V

Los dos días siguientes se parecieron bastante al primero. Ashcraft y yo pasábamos juntos las veinticuatro horas del día y por lo general nos acompañaba la chica y solo dejábamos de beber cuando estábamos durmiendo la mona. Pasamos la mayor parte de aquellos tres días entre la casa de adobe y La Herradura de Oro, pero de vez en cuando sacábamos tiempo para visitar casi todos los demás tugurios de la ciudad. Yo tenía apenas una idea brumosa de cuanto ocurría a mi alrededor, pero no creo que llegara a perderme nada. El segundo día alguien añadió un nombre de pila al alias que me había inventado y desde entonces me convertí en el «Impasible» Parker para la gente de Tijuana, y lo sigo siendo para algunos. No sé quién me bautizó ni por qué.

Ashcraft y yo éramos uña y carne en apariencia, pero ninguno de los dos llegó a perder la desconfianza en el otro por mucho que nos emborracháramos. Y nos emborrachábamos mucho. Él le daba a la pipa de opio con frecuencia. Creo que la chica no fumaba, pero tenía buen aguante para el alcohol. Yo me dormía sin saber si me iba a despertar o no; pero tampoco llevaba encima nada que pudiese desvelar mi identidad, de modo que daba por hecho que estaba a salvo mientras no me fuera de la lengua. No me preocupaba demasiado: normalmente la hora de dormir me pillaba en un estado que imposibilitaba las preocupaciones.

Tres días así y luego, algo más sobrio, mientras volvía a San Francisco, hice una lista de lo que sabía y lo que suponía acerca de Norman Ashcraft, alias Ed Bohannon.

La lista era más o menos como sigue:

(1) Él sospechaba que yo había ido a verlo de parte de su esposa, si es que no lo daba por hecho: había sido demasiado amable y me había tratado demasiado bien para ponerlo en duda; (2) al parecer había decidido volver con su esposa, aunque no había ninguna garantía de que terminara haciéndolo de manera efectiva; (3) su afición a la droga no era incurable; solo fumaba opio y, digan lo que digan los suplementos dominicales, un fumador de opio apenas se engancha más que uno de tabaco, si no menos; (4) cabía la posibilidad de que se recuperase bajo la influencia de su mujer, pero era dudosa; aunque no estuviera destrozado físicamente, había probado ya el agua de la cloaca y parecía que le gustaba; (5) Kewpie, la chiquilla, estaba locamente enamorada de él; a él le gustaba pero tampoco se volvía loco por ella.

Una buena noche de sueño en el tren de Los Ángeles a San Francisco me dejó en la estación del cruce entre la Tercera y la calle Townsend con el estómago y la cabeza casi normales y los nervios no demasiado crispados. Me despaché un desayuno en el que había más comida sólida de la que había tragado en tres días y fui a la oficina de Vanee Richmond.

—El señor Richmond sigue en Eureka —me dijo su secretaria—. No lo espero de vuelta hasta principios de la semana que viene.

—¿Me lo puede pasar por teléfono?

Podía, y lo hizo.

Sin mencionar ningún nombre, conté al abogado lo que sabía y lo que suponía.

—Ya veo —contestó—. Supongo que puede ir a casa de la señora A y contárselo. Yo le escribiré esta noche y probablemente volveré a la ciudad pasado mañana. Creo que no pasa nada por retrasar la acción hasta entonces.

Cogí un tranvía, hice transbordo en la avenida Van Ness y me planté en casa de la señora Ashcraft. Cuando llamé al timbre no pasó nada. Volví a llamar varias veces antes de darme cuenta de que había dos periódicos matinales en el vestíbulo. Miré las fechas: eran el de aquel mismo día y el del anterior.

Había un anciano regando el jardín contiguo con un mono gastado.

—¿Sabe si la gente que vive aquí se ha ido? —le pregunté.

—Creo que no. La puerta trasera está abierta. Lo he visto esta mañana. —Se concentró en la manguera y luego se detuvo para rascarse la barbilla—. Puede que sí se hayan ido. No recuerdo haberlos visto ayer.

Bajé los escalones de acceso, di la vuelta a la casa, escalé la verja baja de la parte trasera y subí los escalones de atrás. La puerta de la cocina tenía un palmo de apertura. No se veía a nadie en la cocina, pero se oía correr el agua.

Llamé con los nudillos, bien fuerte. Nadie contestó. Empujé la puerta y entré. El ruido de agua venía del grifo. Miré hacia el fregadero.

Bajo el hilo fino de agua que salía había un cuchillo de trinchar con una hoja bien afilada, de casi un palmo de longitud. Estaba limpio, pero en el fondo del fregadero de porcelana, donde el agua había salpicado apenas unas pequeñas gotas sueltas, había un rocío de manchas de un color entre el rojo y el marrón. Rasqué una con la uña: sangre seca.

Aparte del fregadero, nada parecía fuera de lo normal en la cocina. Abrí la puerta de una despensa. Todo parecía en orden. Al otro lado de la cocina, una puerta daba a la parte delantera de la casa. La abrí y salí al pasillo. La luz que llegaba de la cocina no bastaba para iluminarlo. Tanteé en la penumbra por la zona donde debía de estar el interruptor. Pisé algo blando.

Levanté el pie, rebusqué en el bolsillo hasta dar con una caja de cerillas y encendí una. Delante de mí, con la cabeza y los hombros en el suelo, las caderas y las piernas ya en el primer tramo de la escalera, había un filipino en ropa interior.

Estaba muerto. Tenía un corte en un ojo y el cuello cortado de lado a lado, justo por debajo de la barbilla. Hasta con los ojos cerrados podía ver cómo lo habían matado. En la parte alta de la escalera, el asesino había lanzado la mano izquierda hacia el filipino, hundiéndole el pulgar en el ojo, para tirar de su cabeza oscura hacia atrás, dejando así el cuello oscuro estirado y listo para el filo del cuchillo, el corte y el empujón, escalera abajo.

La luz de la segunda cerilla me reveló dónde estaba el interruptor. Encendí la luz, me desabroché el abrigo y subí la escalera. Había manchas de sangre seca aquí y allá, y un gran borrón ensuciaba el papel pintado de la pared en el rellano del primer piso. Localicé otro interruptor en la cabecera de la escalera y lo accioné.

Avancé por el pasillo, asomé la cabeza en dos habitaciones que parecían en orden, y luego doblé la esquina y me aparté de un respingo, justo a tiempo para evitar tropezar con una mujer que había allí, tumbada.

Estaba acurrucada en el suelo, boca abajo, con las rodillas recogidas bajo el cuerpo y las dos manos pegadas a la barriga. Llevaba una bata y tenía el pelo trenzado a la espalda.

Le toqué el cogote con un dedo. Frío como el mármol. Para evitar la necesidad de darle la vuelta, me arrodillé para verle la cara. Era la criada que nos había abierto la puerta cuatro días antes a Richmond y a mí.

Me puse en pie de nuevo y miré alrededor. La cabeza de la criada casi tocaba una puerta cerrada. Pasé junto a ella y empujé la puerta. Era un dormitorio, pero no el de la criada. Era un dormitorio exquisito, decorado con lujo en colores crema y gris y con grabados franceses en las paredes. Lo único que se veía deshecho en la habitación era la cama. Las sábanas estaban arrugadas, arrebujadas en un montón en el centro de la cama. Un montón demasiado grande…

Me incliné sobre la cama y empecé a tirar de la ropa. La segunda capa salió manchada de sangre. Lo arranqué todo de un tirón.

Ahí estaba la señora Ashcraft, muerta.

El cuerpo estaba recogido en un montoncillo del que pendía la cabeza torcida, suspendida de un cuello que alguien había cortado de un tajo hasta el hueso. Tenía la cara marcada con cuatro arañazos profundos, de la sien a la barbilla. Le habían arrancado una manga del pijama azul de seda. Tanto el pijama como la sábana bajera estaban empapados por una sangre que, al estar tapada por la colcha, no había llegado a secarse del todo.

La volví a cubrir con la colcha, pasé junto a la muerta del pasillo y bajé las escaleras mientras iba encendiendo luces y buscando el teléfono. Lo encontré cerca del pie de la escalera. Llamé primero a la policía y luego al despacho de Vanee Richmond.

—Haga saber al señor Richmond que han asesinado a la señora Ashcraft —dije a su secretaria—. Estoy en su casa y puede ponerse en contacto conmigo aquí durante las próximas dos o tres horas.

Luego salí por la puerta delantera y me senté en el primer escalón a fumar un cigarrillo y esperar a la policía.

Me sentía podrido. Había visto otras veces más de tres cadáveres juntos y en algunos casos estaban en peores condiciones que aquellos; pero esta vez me había caído encima con el sistema nervioso destrozado por tres días de alcohol.

El coche patrulla dobló la esquina y empezó a vomitar hombres cuando aún no me había terminado el primer cigarrillo. O’Gar, el agente a cargo del departamento de Homicidios fue el primero en llegar a los escalones de acceso.

—Hola —me saludó—. ¿Qué has encontrado esta vez?

Me alegré de verlo. Ese sargento achaparrado, con cabeza de bala, es lo mejor que tiene el departamento y siempre que nos ha tocado trabajar juntos nos ha ido bien.

—Cuando he parado de buscar, ya llevaba tres muertos —le dije mientras lo acompañaba al interior—. A lo mejor un investigador normal como tú, con su placa y todo, es capaz de encontrar más.

—Pues no lo has hecho tan mal, para ser un civil —contestó.

Ya no estaba tan alelado. Tenía ganas de ponerme a trabajar. Aquellos muertos tirados por la casa eran poco más que meros obstáculos en un juego… O casi. Recordé el tacto de la mano delgada de la señora Ashcraft en la mía, pero retuve el recuerdo en la parte trasera del cerebro. A veces se habla de detectives que no se han vuelto insensibles, que no han perdido eso que podríamos llamar el toque humano. Siempre lo lamento por ellos y me pregunto por qué no dejan el trabajo y se dedican a otra cosa que no sea tan dura para las emociones. Si un sabueso no se protege con un caparazón duro se puede preparar para una vida bien alegre: día sí, día no, acabará metiendo la nariz en alguna calamidad.

Enseñé primero el filipino a O’Gar, y luego las dos mujeres. No encontramos a nadie más. El trabajo de campo nos ocupó a todos —O’Gar, los ocho hombres a su cargo y yo— durante las horas siguientes. Había que registrar la casa entera, del techo al sótano. Había que interrogar a los vecinos. Había que examinar las empresas de colocación que se hubieran usado para contratar a los sirvientes. Había que buscar e interrogar a los parientes y amigos del filipino y de la criada. Había que buscar, interrogar y, si era necesario, investigar a repartidores de periódico, carteros, repartidores de la verdulería, de la lavandería…

Cuando ya habíamos reunido la mayor parte de la información, O’Gar y yo nos escabullimos de los demás —sobre todo de los periodistas, que a esas alturas ya pululaban por ahí— y nos encerramos en la biblioteca.

—Anteanoche, ¿eh? ¿El miércoles por la noche? —gruñó O’Gar cuando ya estábamos acomodados en un par de sillones de piel, quemando tabaco.

Asentí. El informe del médico que había examinado los cuerpos, la presencia de los dos periódicos en el vestíbulo y el hecho de que ni el vecino ni el repartidor de la carnicería, o de la verdulería, hubieran visto a nadie desde el miércoles apuntaban a que la noche del miércoles, o la mañana del jueves a primera hora, fuera el momento indicado.

—Yo diría que el asesino forzó la puerta trasera —siguió O’Gar, contemplando el techo entre el humo—, cogió el cuchillo de trinchar en la cocina y subió la escalera. Quizá fue directo a la habitación de la señora Ashcraft, o quizá no. La manga arrancada y los arañazos en la cara son señales de que hubo pelea. El filipino y la criada oyeron el ruido, o quizá los gritos de ella, y acudieron corriendo a su habitación para averiguar qué pasaba. Lo más probable es que la criada llegara justo cuando salía el asesino, y se llevó su castigo. Supongo que el filipino lo vio y echó a correr. El asesino lo pilló en la parte alta de la escalera y acabó con él. Luego bajó la escalera, se lavó las manos, soltó el cuchillo y se largó.

—Hasta aquí, vas bien —concedí—. Pero he observado que pasas ligeramente por alto la cuestión de quién era y por qué mataba.

O’Gar se echó el sombrero hacia atrás para rascarse la cabeza ahuevada.

—No me presiones —gruñó—. Ya llegaré a eso. Parece que solo podemos escoger entre tres opciones. Sabemos que en la casa no vivía nadie más, aparte de los tres asesinados. Así que el asesino podía ser un maníaco que lo hizo por pura diversión, un ladrón que se vio atrapado y enloqueció o alguien que tenía una razón para cargarse a la señora Ashcraft y luego tuvo que matar a los dos sirvientes cuando lo descubrieron.

»Lo de coger el cuchillo de la cocina convierte al ladrón en vagabundo. Además, estamos seguros de que no se ha robado nada. Un buen asaltador, si va a necesitar un arma, lleva la suya. Pero el drama es que hay un montón de ladrones vagabundos en este mundo, retrasados capaces de coger un cuchillo en la cocina, volverse locos al ver que la gente de la casa se ha despertado, cortar a todo el que se le aparezca y luego largarse sin llevarse nada siquiera.

Así que podría ser un asaltador, pero yo apuesto a que lo ha hecho alguien que se quería cargar a la señora Ashcraft.

—No vas mal —aplaudí—. Ahora, escúchame esto: la señora Ashcraft tenía un marido en Tijuana, un drogadicto no demasiado grave que vive mezclado con una banda de facinerosos. Tiene allí una chica joven, loca por él y sin disimular: una chica dura. Él planeaba dejarla y volver a casa.

—¿Y…? —preguntó O’Gar, con voz suave.

—Pero —continué— yo estaba con los dos en Tijuana anteanoche, cuando se cometieron los asesinatos.

—¿Y…?

Una llamada a la puerta interrumpió nuestra conversación. Era un policía que venía a decirme que tenía una llamada. Bajé a la planta baja y oí la voz de Vanee Richmond por el auricular.

—¿Qué ha pasado? La señorita Henry me ha dado su mensaje, pero no ha podido darme ningún detalle.

Se lo conté todo.

—Esta noche salgo hacia la ciudad —dijo cuando hube terminado—. Haga lo que tenga que hacer. Por mi parte, tiene carta blanca.

—De acuerdo —respondí—. Es probable que yo no esté en la ciudad cuando usted regrese. Si necesita ponerse en contacto conmigo, puede encontrarme por medio de la agencia. Voy a enviar un telegrama a Ashcraft para que venga… En su nombre.

Cuando colgó Richmond, llamé al calabozo central y pregunté al capitán si John Ryan, alias Fred Rooney, alias Jamocha, seguía allí.

—No. Los oficiales de la federal se lo llevaron ayer por la mañana a Leavenworth con otros dos prisioneros.

Subí de nuevo a la biblioteca y le dije a O’Gar con toda premura:

—Voy a coger el tren al sur esta tarde porque apuesto a que esto se ha hecho en Tijuana. Enviaré un telegrama a Ashcraft para que venga. Quiero que se aleje un par de días de esa ciudad mexicana y si está aquí podrás echarle un vistazo. Te daré su descripción y puedes pasar a verlo por la oficina de Vanee Richmond. Es probable que vaya directamente allí.

Aunque me quedaba poco tiempo, dediqué media hora a escribir y mandar tres telegramas. El primero era para Ashcraft.

Edward Bohannon

Café de La Herradura de Oro

Tijuana, México

La señora Ashcraft ha muerto. ¿Puede venir de inmediato?

VANCE RICHMOND

Los otros dos eran cifrados. Uno era para la sucursal de Kansas de la Agencia de Detectives Continental para pedirles que enviasen un investigador a Leavenworth para interrogar a Jamocha. En el otro, pedía a la sucursal de Los Ángeles que tuviera listo un hombre para recibirme al día siguiente en San Diego.

Luego fui corriendo a mi casa a recoger una bolsa con ropa limpia y me dispuse a dormir de nuevo en un tren en dirección al sur.