Tijuana no había cambiado demasiado en los dos años que llevaba sin verla. Los mismos doscientos o trescientos metros de calle polvorienta y deslucida entre dos hileras prácticamente compactas de salones —quizás hasta treinta y cinco por fila— con callejones laterales más sucios todavía, destinados a acoger los tugurios que no cabían en la calle principal.
El automóvil que me había llevado desde San Diego me soltó en el centro de la ciudad a primera hora de la tarde, cuando todo funcionaba con normalidad. Es decir, solo había dos o tres borrachos que se paseaban entre los perros y los mexicanos que holgazaneaban en la calle, aunque ya había un ajetreo de borrachos potenciales que iban de un salón al siguiente. Pero no tenía nada que ver con la multitud que se presentaría allí al cabo de una semana, cuando empezara la temporada de carreras.
A mitad de la manzana siguiente vi una cerradura dorada. Bajé por la calle y entré en el salón que la exhibía. Era un ejemplo medio de los tugurios locales. Una barra a la izquierda, al entrar, recorría la mitad de la extensión, rematada por tres o cuatro máquinas tragaperras en un extremo. Al otro lado de la barra, tocando a la pared de la derecha, una pista de baile que iba desde la pared hasta una plataforma elevada, en la que una orquesta cutre se preparaba en ese momento para empezar a trabajar. Detrás de la orquesta había una hilera de taburetes bajos, o de cubículos con un lado abierto y uno o dos bancos por mesa. Al otro lado, en el espacio entre la barra y la parte trasera del edificio, un hombre con un labio leporino agitaba un bombo para vaciar las fichas.
Era pronto todavía y apenas había unos pocos clientes, de modo que las chicas que suelen encargarse de incitar al consumo de bebidas se me echaron encima como una manada: «¿Me invitas a una copa? ¿Nos tomamos una copita? ¿Te pagas una copa, cariño?».
Me las quité de encima —arduo trabajo— y llamé la atención de un camarero con un gesto. Era un irlandés musculoso, de cara colorada y cabello castaño claro aplastado en dos tirabuzones que tapaban la poca frente que tenía.
—Quiero ver a Ed Bohannon —le dije discretamente.
Clavó en mí sus inexpresivos ojos de verde pescado.
—No conozco a ningún Ed Bohannon.
Saqué un pedazo de papel y un lápiz, garabateé «Han encerrado a Jamocha» y pasé el papel al camarero.
—Si un hombre que dice llamarse Ed Bohannon te pidiera esto, ¿se lo darías?
—Supongo que sí.
—Bien —dije—. Me voy a quedar un rato.
Caminé por la sala y me senté a una mesa, en un cubículo. Una chica larguirucha que se había hecho algo en el pelo para volverlo morado acampó a mi lado sin darme tiempo siquiera a instalarme en el asiento.
—¿Me invitas a una copita? —preguntó.
Me dedicó una mueca que probablemente quería ser una sonrisa. Fuera lo que fuese, me superó. Temeroso de que lo volviera a hacer, me rendí.
—Sí —le dije.
Pedí una cerveza para mí al camarero que ya se había presentado junto a mi espalda.
Para ser orina de asno, la cerveza no estaba mal. Pero, a cuatro pavos la botella, tampoco era para dar saltos de alegría. Da la casualidad de que Tijuana está en México —por poco menos de dos kilómetros—, pero es una ciudad estadounidense, dirigida por estadounidenses que venden a los estadounidenses alcohol artificial a precios estadounidenses. Si conoces un poco Estados Unidos, es fácil encontrar un montón de sitios —sobre todo en la frontera con Canadá— donde puedes comprar buena bebida por menos de lo que pagas en Tijuana para que te empapen en veneno.
La mujer del cabello morado, sentada a mi lado, se tragó de golpe el whisky y ya abría la boca para sugerir que nos tomáramos otro —allí las que hacen de gancho no pierden tiempo— cuando sonó una voz a mis espaldas.
—Cora, Frank te necesita.
Cora miró por encima de mi hombro con el ceño fruncido.
Luego me volvió a poner aquella maldita cara y dijo:
—De acuerdo, Kewpie. ¿Te ocupas tú de mi amigo? —Y se marchó.
Kewpie se dejó caer en el asiento contiguo al mío. Era una chiquilla pequeña y fortachona, acaso de unos dieciocho años: ni un día más, desde luego. Una cría. Llevaba el pelo corto, moreno y rizado en torno a una cara varonil de ojos risueños e impúdicos. Una cosita bastante mona.
La invité a una copa y pedí otra cerveza para mí.
—¿Qué andas pensando? —le pregunté.
—Alcohol —me sonrió. La sonrisa era tan varonil como la franca mirada de sus ojos marrones—. Litros y litros.
—¿Y qué más?
Yo sabía que el cambio de chicas no había sido casual.
—Me han contado que buscas a un amigo mío —dijo Kewpie.
—Podría ser. ¿Qué amigos tienes?
—Bueno, hay uno que se llama Ed Bohannon, por ejemplo. ¿Conoces a Ed?
Dije que no con un movimiento de cabeza.
—No… Todavía no.
—¿Pero lo estás buscando?
—Ajá.
—A lo mejor, si supiera que vas de legal, yo podría decirte donde está.
—A mí me da lo mismo —dije, sin concederle ninguna importancia—. Todavía puedo perder unos minutos más y si para entonces no aparece me dará igual.
Ella se acurrucó junto a mi hombro.
—¿En qué lío andas? A lo mejor puedo contárselo yo.
Le puse un cigarrillo en la boca, otro en la mía y los encendí.
—Déjalo —dije, un farol—. Ese tal Ed amigo tuyo parece más escurridizo que el demonio. Bueno, a mí me la trae floja. Te invito a otra copa y luego me largo.
Se levantó de un salto.
—Un momento. Voy a ver si lo pillo. ¿Cómo te llamas?
—Me puedo llamar Parker, por ejemplo.
El primer nombre que se me pasó por la cabeza fue el que le había dado a Ryan.
—Espérate ahí —me dijo mientras se alejaba ya hacia la puerta trasera—. Creo que puedo encontrarlo.
—Yo también lo creo —accedí.
Al cabo de unos diez minutos se presentó en mi mesa un hombre que venía de la entrada del local. Era un inglés rubio, menor de cuarenta años, cuyas marcas de señorío habían sufrido ya un franco deterioro. Aún no estaba del todo borracho, pero la cuesta abajo se veía con toda claridad en la opacidad de sus ojos azules, en las bolsas que subrayaban sus ojos, en las arrugas difusas en torno a la boca y en la laxitud de la propia boca, así como en el tinte grisáceo de la piel. Tenía todavía una pinta atractiva; algo de su antigua salud conservaba.
Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa.
—¿Me buscas?
Apenas quedaba una insinuación de su acento británico.
—¿Eres Ed Bohannon?
Asintió.
—A Jamocha lo pillaron hace un par de días —le dije— y ahora mismo lo estarán llevando de vuelta a la casa grande de Kansas. Ha conseguido correr la voz hasta mí para que te avisara. Sabía que yo venía para aquí.
—¿Cómo lo han pillado?
Sus ojos azules me miraban a la cara con suspicacia.
—No lo sé —le dije—. A lo mejor lo pillaron en alguna redada.
Se quedó mirando la mesa con el ceño fruncido y dibujó un trazado sin forma en un charquito de cerveza. Luego me volvió a mirar con intensidad.
—¿Te dijo algo más?
—No me dijo nada. Me hizo avisar por medio del abogado de no sé quién. Yo no lo vi.
—¿Te vas a quedar un tiempo por aquí?
—Sí, dos o tres días —contesté—. Tengo alguna cosa en marcha.
Se levantó, sonrió y me tendió la mano.
—Gracias por el aviso, Parker —dijo—. Si te das un paseo conmigo, te invitaré a beber algo de verdad.
No tenía motivos para negarme. Me sacó de La Herradura de Oro y me llevó por un callejón lateral hasta una casa de adobe levantada donde la ciudad se fundía con el desierto. Me señaló una silla de la sala delantera y él se fue a la habitación contigua.
—¿Qué te apetece? —dijo desde el otro lado de la puerta—. ¿Whisky de centeno, ginebra, tequila, escocés…?
—El último gana —interrumpí el catálogo.
Sacó una botella de Black and White, un sifón y un par de vasos y nos sentamos a beber. Cuando se acabó la botella, otra ocupó su lugar. Bebimos y hablamos sin parar y los dos fingíamos estar más borrachos de lo que en verdad estábamos, aunque no tardamos mucho en estar los dos llenos de alcohol hasta arriba.
Era un puro y simple concurso de borrachos. Él pretendía convertirme en una esponja, una esponja dispuesta a soltar todos sus secretos sin resistirse; y yo intentaba hacerle lo mismo a él. Ninguno de los dos progresó mucho. Ni él ni yo estábamos tan verdes como para decir cuando nos emborrachábamos nada que no hubiéramos podido decir sobrios. No muchos adultos lo hacen, salvo que les dé por alardear o los maneje alguien con mucha habilidad. Nosotros pasamos toda la tarde cara a cara, a ambos lados de la mesa, en el centro del salón, bebiendo y entreteniéndonos mutuamente.
—¿Sabes una cosa? —dijo en un momento, cuando ya oscurecía—. He sido un capullo. Tengo una esposa… La mujer más amable del mundo. Quiere que vuelva con ella y todo eso. Pero yo me quedo aquí, mamándome esto y dándole a la pipa… Y mira que podría ser alguien. Ar… Arquitecto, tú ya me entiendes. Y de los buenos. Pero me enganché en este rollo… me junté con esta gente. Parece que no consigo salir. Pero lo haré, en serio. Volveré con mi mujercita, la mujer más amable del mundo. No se lo digas a Kewpie. Si se enterase de que la voy a dejar me montaría un pollo. Buena chica, esta Kewpie, aunque es dura. Me metería una puñalada. ¡Y bien que haría! Pero yo volveré con mi esposa. Voy a dejar la pipa y todo eso. Mírame. ¿Acaso te parezco un colgado? ¡Claro que no! Porque me estoy curando, por eso. Te lo voy a demostrar, vamos a fumarnos uno, verás como puedo decidir si sigo o lo dejo.
Se levantó y abandonó la silla con pinta de mareado y avanzó a tumbos hasta la otra habitación mientras berreaba una canción de soldados a pleno pulmón.
Regresó trastabillando a la sala con un complejo aparato para fumar opio —todo de plata y ébano— en una bandeja de plata. Lo dejó en la mesa y me ofreció una pipa con ademanes exagerados.
—Fúmate una conmigo, Parker.
Le dije que prefería seguir con el whisky escocés.
—Si prefieres una raya, te la doy —propuso.
Rechacé la cocaína y él se despatarró con toda comodidad en el suelo, junto a la mesa, armó una bola de opio, la puso a hervir y seguimos con la fiesta: él se fumaba su opio, yo iba castigando el licor y cada uno de los dos hablaba a beneficio del otro, con la esperanza de que el otro terminara por contarle algo.
Cuando llegó Kewpie, a media noche, yo iba cargado hasta las cejas.
—Chicos, parece que lo estáis pasando bien —dijo.
Al pasar por encima del inglés se agachó para darle un beso en la melena alborotada. Se sentó encima de la mesa y cogió la botella de whisky.
—Todo va fantástico —la tranquilicé, aunque es probable que no lo dijese tan claro.
En ese momento, estaba librando una batalla conmigo mismo. Me habían entrado ganas de bailar. En el Yucatán, cuatro o cinco meses antes —persiguiendo a un tipo que se había portado mal con el banco que le pagaba el sueldo— había visto a unos nativos bailar el naual. Y aquella danza, el naual, era lo único que yo quería hacer en ese momento. (¡Llevaba una trompa de mucho cuidado!). Pero sabía que si me quedaba quieto, tal como había hecho toda la tarde, podía manejar la enorme carga que llevaba puesta, mientras que bastaría con moverme un poco para dar conmigo en el suelo.
No recuerdo si al fin dominé el deseo de bailar o no. Recuerdo que Kewpie, sentada en la mesa, sonrió a su chico y a mí y dijo:
—Tendrías que estar colocado a todas horas, canijo. Se te ve mejor.
No sé si llegué a contestar. Poco después, eso sí lo sé, me tumbé en el suelo junto al inglés y me quedé dormido.