El día 1 por la tarde fui a la oficina de correos y hablé con Lusk, el inspector de aquella división en esa época.
—Estoy vigilando a un jeta que viene del norte —le dije— y se supone que vendrá a recoger su correo en la ventanilla. ¿Me echarás una mano para que pueda verlo?
Los inspectores de correos están muy constreñidos por normas y reglamentos que les impiden prestar ayuda a detectives privados, salvo en ciertos asuntos delictivos. Pero si un inspector es amigo tuyo no hace falta que te someta al tercer grado. Le mientes —de modo que si el asunto acaba rebotando él siempre tendrá una coartada— y no importa demasiado si él cree que le has mentido o no.
Así que enseguida bajé de nuevo a la planta baja y me quedé a la vista de la ventanilla que entregaba correo a quien tuviera apellidos entre la A y la D, cuyo oficinista había recibido instrucciones para hacerme una señal cuando alguien acudiera a recoger el correo de Ashcraft. De momento no había nada para él y no era fácil que el sobre de la señora Ashcraft llegase aquella misma tarde, pero yo no pensaba correr ningún riesgo. Me quedé allí hasta que cerró la ventanilla, a las ocho, y luego me fui a casa.
A la mañana siguiente, pocos minutos después de las diez, obtuve la acción que buscaba. Uno de los oficinistas me hizo una señal. Un hombre bajo, con traje azul y sombrero gris claro, se alejaba de la ventanilla con un sobre en la mano. El hombre tendría unos cuarenta años, aunque aparentaba algo más. Tenía el rostro macilento, arrastraba los pies y, aunque llevaba ropa bastante nueva, necesitaba un buen lavado y planchado.
Acudió directamente al mostrador ante el que yo fingía entretenerme con unos papeles. Con el rabillo del ojo vi que no había abierto el sobre, ni pensaba hacerlo. Sacó del bolsillo otro sobre más grande y conseguí echarle un vistazo para comprobar que ya llevaba puesto el sello y la dirección. Estuve a punto de dislocarme el cuello de tanto torcerlo para leer la dirección, pero no lo conseguí. Manteniendo siempre pegada al cuerpo la cara en que constaba escrita la dirección, el hombre metió en el interior del sobre la carta que le habían dado en la ventanilla, lamió la solapa de tal modo que nadie pudiera ver la cara frontal del sobre grande. Luego frotó cuidadosamente la solapa y se volvió hacia los buzones. Fui tras él. Solo podía recurrir al siempre fiable tropezón.
Lo adelanté, me pegué a él y fingí caerme al suelo de mármol para chocar con él y agarrarlo como si pretendiera recuperar el equilibrio. Salió fatal. En plena treta se me resbaló de verdad un pie y caímos los dos al suelo, él debajo, como si nos dedicáramos a la lucha libre. Para fastidiar el truco por completo, él tapaba el sobre con su cuerpo.
Me levanté deprisa, le ayudé a levantarse con un tirón, farfullé una disculpa y casi tuve que apartarlo de un empujón para llegar antes que él a recoger el sobre, que seguía en el suelo, boca abajo. Para leer la dirección tuve que darle la vuelta mientras se lo entregaba.
EDWARD BOHANNON
Café de La Herradura de Oro
Tijuana, Baja California, México
Ya tenía la dirección, pero había levantado la liebre. No cabía en este mundo de Dios la menor posibilidad de que aquel hombrecillo de azul no se enterase de que había hecho todo eso para obtener la dirección.
Me sacudí el polvo mientras él metía el sobre por la ranura del buzón. En vez de volver a pasar por delante de mí, bajó hacia la salida de la calle Mission. Yo no podía permitir que se escapara con lo que había descubierto. No quería que le llegara el chivatazo a Ashcraft antes de que yo pudiera verlo. Tendría que probar otro truco tan viejo como el que me había boicoteado el suelo resbaloso. Arranqué de nuevo tras el hombrecillo.
Justo cuando llegaba a su lado, él volvió la cabeza para comprobar si lo seguía alguien.
—Hola, Micky —lo saludé—. ¿Qué tal va todo en Chicago?
—Se equivoca —respondió, con un hablar ladeado de su boca gris, sin detener el paso—. No tengo nada que ver con Chicago.
Tenía los ojos azules, con unas pupilas que parecían cabezas de alfileres: los típicos ojos de un consumidor de heroína o morfina.
—Deja de disimular. —Eché a andar junto a él. Ya habíamos salido del edificio y bajábamos por la calle Mission—. Te has bajado del tren esta misma mañana.
Se detuvo en la acera y se encaró a mí.
—¿Yo? ¿Quién cree que soy?
—Eres Micky Parker. El holandés nos ha avisado esta mañana que pasarías por aquí. Lo han pillado, por si acaso no lo sabías.
—Está pirado —contestó con una mueca—. No sé de qué diablos me habla.
No tenía importancia: yo tampoco lo sabía. Levanté la mano derecha sin sacarla del bolsillo del abrigo.
—Y ahora te cuento una de indios —le gruñí—. Y mantén las manos alejadas de la ropa, o te sacaré las tripas.
Se alejó de mi abultado bolsillo con un respingo.
Oiga, hermano —suplicó—, se equivoca. En serio. No me llamo Micky Parker y hace seis años que no voy a Chicago. Llevo un año entero en Frisco, esa es la verdad.
—Me lo tendrás que demostrar.
—Puedo hacerlo —exclamó, muerto de ganas—. Venga conmigo y se lo demuestro. Me llamo Ryan y llevo seis o siete meses viviendo a la vuelta de la esquina, aquí, en la sexta.
—¿Ryan?
—Sí, John Ryan.
Esa se la anoté en su contra. Claro que algunos Ryan habrán puesto a sus hijos el nombre de pila John, pero no tantos como para explicar la cantidad de veces que esa combinación aparece en los registros criminales. No creo que haya en todo el país tres cacos de los viejos tiempos que no hayan usado ese nombre al menos una vez; es el John Smith de los cacos.
Aquel John Ryan en particular me llevó a una casa de la calle Sexta, donde la casera —una tosca mujer de cincuenta años, con los brazos al descubierto, más peludos y musculosos que los de un herrero de pueblo— me aseguró que podía dar por cierto que su inquilino llevaba meses en San Francisco y que recordaba haberlo visto al menos una vez al día en las últimas dos semanas. Si de verdad hubiera sospechado que el tal Ryan era mi mítico Micky Parker de Chicago no habría creído la palabra de aquella mujer, pero como no era así fingí que me daba por satisfecho.
Entonces, todo estaba bien. El señor Ryan, una vez despistada su atención, quedaba convencido de que yo lo había confundido con otro ratero y en realidad no me interesaba la carta de Ashcraft. Parecía seguro —razonablemente seguro— dejar la cosa como estaba. Pero los cabos sueltos me preocupan. Y no siempre se puede dar por hecho que la gente hará y pensará lo que tú quieres. Aquel pájaro era un drogadicto y me había dado un nombre que sonaba a falso…
—¿Cómo te ganas la vida? —le pregunté.
—Llevo un par de meses sin hacer nada —balbuceó— pero espero abrir un comedor con un colega la semana que viene.
—Vayamos a tu casa —propuse—. Quiero hablar contigo.
No parecía entusiasmado, pero me llevó arriba. Tenía dos habitaciones y una cocina en el segundo piso. Las habitaciones estaban sucias y apestaban. Me senté en una esquina de la mesa, con una pierna colgada en el aire, y le indiqué por señas que ocupara una mecedora que tenía delante. Su nerviosismo era evidente en la cara pálida y en los ojos de drogadicto.
—¿Dónde está Ashcraft? —le pregunté de golpe.
Dio un respingo y luego se quedó mirando al suelo.
—No sé de qué me habla —murmuró.
—Será mejor que te lo imagines —le aconsejé—, porque si no hay una celda linda y fresca en la comisaría, lista para dejarte encerrado.
—No tiene ninguna prueba contra mí.
—¿Ninguna prueba de qué? ¿Qué te parecería cumplir treinta o sesenta días con una acusación de vagabundeo?
—¿Vagabundeo? ¡Qué va! Tengo quinientos pavos en el bolsillo. ¿Le parece que me puede acusar de vagabundeo?
Le sonreí.
—Lo sabes muy bien, Ryan. Un bolsillo lleno de dinero no te servirá de nada en California. No tienes trabajo. No puedes demostrar de dónde viene el dinero. Estás hecho a medida para la ley contra la vagancia.
Yo daba por hecho que aquel pájaro era un camello. Si estaba en lo cierto —o si tenía cualquier otra cosa oscura que pudiera salir a la luz al encerrarlo bajo una acusación de vagabundeo—, era probable que estuviera dispuesto a vender a Ashcraft para salvarse, especialmente porque, hasta donde yo sabía, Ashcraft no estaba en el lado oscuro de la ley.
—Yo en tu lugar —insistí mientras él seguía mirando al suelo y pensando— sería un tipo amable y cumplidor y empezaría a hablar ya mismo. Estás…
Se situó de lado en la silla y echó una mano hacia atrás.
Lo saqué de la silla de una patada.
Si no se me hubiera resbalado la mesa, lo habría tumbado. En cambio, el pie que apuntaba a la mandíbula le dio en el pecho y lo hizo caer boca arriba, con la mecedora encima. Aparté la silla y le quité el arma: una pistola barata de níquel, plateada, del 32. Luego volví a mi asiento en la esquina de la mesa.
Ahí se terminaba su capacidad de pelear. Se levantó lloriqueando.
—Se lo voy a contar. No quiero problemas y a mí me da lo mismo. Yo no sabía que pasara nada malo. Ese Ashcraft me dijo que solo estaba engañando a su mujer. Me ofreció diez pavos por cada vez que le recogiera su carta a principios de mes y se la mandara a Tijuana. Lo conocí aquí, hace unos seis meses, cuando se fue al sur, donde tiene una chica, le prometí que lo haría por él. Yo sabía que era dinero, me dijo que era su asignación, pero no imaginaba que hubiera nada malo.
—¿Qué clase de hombre es ese Ashcraft? ¿A qué chanchullos se dedica?
—No lo sé. Podría ser un estafador, porque tiene buena pinta. Es inglés y suele hacerse llamar Ed Bohannon. Le pega a la droga. Yo ni la pruebo. —Esa sí que tenía gracia—. Pero ya sabe que en una ciudad como esta uno se encuentra con toda clase de gente. No tengo ni idea de a qué se dedica. Me limito a mandarle su dinero cada mes y cobrar mis diez pavos.
Es todo lo que pude sacarle. No podía —o no quería— decirme dónde había vivido Ashcraft en San Francisco, ni con quien se había juntado. Sin embargo, había descubierto que Bohannon era Ashcraft, y no otro intermediario, y ya era algo.
Ryan se arrancó la cabeza de tanto gritar cuando descubrió que lo iba a denunciar por vagabundeo igualmente. Por un momento, pareció que me vería obligado a quitarle el atrevimiento a patadas otra vez.
—Ha dicho que si hablaba me soltaría —gimió.
—No he dicho eso. Pero aunque lo hubiera dicho… Cuando un caballero me enseña su pipa doy por hecho que cualquier acuerdo previo que pudiéramos tener queda cancelado. Venga.
No me podía permitir el lujo de dejarlo suelto hasta que pudiera contactar con Ashcraft. Le hubiera mandado un telegrama sin darme tiempo ni a alejarme tres manzanas de allí y mi presa habría partido alegremente hacia cualquier punto del norte, este, sur y oeste.
Echarle el guante a Ryan resultó ser una buena corazonada. Cuando le tomaron las huellas en la comisaría central se demostró que era Fred Rooney, alias Jamocha, un camello y traficante que se había escapado de la prisión federal de Leavenworth, con ocho años pendientes de condena todavía.
—¿Lo puede retener un par de días? —pregunté al capitán del calabozo de la ciudad—. Tengo pendiente un trabajo que será más fácil si este no puede hablar durante un tiempo.
—Claro —prometió el capitán—. Los federales no me lo quitarán de las manos hasta dentro de dos o tres días. Hasta entonces, lo mantendré encerrado.