IX

La publicidad dio sus frutos. A la mañana siguiente nos llegaba información de todas partes, de docenas de personas que habían visto al poeta desaparecido en docenas de sitios distintos. Algunos de aquellos datos parecían prometedores —o, al menos, posibles—, pero la mayoría eran ridículos a primera vista.

Después de seguir una pista que parecía buena y comprobar que no lo era, regresé a la agencia y me encontré con una nota para que llamara a Axford.

—¿Puede venir ahora mismo a mi despacho? —me preguntó cuando di con él por teléfono.

Cuando entré a toda prisa en su despacho había un muchacho de veintiún o veintidós años con él: un muchacho con pinta de dandi, de tórax firme, perteneciente a la categoría de los oficinistas deportivos.

—Es el señor Fall, uno de mis empleados —me dijo Axford—. Dice que el domingo por la noche vio a Burke.

—¿Dónde? —pregunté a Fall.

—Entrando en un restaurante de carretera, cerca de Halfmoon Bay.

—¿Está seguro de que era él?

—¡Absolutamente! Lo he visto entrar en el despacho del señor Axford tantas veces que puedo reconocerlo. Estoy seguro de que era él.

—¿Cómo es que lo vio?

—Yo volvía de la costa con unos amigos y nos paramos en ese restaurante de carretera para comer algo. Cuando nos íbamos aparcó un coche y salió de él el señor Pangburn con una chica, o una mujer, no me fijé particularmente en ella, y entraron en el restaurante. No pensé nada especial hasta que anoche leí en el periódico que nadie lo había visto desde el domingo. Y entonces pensé que…

—¿Cómo se llama el restaurante? —lo interrumpí.

—El White Shack.

—¿Qué hora era?

—Más o menos entre las once y media y las doce, creo.

—¿Él lo vio a usted?

—No, cuando aparcaron yo ya estaba en el coche.

—¿Qué aspecto tenía la mujer?

—No lo sé. No le vi la cara y no recuerdo cómo iba vestida, ni siquiera si era alta o baja.

Era todo lo que podía decir Fall. Lo echamos del despacho y usé el teléfono de Axford para llamar al antro de Wop Healey, en North Beach, y dejar el recado de que, en cuanto entrase por ahí Porky Grout, le dijeran que llamase a «Jack». Era el arreglo permanente que usaba para avisar a Porky cuando quería verlo, sin permitir que nadie más se enterase de la conexión que había entre nosotros.

—¿Conoce el White Shack? —pregunté a Axford cuando hube terminado.

—Sé dónde está, pero no conozco nada más.

—Bueno, es un tugurio complicado. Lo lleva Tin-Star Joplin, un antiguo caco que invirtió sus ganancias en ese local cuando la ley seca hizo bueno el negocio de los restaurantes de carretera. Gana una cantidad de dinero que ni imaginaba cuando se dedicaba a forzar cajas fuertes. Para él, la venta de alcohol al detalle es un negocio secundario; sus verdaderos beneficios provienen de su papel como posta de relevo para el alcohol que llega a Halfmoon del otro lado de la bahía; y dicen que la mitad de la priva que la flota del ron del Pacífico consigue bajar a tierra pasa por la bahía de Halfmoon.

»Es un tugurio complicado y no es buen sitio para su cuñado. Ni siquiera yo puedo pasar por ahí sin hacer un par de llamadas antes. Joplin y yo somos viejos amigos. Pero tengo un tipo al que puedo colocar allí unas cuantas noches. Tal vez Pangburn sea visitante habitual, o hasta puede que se aloje allí. No sería el primero a quien Joplin permitiera esconderse en su local. Pondré a mi hombre a vigilarlo una semana, en cualquier caso, a ver qué averigua.

—Lo dejo todo en sus manos —dijo Axford.