Axford se quitó los guantes metódicamente, los dobló y los guardó en un bolsillo. Luego me hizo saber que lo había entendido con una inclinación de cabeza y caminó hacia el lugar en que la multitud rodeaba al poeta muerto. Lo miré hasta que lo vi desaparecer entre la gente. Después me empecé a desplazar por fuera de la masa, en busca de Porky Grout.
Lo encontré de pie en la veranda, apoyado en una columna. Pasé por delante para que pudiera verme y luego seguí andando hasta el lateral del edificio que ofrecía más sombra.
Porky se reunió conmigo en la oscuridad. No era una noche fría, pero le castañeteaban los dientes.
—¿Quién se lo ha cargado? —quise saber.
—No lo sé —se lamentó. Desde que lo conozco, era la primera vez que lo veía confesar su absoluta ignorancia a propósito de algo—. Yo estaba dentro, vigilando a los otros.
—¿Qué otros?
—Tin-Star, un tipo al que no había visto nunca, y la tía. No pensé que el hombre fuera a salir. No llevaba sombrero.
—¿Hay algo que sí sepas?
—Poco después de mi llamada, la chica y Pangburn han salido de la zona de Joplin y se han sentado a una mesa en el otro lado de la veranda, que queda bastante a oscuras. Han estado un rato comiendo y luego ha venido ese otro tipo y se ha sentado con ellos. No sé cómo se llama, pero creo haberlo visto en la ciudad. Es un tipo alto, con ropa chula.
Tenía que ser Kilcourse.
—Han hablado un rato y luego se les ha sumado Joplin. Se han quedado sentados riendo y hablando, quizás un cuarto de hora. Luego Pangburn se ha levantado y ha entrado en el local. Yo había cogido una mesa desde la que podía vigilarlos, pero el local estaba a tope y me daba miedo perder la mesa si la abandonaba, así que no lo he seguido. No llevaba sombrero; he dado por hecho que no iba a ningún lado. Pero habrá cruzado el local para salir por delante, porque enseguida se ha oído un ruido y yo creía que era el escape de algún coche, y luego el motor de un coche que se alejaba a toda prisa. Y entonces un tipo ha chillado que había un muerto fuera. Ha salido todo el mundo corriendo y resulta que era Pangburn.
—¿Estás completamente seguro de que Joplin, Kilcourse y la chica estaban en la mesa cuando han matado a Pangburn?
—Completamente —dijo Porky—, si Kilcourse es ese tipo de piel oscura.
—¿Y ahora dónde están?
—Atrás, en la zona de Joplin. Han subido en cuanto han visto que alguien se había cargado a Pangburn.
Yo no me engañaba a propósito de Porky. Sabía que era capaz de venderme y dar una coartada al asesino. Pero ocurría lo siguiente; si Joplin, Kilcourse o la chica se habían cargado a Pangburn y habían comprado a mi informante, de nada servía que yo intentara demostrar que no estaban en la veranda trasera cuando sonó el disparo. Joplin tenía una multitud de clientes dispuestos a jurar cualquier cosa que él les dijera sin pestañear. Habría una docena de supuestos testigos de su presencia en la veranda trasera.
Así que lo único que podía hacer era dar por hecho que Porky estaba siendo sincero conmigo.
—¿Has visto a Dick Foley? —le pregunté, pues Dick había seguido a Kilcourse.
—No.
—Date una vuelta y mira a ver si lo encuentras. Dile que he subido a hablar con Joplin y que suba él también. Y luego te puedes quedar donde sea, siempre que pueda encontrarte si te necesito.
Entré por una puerta vidriera, crucé una pista de baile vacía y subí las escaleras que llevaban a la zona de vivienda de Tin-Star Joplin, en la parte trasera del primer piso. Conocía el camino porque ya había estado allí. Joplin y yo éramos viejos amigos.
Subía para intimidarlo un poco, a él y a sus amigos, por si se daba el caso improbable de que les sacaba algo, aunque no tenía pruebas contra ninguno de ellos. Siempre podía acusar de algo a la chica, claro, pero no sin hacer público que el poeta muerto había falsificado la firma de su cuñado en un talón. Y eso estaba prohibido.
—Adelante —me recibió una voz gruesa y familiar cuando llamé a la puerta del salón de Joplin. Empujé la puerta y entré.
Tin-Star Joplin estaba plantado en medio de la sala: un antiguo ratero de cuerpo grande, de hombros desmesuradamente fuertes y con una inexpresiva cara de caballo. Detrás de él estaba Kilcourse, sentado en la esquina de una mesa, con una pierna colgando, en estado de máxima atención disimulado tras la media sonrisa de diversión que alumbraba su oscuro rostro hermoso. Al otro lado de la habitación, sentada en el brazo de un gran sillón de piel, estaba una chica a la que reconocí como Jeanne Delano. Y el poeta no había exagerado al decirme que era guapa.
—¡Tú! —gruñó disgustado Joplin en cuanto me reconoció—. ¿Qué diablos quieres?
—¿Qué tienes?
Pero no tenía la mente puesta en ese toma y daca. Estaba estudiando a la chica. Algo en ella me resultaba vagamente familiar, pero no conseguía ubicarla. Quizá no la había visto nunca; quizás aquella sensación de conocerla se debía a que había mirado muchas veces la foto que me había dado Pangburn. A veces pasa eso con las fotos.
Mientras tanto, Joplin había dicho:
—Lo que no tengo es tiempo que perder.
Y yo le había contestado:
—Si hubieras ahorrado todo el tiempo a que te han condenado los jueces, te sobraría.
Había visto a aquella chica antes en algún lugar. Era una muchacha esbelta, con un vestido azul brillante que mostraba un escote generoso, una espalda y unos brazos dignos de ser exhibidos. Lucía una buena mata de cabello moreno oscuro, sobre un rostro que establecía la norma de cómo debería ser el color rosa. Tenía los ojos bien separados, de una tonalidad gris que no contradecía la comparación del poeta con las sombras sobre plata pulida. Me la quedé observando y ella me devolvió la mirada con ojos tranquilos, pero seguía sin ubicarla. Kilcourse permanecía sentado en la esquina de la mesa, balanceando una pierna en el aire.
A Joplin se le acababa la paciencia.
—¿Va a dejar de mirar a la chica y decirme qué quiere de mí? —gruñó.
Entonces la chica me sonrió y al hacerlo desveló los bordes de unos dientecillos de animal, afilados como navajas. ¡Y gracias a esa sonrisa la reconocí!
El pelo y la piel me habían engañado. La última vez que la había visto —de hecho, la única vez—, tenía una cara blanca como el mármol y llevaba el pelo corto, del color del fuego. Con ella, una mujer mayor y tres hombres, habíamos jugado al escondite una tarde en una casa de la calle Turk a propósito del asesinato de un mensajero de un banco y del robo de unos bonos Liberty por valor de cien mil dólares. Como consecuencia de sus intrigas, tres de sus cómplices habían muerto aquella tarde; el cuarto, un chino, había terminado en el patíbulo de la prisión Folsom. Entonces se hacía llamar Elvira y la habíamos buscado infructuosamente de una a otra frontera, y más allá, desde que huyera de la casa aquella noche.
El reconocimiento se me debió de asomar a los ojos pese a mi esfuerzo por mantenerlos inexpresivos, porque ella, rápida como una serpiente, abandonó el brazo del sillón y se acercó a mí, con más acero que plata en los ojos.
Enseñé el arma.
Joplin dio medio paso hacia mí.
—¿Qué pretendes? —ladró.
Kilcourse se bajó de la mesa y una de sus manos delgadas y oscuras se movió por la corbata.
—Esto es lo que pretendo —les dije—. Quiero a la chica por un asesinato de hace un par de meses y quizá, no estoy seguro, por el de esta noche. Además, estoy…
Oí que alguien accionaba un interruptor a mi espalda y la sala quedó a oscuras.
Me puse en movimiento sin dar importancia a mi destino siempre y cuando implicara apartarme del lugar que ocupaba justo antes de que se apagara la luz.
Al tocar una pared con la espalda me detuve y me agaché.
—¡Rápido, nena!
Era un susurro ronco y venía de donde yo creía que estaba la puerta.
Pero pensé que las dos puertas de la sala estaban cerradas y difícilmente podían abrirse sin que se viera un rectángulo gris. Noté movimientos en la oscuridad, pero nadie se interpuso entre mi cuerpo y el rectángulo más claro que proyectaban las ventanas.
Sonó un suave chasquido metálico delante de mí: era demasiado flojo para tratarse del martillo de un arma, pero podía ser el de una navaja al abrirse; recordé que Tin-Star Joplin le tenía cariño a esa arma blanca.
—¡Vámonos! —Un brusco susurro que cortó la oscuridad como un golpe.
Ruidos de gente al moverse, ahogados, difíciles de distinguir… Un sonido no muy lejano…
De pronto, una mano fuerte me agarró un hombro, un cuerpo musculoso se pegó al mío. Solté un golpe con mi arma y oí un gruñido.
La mano subió por el hombro hacia mi cuello.
Di un rodillazo y oí otro gruñido.
Una quemazón me recorrió el costado.
Volví a golpear con el arma, tiré de ella hasta que la boca del cañón se liberó del obstáculo suave que la había detenido y apreté el gatillo. El estallido del disparo. La voz de Joplin en mi oído, una voz curiosamente neutral:
—Maldita sea. Me ha dado.