XV

Entonces me volví para apartarme de él y encararme hacia el tenue amarillo de una puerta abierta. No había oído salir a nadie. Estaba demasiado ocupado. Pero sabía que Joplin me había entretenido mientras los demás se escapaban.

No vi a nadie mientras saltaba, resbalaba y bajaba la escalera a trompicones, sin parar mientes en la cantidad de escalones que devoraba a cada paso.

Un camarero se interpuso en mi camino justo cuando saltaba hacia la pista de baile. Ignoro si la interferencia era voluntaria o no. No se lo pregunté. Le di con el lado plano del arma en la cara y seguí corriendo. En una ocasión salté por encima de una pierna que pretendía zancadillearme; al llegar a la puerta exterior tuve que destrozar otra cara.

Luego me encontré fuera, en el camino semicircular, en cuyo extremo alcancé a ver el rojo de las luces traseras de un coche que partía hacia el este por la carretera de campo.

Mientras esprintaba hacia el coche de Axford me di cuenta de que se habían llevado el cuerpo de Pangburn. Aún había algo de gente en el lugar de su caída y todos se me quedaron mirando boquiabiertos.

El coche estaba tal como lo había dejado Axford, en punto muerto. Pasé con él por encima de un parterre y lo encaré hacia el este por la carretera. Al cabo de cinco minutos volví a ver el rojo del faro trasero.

Mi coche tenía más potencia de la necesaria; tanta, que no hubiera sabido conducirlo a su máximo rendimiento. No sé a qué velocidad circulaba el que iba delante de mí, pero me fui acercando como si estuviera parado.

Un par de kilómetros, tal vez dos…

De pronto, había un hombre en la carretera, un poco más allá del alcance de mis faros. Cuando le dio la luz, ¡resultó que era Porky Grout!

Porky Grout, plantado de cara a mí en medio de la carretera, con el opaco brillo metálico de una automática en cada mano.

Las armas que sostenía emitieron un leve destello rojizo y luego se apagaron, a la luz de mis faros; destellaron de nuevo y otra vez se apagaron, como si fueran dos bombillas de un rótulo eléctrico automático.

El parabrisas se hizo añicos alrededor de mí.

Porky Grout —aquel informante cuyo nombre era sinónimo de la cobardía a lo largo de toda la costa del Pacífico— estaba plantado en el centro de la carretera, disparando a un cometa de metal que se le echaba encima a toda velocidad…

No vi el final.

Confieso con toda franqueza que cerré los ojos cuando su cara blanca apareció por encima de mi radiador. El monstruo de metal en que iba montado tembló —no mucho— y por delante quedó vacía la carretera, salvo por la luz roja que huía. El parabrisas había desaparecido. El viento me alborotaba el cabello al descubierto y me llenaba de lágrimas los ojos entrecerrados.

Al poco descubrí que estaba hablando solo y decía: «Ese era Porky. Ese era Porky». Era un hecho asombroso. No me sorprendía que me hubiese traicionado. Se podía contar con ello. Y que hubiera subido detrás de mí por la escalera para apagar luego la luz no me parecía increíble. Pero que se hubiese quedado plantado ante la muerte…

Una llamarada naranja emitida por el coche de delante puso fin a mi asombro. La bala no me pasó cerca —no es fácil disparar con puntería de un coche a otro, ambos en movimiento—, pero a la velocidad que iba no tardaría mucho en acercarme lo suficiente para que pudiesen acertarme.

Encendí el foco que llevaba en el salpicadero. No llegaba a iluminar del todo el coche de delante, pero me permitió ver que conducía la chica. Kilcourse iba a su lado, vuelto hacia atrás, de cara a mí. Era un descapotable amarillo.

Aflojé un poco. En un duelo con Kilcourse hubiera tenido todas las de perder, pues me habría visto obligado a disparar sin dejar de conducir. Parecía que mi mejor jugada consistía en mantener la distancia hasta que llegáramos a alguna población, como debía suceder inevitablemente. Todavía no era medianoche. En cualquier población habría gente por la calle, y policía. Entonces podría acercarme con más posibilidades de salir ganando.

Seguimos así unos pocos kilómetros, pero la presa me arruinó el plan. El descapotable amarillo redujo la velocidad, aflojó y llegó a detenerse cruzado en plena carretera. Kilcourse y la chica salieron de inmediato y se agacharon sobre el asfalto, al otro lado de su barricada.

Tuve la tentación de estamparme a toda velocidad contra ellos, pero era una tentación débil y, en cuanto pasó su breve vida, pisé el freno y me detuve. Luego toqueteé el foco hasta que iluminó de pleno el descapotable.

Llegó un fogonazo desde algún lugar entre las ruedas del descapotable y mi foco tembló con violencia, pero el cristal seguía intacto. Era obvio que sería su primera diana y luego…

Agachado en el interior de mi coche, mientras esperaba la bala que destrozaría el foco, me quité los zapatos y el abrigo.

La tercera bala acabó con la luz.

Apagué los otros faros, salté a la carretera y para cuando paré de correr ya estaba acuclillado junto al lado más cercano del descapotable amarillo. No se podía imaginar un truco más fácil y seguro que aquel.

La chica y Kilcourse habían estado mirando hacia el fulgor de aquella luz tan potente. Al apagarse de repente junto con las otras, más suaves, se habían quedado sumidos en la más negra oscuridad, que iba a durar todavía un minuto, o más, mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra gris de la noche. Mis calcetines no hacían ruido alguno sobre el pavimento de macadán y entre nosotros solo se interponía el descapotable; yo lo sabía, pero ellos no.

Desde la zona del radiador, Kilcourse habló en voz baja:

—Voy a intentar atacarle desde la cuneta. Dispárale de vez en cuando para mantenerlo ocupado.

—No lo veo —protestó la chica.

—En un segundo se te acostumbrarán los ojos. En cualquier caso, dispara hacia el coche.

Me acerqué al morro del coche mientras la pistola de la chica ladraba hacia mi vehículo vacío.

Kilcourse avanzaba a gatas hacia la cuneta del lado sur de la carretera.

Preparé las piernas, dispuesto a saltar y golpearlo en el cogote con el arma. No quería matarlo, pero sí dejarlo fuera de combate con la mayor rapidez. Tenía que ocuparme de la chica, que era al menos tan peligrosa como él.

Cuando ya tensaba el cuerpo para saltar, Kilcourse, acaso guiado por un instinto propio de los perseguidos, volvió la cabeza y me vio; o vio una sombra amenazadora.

En vez de saltar, disparé.

No me detuve a mirar si le había dado o no. A esa distancia, las posibilidades de fallar eran escasas. Me agaché y retrocedí hasta la parte trasera del coche, siempre por mi lado. Luego esperé.

La chica hizo lo que tal vez también hubiera hecho yo en su lugar. No disparó, ni se movió hacia el lugar del que había procedido mi disparo. Creyó que yo me había anticipado a Kilcourse en la idea de recurrir a la cuneta y que mi siguiente jugada sería dar un rodeo para atacarla por detrás. Para impedirlo, se fue desplazando hacia la parte trasera del coche, con la intención de sorprenderme desde el lado del descapotable más cercano al coche de Axford.

Así fue como empezó a reptar para rodear el coche y dio con su nariz, tan delicadamente esculpida, contra el cañón del arma que yo sostenía, listo para recibirla.

Soltó un gritito.

Las mujeres no siempre son razonables; tienden a despreciar las minucias como un arma que las apunta. Así que le agarré la mano que sostenía la pistola, y suerte que me dio por hacerlo. En el momento en que mi mano se cerraba sobre su arma, ella apretó el gatillo y me pilló la punta del índice entre el martillo y el barril. Le arranqué el arma; liberé el dedo.

Pero aún no había terminado con ella. Conmigo ahí plantado, sosteniendo un arma a menos de un palmo de su cuerpo, se dio media vuelta y saltó hacia un grupo de árboles que emborronaban de negro el paisaje hacia el norte.

Cuando me recuperé de la sorpresa ante aquel comportamiento tan poco profesional, me metí en el bolsillo su arma y la mía y salí tras ella, destrozándome las plantas de los pies a cada paso que daba.

Cuando la atrapé estaba intentando saltar una alambrada.