XI

Cuando se fue Porky me recosté en la silla y quemé media docena de Fatimas mientras pensaba en aquel trabajo. La chica había desaparecido primero con veinte mil dólares y luego había desaparecido el poeta; los dos habían acudido al White Shack, ya fuera de modo permanente o no. A primera vista, el asunto era obvio. La chica se había currado a Pangburn hasta el punto de conseguir que falsificara un talón de la cuenta de su cuñado; luego, tras unos cuantos pasos cuyo valor yo no podía determinar todavía, se habían escondido juntos.

Había que ocuparse de dos cabos sueltos. Uno de ellos —localizar al socio que había mandado las cartas a Pangburn y se había encargado de recoger los baúles de la chica— estaba en manos de la sucursal de Baltimore. El otro se formulaba así: ¿quién iba en aquel taxi cuya pista yo había seguido desde el apartamento de la chica hasta el hotel Marquis?

Quizás aquello no tuviera nada que ver con el caso, o quizá sí. Tal vez pudiera encontrar alguna relación entre el hotel Marquis y el White Shack. Eso completaría alguna clase de cadena. Busqué en la contraportada del listín telefónico y encontré el número del restaurante de carretera. Luego me fui al hotel Marquis. Con la telefonista de turno que encontré al llegar había tenido algunos asuntos previos.

—¿Quién está llamando a algún número de Halfmoon Bay? —le pregunté.

—¡Dios mío! —Echó la espalda hacia atrás en la silla y se pasó una mano rosada con suavidad por las rígidas ondas de la parte delantera de su cabellera roja—. Bastante trabajo tengo ya sin necesidad de recordar todas las llamadas. Esto no es una pensión. No tenemos solo una llamada semanal.

—No tienes muchas llamadas a Halfmoon Bay —insistí, al tiempo que apoyaba un codo en el mostrador y dejaba asomar un billete de cinco plegado entre los dedos—. Deberías recordar si has tenido alguna últimamente.

—Voy a ver —suspiró, como si demostrara su voluntad de hacer cuanto podía por una tarea imposible.

Repasó los comprobantes.

—Aquí hay una… Desde la habitación 522, hace un par de semanas.

—¿A qué número?

—El 51 de Halfmoon Bay.

Era el del restaurante de carretera. Le pasé el billete de cinco.

—¿El de la 522 es un cliente fijo?

—Sí, el señor Kilcourse. Lleva tres o cuatro meses aquí.

—¿A qué se dedica?

—No lo sé. Hasta donde yo sé, un perfecto caballero.

—Qué bien. ¿Qué pinta tiene?

—Es un hombre joven, pero se le está volviendo el pelo gris. Piel oscura, guapo. Parece un actor.

—¿Bull Montana? —pregunté mientras me desplazaba hacia el mostrador de conserjería.

La llave de la 522 estaba en su sitio en el tablero. Escogí para sentarme un lugar desde el que pudiera verla. Al cabo de más o menos una hora el conserje la sacó para dársela a un hombre que, efectivamente, tenía pinta de actor. Tendría unos treinta años, piel oscura, cabello oscuro con algo de gris junto a las orejas. Un buen metro ochenta de delgadez bien vestida.

Desapareció en un ascensor con la llave en la mano.

Entonces llamé a la agencia y pedí al Viejo que me mandara a Dick Foley. Dick llegó al cabo de unos diez minutos. Es una gambilla canadiense —no llegará a pesar ni cincuenta kilos—, el mejor que he visto a la hora de seguir a alguien, y eso que he visto a muchos.

—Tengo por aquí un pájaro al que quiero que sigas —dije a Dick—. Se llama Kilcourse y está en la habitación 522. Quédate por ahí fuera y te lo señalaré. Volví al vestíbulo y seguí esperando.

A las ocho Kilcourse bajó y salió del hotel. Anduve tras él media manzana —lo justo para pasárselo a Dick— y luego me fui a casa para estar cerca del teléfono si Porky Grout intentaba ponerse en contacto conmigo. Esa noche no llamó.