XIII

Esa noche, a las nueve y media estaba sentado junto a Axford en el asiento delantero de un coche de motor bien poderoso que rugía a toda velocidad por la carretera que lleva a Halfmoon Bay. Porky había llamado por teléfono.

Ninguno de los dos habló mucho durante el trayecto y el monstruo de importación lo convirtió en un desplazamiento rápido. Axford iba cómodo y relajado al volante, pero por primera vez me fijé en que tenía la mandíbula muy tensa.

El White Shack es un edificio grande, construido con forma cuadrada en imitación de piedra. Queda algo apartado de la carretera y se llega a él por dos caminos curvos que, al unirse, conforman un semicírculo cortado por la carretera. El centro de ese semicírculo está ocupado por unos aparcamientos a cuya sombra aparcan los clientes de Joplin; aquí y allá, entre los aparcamientos, crecen algunos macizos de flores y matorrales. Todavía íbamos a buena velocidad cuando tomamos uno de los caminos semicirculares y…

Axford pisó a fondo el freno y el gran motor nos lanzó contra el parabrisas al detenerse de golpe, justo a tiempo para no chocar contra un grupo de gente que acababa de aparecer de repente.

A la luz de nuestros faros, los rostros resaltaban mucho; rostros blancos, horrorizados, furtivos, rostros despiadadamente curiosos. Bajo los rostros se veían hombros y brazos blancos, vestidos y joyas brillantes contra el fondo, más apagado, de la ropa masculina.

Esa fue mi primera impresión y luego, cuando conseguí apartar la cara del parabrisas, me di cuenta de que aquel grupo de gente tenía un centro, algo en torno a lo que se reunía. Me levanté con la intención de mirar por encima de las cabezas de la gente, pero no pude ver nada.

Bajé de un salto al camino y me abrí paso entre la gente.

Boca abajo sobre la grava blanca había un hombre despatarrado —un hombre delgado con ropa oscura— y, justo por encima de su clavícula, donde se une el cuello con la cabeza, había un agujero. Me arrodillé para poderle mirar la cara. Luego volví a abrirme paso entre la gente, de vuelta al coche, del que Axford empezaba apenas a salir, todavía con el motor en marcha.

—¡Pangburn está muerto! ¡Un balazo!