Al pie de una cuesta larga y poco pronunciada pisé el freno y detuve el coche por completo.
Pegué mi cara a la de la chica.
—¡Además, eres una mentirosa! —Sabía que era una manera estúpida de gritar, pero era incapaz de bajar la voz—. Pangburn nunca puso el nombre de Axford en ese talón. Nuca supo nada de él. Tú te juntaste con él porque sabías que su cuñado era millonario. Le sonsacaste todo y descubriste todo lo que sabía sobre la cuenta de su cuñado en la Golden State Trust. Robaste la libreta bancaria de Pangburn —no estaba en su habitación cuando la registré— y depositaste a su nombre el talón falsificado, sabiendo que en esas circunstancias nadie lo pondría en duda. Al día siguiente llevaste a Pangburn al banco con la excusa de que ibas a hacer un ingreso. Lo llevaste contigo porque con él a tu lado nadie pondría en duda el talón que tú misma habías falsificado. Sabías que, como buen caballero, él haría tantos esfuerzos como fuera necesario para no ver el talón que ingresabas.
»Luego fingiste el viaje a Baltimore. Él me contó la verdad; la verdad que conocía. Luego te lo encontraste el domingo por la noche; quizá fue por casualidad, o quizá no. En cualquier caso, te lo llevaste a lo de Joplin y le soltaste algún cuento loco que se tragó y lo convenció para quedarse unos cuantos días. Eso no te costó, porque él no sabía nada de ninguno de los dos talones de veinte mil dólares. Tú y tu socio, Kilcourse, sabíais que si Pangburn desaparecía nadie sabría nunca que no era él quien había falsificado el talón de Axford y nadie sospecharía que el segundo talón era falso. Lo ibais a matar discretamente, pero cuando Porky te chivó que yo iba de camino tuvisteis que moveros a toda prisa: por eso le habéis pegado un tiro. ¡Esa es la verdad! —chillé.
Durante todo ese rato me había mirado con sus ojos grises bien abiertos, llenos de ternura y calma, pero en ese momento se le nublaron un poco y un mohín de dolor le juntó las cejas.
Aparté la cabeza de un tirón y puse el coche en marcha.
Justo antes de entrar en Redwood City, una mano suya subió hasta mi antebrazo, descansó en él un segundo, me dio dos palmadas y se retiró.
No la miré, ni creo que ella me mirase, mientras registraban sus datos. Dijo que se llamaba Jeanne Delano y se negó a hacer ninguna declaración hasta después de ver a su abogado. Todo pasó en muy pocos minutos.
Cuando ya se la llevaban, se detuvo y preguntó si podía hablar en privado conmigo.
Fuimos juntos al rincón más apartado de la sala.
Acercó tanto la boca a mi oreja que noté el calor del aliento en la mejilla, como antes en el coche, y susurró el más vil epíteto de que es capaz la lengua inglesa.
Luego se fue andando a su celda.