LA HERRADURA DE ORO

I

—Esta vez no tengo nada muy excitante que ofrecerle —dijo Vanee Richmond mientras nos estrechábamos las manos—. Quiero que me encuentre a un hombre… Uno que no ha cometido ningún delito.

En su voz había un tono de disculpa. El último par de casos que me había ofrecido aquel abogado esbelto de rostro gris habían acabado con tiroteos y otros líos por el estilo, y supongo que le parecía que cualquier cosa inferior a eso me provocaría sueño. Tal vez hubiera tenido razón en otra época, cuando yo era un pimpollo de veinte años, recién llegado a la Agencia de Detectives Continental. Pero los quince años transcurridos desde entonces habían aplacado mi hambre de aventuras salvajes. No quiero decir que me echara a temblar si me planteaba la posibilidad de que algún pájaro me atacase; pero si algún día nadie intentaba agujerear mi carcasa canija y regordeta no lo consideraba un completo desperdicio.

—El hombre al que quiero encontrar —prosiguió el abogado mientras tomábamos asiento— es un arquitecto inglés llamado Norman Ashcraft. Es un hombre de unos treinta y siete años, casi un metro ochenta, buena planta, piel clara, cabello rubio y ojos azules. Hace cuatro años era el típico espécimen de británico pulcro. Puede que ya no sea así: creo que estos cuatro años han sido bastante duros para él.

»Quiero encontrarlo por la señora Ashcraft, su esposa. Sé que la agencia no se inmiscuye por norma en asuntos familiares, pero le puedo asegurar que, termine el asunto como termine, no se verán involucrados en ningún procedimiento de divorcio.

»Esta es la historia. Hace cuatro años los Ashcraft vivían juntos en Inglaterra, en Bristol. Parece que la señora Ashcraft tiene una cierta predisposición a los celos y él estaba en continuo estado de nervios. Además, él tan solo contaba con el dinero que ganaba en su profesión, mientras que ella había heredado bastante de sus padres. A Ashcraft le afectaba absurdamente la idea de ser el esposo de una ricachona: más bien se inclinaba por defenderse por sí mismo para demostrar que no dependía del dinero de ella, que no sufría esa influencia. Absurdo, por supuesto, pero es la típica actitud que adoptaría un hombre de su temperamento. Una noche, ella lo acusó de haber prestado demasiada atención a otra mujer. Discutieron y él hizo las maletas y se fue.

»Al cabo de una semana ella se había arrepentido —sobre todo porque se había enterado de que sus sospechas no tenían ningún fundamento, más allá de su propio celo— y había tratado de encontrarlo. Pero él había desaparecido. Estaba claro que se había ido de Inglaterra. Entonces, ella lo hizo buscar en Europa, Canadá y Australia, así como en Estados Unidos. Consiguió seguirle el rastro de Bristol a Nueva York, y luego hasta Detroit, donde lo habían arrestado y multado por desórdenes causados en estado de embriaguez. Y luego había desaparecido de la vista hasta que, pasados diez meses, había vuelto a asomar la cabeza en Seattle.

El abogado rebuscó entre los papeles que tenía en la mesa y sacó un memorándum.

—El 23 de mayo de 1923 disparó a un ladrón en su habitación de un hotel de allí y lo mató. Al parecer la policía de Seattle sospechaba que había algo raro en aquel tiroteo, pero no encontró pruebas para acusar a Ashcraft. Luego volvió a desaparecer y no se supo nada de él hasta hace más o menos un año. La señora Ashcraft publicó anuncios en las páginas de anuncios por palabras en los periódicos de las principales ciudades de Estados Unidos.

»Un día recibió una carta suya desde San Francisco. Era una carta muy formal y se limitaba a pedirle que dejara de publicar aquellos anuncios. Aunque ya no se llamaba Norman Ashcraft, le decía, le molestaba ver su nombre publicado en todos los periódicos que leía.

»Ella le envió una carta a la ventanilla general de correos de aquí y se lo hizo saber por medio de otro anuncio. Él respondió en tono más bien cáustico. Ella le volvió a escribir para pedirle que volviera a casa. Él se negó, aunque ya no parecía tan amargado con ella. Intercambiaron varias cartas y ella se enteró de que él se había enganchado a las drogas y el poco orgullo que le quedaba le impedía regresar hasta que volviera a parecerse —y también de hecho a ser— quien fuera. Ella lo convenció para que aceptara una cantidad de dinero suficiente para permitirle recuperarse. Le enviaba dinero cada mes a la ventanilla general de correos de aquí.

»Mientras tanto, ella cerró sus asuntos en Inglaterra —donde no tenía parientes cercanos que la retuvieran— y vino a San Francisco para estar disponible cuando su marido decidiera regresar a ella. Ha pasado un año. Le sigue enviando dinero todos los meses. Sigue esperando que vuelva con ella. Él se ha negado repetidamente a verla y sus cartas son elusivas: están llenas de historias sobre los problemas que tiene, avanzando en su lucha contra la droga un mes para recaer en ella al siguiente.

»A estas alturas la mujer sospecha, por supuesto, que él no tiene ninguna intención de volver jamás con ella; que no pretende abandonar la droga; que la está usando simplemente como fuente de ingresos. Le he insistido en que debe cortar la asignación por un tiempo. Creo que así, al menos, provocaría un encuentro, tras el cual podría saber a qué atenerse definitivamente. Pero se niega a hacerlo. Ella se culpa por la situación en que se encuentra él actualmente. Considera que su ataque absurdo de celos provocó los apuros que pasa él y le da miedo tomar cualquier decisión que pueda hacerle más daño todavía. En ese aspecto, está irremediablemente decidida. Quiere que vuelva y se desintoxique; pero sí el no regresa está dispuesta a seguir pagándole toda la vida. Solo que quiere saber a qué atenerse. Quiere poner fin a esta incertidumbre endemoniada en la que vive.

»Entonces, lo que queremos es que encuentre a Ashcraft. Queremos saber si hay alguna probabilidad de que algún día vuelva a ser un hombre, o si ya está más allá de la redención. Ese es su trabajo. Encuéntrelo, averigüe cuanto pueda de él y luego, cuando lo sepamos, decidiremos si es más inteligente forzar un encuentro, suponiendo que ella esté en condiciones de influir en él, o no.

—Lo intentaré —le dije—. ¿Cuándo envía la señora Ashcraft su asignación mensual?

—El primer día de cada mes.

—Hoy es día 28. Así que tengo tres días para terminar un caso que llevo entre manos. ¿Tiene una foto suya?

—Por desgracia, no. En la rabia inmediatamente posterior a la discusión, la señora Ashcraft destruyó todas las posesiones que pudieran recordarle a su marido. Pero no creo que una foto le sirviera de gran ayuda en la ventanilla general de correos. Sin consultarme, la señora Ashcraft ha ido a espiar a su marido allí varias veces y no lo ha visto. Es más que probable que otra persona le recoja el correo.

Me levanté y fui a buscar el sombrero.

—Nos vemos hacia el día 2 —le dije mientras salía de la oficina.