III

Desde la cárcel subí a la oficina de Vanee Richmond y le comenté las novedades.

—Ashcraft recibe su correo en Tijuana. Se hace llamar Ed Bohannon y puede que tenga una mujer allí. Acabo de meter en la nevera a uno de sus amigos, el que le recogía el correo, un expresidiario.

—¿Era necesario? —preguntó Richmond—. No queremos provocar ninguna adversidad. Lo que queremos es ayudar a Ashcraft, ya lo sabe.

—Podía haber soltado a ese pájaro —admití—. Pero no sé para qué. Era una mala pieza. Si Ashcraft puede volver con su esposa, le irá mucho mejor si no se entrometen algunos de sus amigos feos. Y si no puede volver, ¿qué más da? En cualquier caso, tenemos una pista que lleva a él bien guardada en un lugar que nos permite recurrir a ella cuando nos haga falta.

El abogado se encogió de hombros y alargó un brazo hacia el teléfono. Marcó un número.

—¿Está la señora Ashcraft? Soy el señor Richmond… No, no es que lo hayamos encontrado exactamente, pero creo que sabemos dónde está. Sí… Dentro de unos quince minutos.

Colgó el teléfono y se levantó.

—Iremos a ver a la señora Ashcraft a su casa.

Al cabo de un cuarto de hora bajábamos del coche de Richmond en la calle Jackson, cerca de Gough. Era un edificio blanco de piedra, de tres pisos, parapetado tras un jardincillo cuidadosamente recubierto de césped y rodeado por una verja de hierro.

La señora Ashcraft nos recibió en un salón del primer piso. Era una mujer alta, de menos de treinta años, de belleza esbelta, vestida de gris. La palabra que mejor le encajaba era «claridad»: describía el azul de sus ojos, el rosa blanquecino de su piel y el moreno suave de su cabello.

Richmond me la presentó y luego le conté lo que había descubierto, omitiendo la parte de la mujer de Tijuana. Tampoco le dije que lo más probable era que a esas alturas su marido ya fuera un estafador.

—El señor Ashcraft está en Tijuana, según me cuentan. Se fue de San Francisco hará unos seis meses. Le envían su correo a la dirección de un café de allí, a nombre de Edward Bohannon.

La alegría iluminó sus ojos, pero tampoco le dio un ataque. No era de esas. Se dirigió al abogado.

—¿Tengo que ir yo? ¿O irá usted?

Richmond movió la cabeza para mostrar su desacuerdo.

—Ninguno de los dos. Usted, desde luego, no debe ir. Y yo no puedo, al menos de momento. He de estar en Eureka pasado mañana y tengo que pasar varios días allí. —Se volvió hacia mí—. Tendrá que ir usted. Seguro que sabrá manejarlo mejor que yo. Sabrá qué debe hacerse y cómo. No puedo darle ninguna instrucción definitiva. Su comportamiento tendrá que depender de la situación del señor Ashcraft y de la actitud que adopte. La señora Ashcraft no quiere imponerse, pero tampoco tiene intención de dejar de hacer cuanto sea posible para ayudarlo.

La señora Ashcraft me tendió una mano fuerte y delgada.

—Hará lo que mejor le parezca.

En parte era una pregunta, en parte una manifestación de confianza.

—Lo haré —prometí.

Esa señora Ashcraft me gustaba.