingos. Me encontré con una buena cantidad de viejos conocidos: algunos eran de mi equipo, otros del contrario, otros neutrales. En el segundo grupo estaba Schultz «el Tramposo». En nuestro último encuentro —un poli lo sacaba de un juzgado de Filadelfia para llevárselo a cumplir quince años— me había prometido abrirme desde las cejas hasta los tobillos si me volvía a ver. Esa tarde me saludó con una sonrisa de veinte centímetros, me invitó a una copa de lo que allí vendían por ginebra en la tribuna y me pasó un chivatazo sobre un caballo llamado Beeswax. No soy tan estúpido como para seguir consejos en las apuestas, así que no aposté por él. Beeswax corrió a tal distancia de los demás que parecía que sus competidores estuvieran en una carrera distinta, y se acabó pagando a veinte por uno. Así que Tramposo tuvo su venganza al fin y al cabo.

Después de la última carrera comí algo en el Sunset Inn y luego fui de paseo hasta el gran casino, al otro lado del mismo edificio. Un millar de personas de toda condición se atropellaban entre sí en la pelea por llegar al póquer, a los dados, a la ruleta, a la calle de la fortuna o al veintiuno, el dinero que habían ganado o dejado de perder en las carreras. Yo no jugué a nada. Se me había acabado el tiempo de jugar. Me dediqué a caminar entre la gente, buscando a mis hombres.

Encontré al primero: un tipo quemado por el sol que, con toda claridad, parecía un campesino endomingado. Avanzaba hacia la puerta y en su cara se apreciaba ese vacío particular que sobreviene a los jugadores que se han quedado sin nada antes de acabarse el juego. Es una mirada de lamento que no se debe tanto a la pérdida del dinero como a la obligación de abandonar.

Me situé entre el campesino y la puerta.

—¿Te han limpiado? —le pregunté en tono compasivo cuando llegó a mi altura.

Asintió con un gesto avergonzado.

—¿Te interesa ganar cinco pavos por unos pocos minutos de trabajo? ——lo tenté.

Le interesaba, pero… ¿qué había que hacer?

—Quiero que vayas a la Ciudad Vieja conmigo y mires a un hombre. Luego recibirás tu paga. No hay trampa.

No le satisfizo del todo, pero cinco pavos son cinco pavos y tampoco podía abandonar cada vez que no quedaba del todo satisfecho. Decidió probarlo.

Dejé al campesino junto a una puerta y salí a buscar a otro: un hombrecillo regordete, con unos ojos optimistas y una boca débil. Le interesaba ganar cinco dólares de aquella manera tan fácil. El siguiente que probé era demasiado tímido para arriesgarse a ciegas. Luego recluté a un filipino: glorioso, con su traje beis, chaqueta abierta hasta el cuello y pantalones tan acampanados que habría podido esconder un barril en la parte baja de cada pernera. Y a un griego achaparrado que podía ser camarero o tal vez barbero.

Con cuatro bastaba. Me complacía inmensamente mi cuarteto. No parecían demasiado listos para lo que me proponía, ni tenían pinta de matones ni estafadores. Los metí en un minibús y me los llevé a la Ciudad Vieja.

——Bueno, pues aquí es —les dije al llegar—. Voy a entrar en el café de La Herradura de Oro, a la vuelta de la esquina. Dadme dos o tres minutos y luego entráis y os pedís una copa. —Di un billete de cinco dólares al campesino—. Paga las bebidas con esto, no es parte de vuestra paga. Ahí dentro hay un tipo alto, de hombros anchos, con un cuello largo y amarillo y una cara bien fea. Es inconfundible. Quiero que todos le echéis un buen vistazo sin dejar que se dé cuenta. Cuando ya estéis seguros de que estáis en condiciones de reconocerlo en cualquier lugar, me lo hacéis saber con una inclinación de cabeza, volvéis aquí y tendréis vuestro dinero. Tened cuidado cuando me hagáis la señal. No quiero que nadie ahí dentro descubra que me conocéis.

Les sonó extraño, pero les había prometido cinco dólares por barba y les estaban esperando los juegos en el casino, donde cinco dólares podían servir para comprar una racha de buena suerte que… Escriban ustedes el resto. Hicieron preguntas y yo me negué a contestarlas, pero se quedaron.

Cuando entré en el local, Cuello de Ganso estaba detrás de la barra, ayudando a los camareros. Necesitaban ayuda. El antro estaba lleno de clientes. La pista de baile parecía una manifestación. Los borrachos hacían colas de hasta tres filas ante la barra. Había tal estruendo que no se habría oído ni un disparo: risas de hombres y mujeres, rugidos, maldiciones; un entrechocar de vasos y botellas; y aún más estridente y desagradable que todos esos ruidos era el que emitía la orquesta cutre. Alboroto, clamor, peste… Un tugurio de Tijuana cualquier domingo por la noche.

No conseguía distinguir la cara pecosa de Gorman entre la multitud, pero sí vi la cara blanca y afilada como una hacha de Hooper, otro agente de Los Ángeles que, con mi conocimiento, habían enviado en respuesta a mi segundo telegrama. Kewpie estaba en la barra, más al fondo, bebiendo con un hombrecillo cuyo rostro servil tenía la típica expresión temeraria del marido modélico a punto de cometer un desliz. Kewpie me saludó con un gesto, pero no dejó a su cliente.

Cuello de Ganso me regaló un gruñido y la botella de cerveza que había pedido. Al poco rato entraron mis cuatro hombres. ¡Qué bien cumplieron con su misión!

Primero atisbaron entre el humo, buscando de rostro en rostro y apurándose para evitar las miradas que se cruzaban con las suyas. Al cabo de un rato uno de ellos, el filipino, vio al hombre que yo les había descrito detrás de la barra. Dio un saltito de un palmo con la excitación del descubrimiento y luego, al darse cuenta de que Cuello de Ganso lo estaba fulminando con la mirada, se dio media vuelta y se meneó, inquieto. En ese momento vieron a Cuello de Ganso los otros tres y le echaron unas miradas tan visiblemente furtivas como un bigote falso. Cuello de Ganso los miró con mala cara.

El filipino se volvió, me miró, dio un brusco cabezazo y saltó hacia la calle. Los tres que quedaban se echaron la copa al gollete e intentaron cruzar sus miradas con la mía. Yo estaba leyendo un cartel que había en lo alto de la pared, detrás de la barra:

AQUÍ SOLO SE SIRVEN WHISKIES

GENUINOS BRITÁNICOS O NORTEAMERICANOS

DE ANTES DE LA GUERRA

Intentaba contar cuántas mentiras había en aquellas catorce palabras y llevaba ya cuatro, con la promesa de encontrar más, cuando uno de mis confederados, el griego, carraspeó con un ruido de tubo de escape de motor de gasolina. Cuello de Ganso daba la vuelta a un extremo de la barra, con un mazo en la mano y la cara amoratada.

Miré a mis ayudantes. De haberse sucedido de uno en uno, sus gestos tampoco hubieran sido tan terribles; sin embargo, no quisieron correr el riesgo de que yo volviera a apartar la mirada antes de darme su información. Los tres cabecearon a la vez —una señal que nadie en siete metros a la redonda pudo pasar por alto— y se largaron rápidamente por la puerta, lejos de aquel hombre de cuello largo y mazo en mano.

Vacié el vaso de cerveza, abandoné la sala a paso tranquilo y doblé la esquina. Estaban los cuatro apiñados donde les había dicho que me esperasen.

—Lo reconoceríamos, lo reconoceríamos —dijeron a coro.

—Muy bien —los alabé—. Lo habéis hecho genial. Creo que todos tenéis un talento innato para ser detectives. Aquí está vuestra paga. Y ahora, chicos, yo en vuestro lugar creo que evitaría este lugar después de esto; porque, pese a la inteligencia con que habéis disimulado, ¡y con cuánta nobleza lo habéis hecho!, cabe la posibilidad de que él sospeche algo. En cualquier caso, no sirve de nada correr el riesgo.

Cogieron su dinero y se fueron sin darme tiempo a terminar el discurso. Yo volví a La Herradura de Oro para estar disponible si alguno de ellos decidía venderme y regresar allí para contarle el trato a Cuello de Ganso.

Kewpie había abandonado ya al esposo modélico y se reunió conmigo junto a la puerta. Pasó su brazo por el mío y me dirigió hacia la parte trasera del edificio. Me fijé en que Cuello de Ganso ya no estaba detrás de la barra. Me pregunté si habría salido a perseguir a mis cuatro exempleados.

—Parece que el negocio funciona —dije mientras avanzábamos entre la multitud—. ¿Sabes qué? Esta tarde me han chivado que apostara por Beeswax, pero no he seguido el rollo.

Hice dos o tres comentarios sin sentido como ese solo porque sabía que la chica tenía la mente en otra cosa. No prestó atención a nada de lo que dije.

Pero en cuanto nos dejamos caer ante una mesa vacía, preguntó:

—¿Quiénes eran tus amigos?

—¿Qué amigos?

—Los cuatro currantes que había en la barra, hace unos minutos, cuando estabas tú también.

—Demasiado difícil para mí, hermanita. —Sacudí la cabeza—. Había montones de hombres. ¡Ah, sí! Ya sé quién dices. Esos cuatro caballeros que parecían embelesados con las pintas de Cuello de Ganso. Me preguntó por qué los atraía tanto…, aparte de por su belleza.

Me agarró el brazo con dos manos.

—Que Dios me ayude, Impasible —juró—, pero si intentas algo contra Ed te mataré.

Sus ojos marrones estaban enormes y húmedos. Era una chiquilla dura y lista —se había rozado contra las aristas del mundo con los dos hombros—, pero solo era una cría y tenía una preocupación mortal por aquel hombre suyo. En cualquier caso, el trabajo de un sabueso consiste en detener a los criminales, no en compadecerse de sus amantes.

Le di unas palmaditas en las manos.

—Te podría dar algunos consejos —le dije mientras me levantaba—, pero no los escucharías, así que me ahorraré el aliento. De todos modos, no te hará ningún daño que te diga que tengas cuidado con Cuello de Ganso; es astuto.

Aquel discurso no tenía un sentido especial, más allá de agitar un poco más las cosas. Una manera de descubrir lo que hay en el fondo de algo, tanto si se trata de una taza de café como de cualquier situación, consiste en seguir dándole vueltas y vueltas hasta que lo que haya en el fondo se asome a la superficie. En ese caso, yo llevaba un rato practicando ese sistema.

Hooper se presentó en mi habitación en el hotel de San Diego poco antes de las dos de la mañana.

—Cuello de Ganso desapareció y Gorman salió tras él, inmediatamente después de tu primera visita —dijo—. Después de la segunda, la chica se fue a una casa de adobe que hay en el límite de la ciudad y seguía allí cuando yo me retiré. Todo estaba oscuro.

Gorman no apareció.