VIII

A la mañana siguiente llamé al apartamento de Pangburn antes de levantarme, pero no obtuve respuesta. Entonces llamé a Axford y fijé una cita a las diez en su despacho.

—No sé qué pretende ahora —dijo Axford, de buen humor, cuando le expliqué que al parecer Pangburn no había pasado por su apartamento desde el domingo—. Y supongo que no sirve de nada preguntárnoslo. Si algo se puede decir de nuestro Burke es que es errático. ¿Qué tal progresa en la búsqueda de la damisela en apuros?

—Lo suficiente para convencerme de que no pasa por demasiados apuros. Le sacó veinte mil dólares a su cuñado el día antes de desaparecer.

—¿Veinte mil dólares a Burke? ¡Ha de ser una chica maravillosa! ¿Pero de dónde sacó él todo ese dinero?

—De usted.

El cuerpo musculoso de Axford se tensó en la silla.

—Sí, de un talón.

—Nada de eso.

En su voz no había ninguna voluntad de discutir; se limitaba a manifestar un hecho.

—¿Usted no le dio un talón de veinte mil dólares el primer día del mes?

—No.

—Entonces —propuse—, quizá deberíamos ir corriendo a la Golden Gate Trust Company.

Al cabo de diez minutos estábamos en el despacho de Clement.

—Me gustaría ver los talones firmados por mí que se hayan cobrado —dijo Axford al cajero.

El joven del cabello rubio acicalado se los entregó de inmediato —un fajo bien grueso— y Axford los repasó rápidamente hasta que dio con el que buscaba. Lo estudió un largo rato y luego alzó la mirada hacia mí mientras negaba con un movimiento lento pero firme de la cabeza.

—Es la primera vez que lo veo.

Clement se secó la cabeza con un pañuelo blanco y se esforzó por fingir que no ardía de curiosidad y temor por la posibilidad de que el banco hubiera sido víctima de un timo.

El millonario dio la vuelta al talón y repasó el endoso.

—Depositado por Burke —dijo, con la voz propia de quien habla mientras piensa en algo totalmente distinto— el día uno.

—¿Podríamos hablar con el cajero que recibió el talón de veinte mil dólares ingresado por la señorita Delano?

Clement accionó uno de sus interruptores perlados con un dedo rosado y tembloroso y al cabo de un par de minutos entró un hombrecillo macilento y calvo.

—¿Recuerda haber ingresado un talón de veinte mil dólares para la señorita Jeanne Delano hace unas semanas? —le pregunté.

—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Perfectamente!

—¿Qué es lo que recuerda?

—Bueno, señor, la señorita Delano vino a mi ventanilla con el señor Pangburn. El talón era de él. Me pareció que era mucho dinero para sacar, pero los contables dijeron que había dinero suficiente en la cuenta para cubrir el pago. Se quedaron allí, la señorita Delano y el señor Pangburn, hablando y riendo mientras yo anotaba el depósito en la cuenta de ella, y luego se fueron y eso fue todo.

—Este talón —dijo Axford, lentamente, cuando el cajero había vuelto ya a su celda— es un fraude. Aunque respondo por él, por supuesto. Así se cierra este asunto, señor Clement, y no quiero que se hable más.

—Por supuesto, señor Axford. Por supuesto.

Clement no hacía más que sonreír aliviado y hacer reverencias después de que le retirasen de los hombros del banco la carga de aquellos veinte mil dólares.

Axford y yo salimos entonces del banco y nos metimos en su cupé, con el que habíamos acudido desde su despacho. Sin embargo, no encendió el motor de inmediato. Se quedó un rato mirando el tráfico de la calle Montgomery sin ver nada.

—Quiero que encuentre a Burke —dijo entonces, sin ninguna emoción en su voz de bajo—. Quiero que lo encuentre sin correr el riesgo de que haya ni un solo murmullo de escándalo. Si mi mujer se entera de esto… No debe enterarse. Ella cree que su hermano es un regalo del cielo. Quiero que lo encuentre. La chica ya no importa, aunque supongo que donde encuentre a uno estará la otra. No me interesa el dinero y no quiero que haga nada especial por recuperarlo; me temo que no podría hacerse sin publicidad. Quiero que encuentre a Burke antes de que cometa otro error.

—Si quiere evitar la publicidad inconveniente —le dije—, lo mejor que puede hacer es esparcir primero la que mejor le convenga. Haga saber que ha desaparecido, llene los periódicos de fotos suyas, etcétera. Lo tratarán muy bien. Es su cuñado y es un poeta. Podemos decir que estaba enfermo, usted mismo me ha dicho que ha tenido una salud muy delicada toda su vida, y que tememos que haya caído muerto o que sufra alguna clase de desarreglo mental. No hará falta mencionar a la chica ni el dinero y nuestra explicación servirá para que la gente, sobre todo su esposa, no necesite averiguar la verdad cuando se empiece a saber que ha desaparecido. Porque en algún momento empezará a saberse.

Al principio no le gustó mi idea, pero al fin lo convencí.

Luego fuimos al apartamento de Pangburn y conseguimos que nos dejaran entrar fácilmente, con la explicación de que Axford tenía una cita con él y preferíamos esperarlo dentro. Registré las habitaciones palmo a palmo sin pasar por alto huecos, agujeros y grietas; leí cuanto encontré escrito, hasta sus manuscritos; no encontré nada que arrojara algo de luz sobre su desaparición.

Me permití mirar sus fotografías y me eché al bolsillo cinco de la docena que había a mi disposición. A Axford no le parecía que faltase ninguna maleta o baúl de la casa. No encontré la libreta de su cuenta en la Golden State Trust Company.

Pasé el resto del día administrando a los periódicos la información que queríamos darles; ellos dieron a mi excliente una exposición a lo grande: primera página, con fotos y todos los recortes posibles. Si alguien de San Francisco no se enteraba de que Burke Pangburn —cuñado de R. F. Axford y autor de Sandpatches and Other Verse— había desaparecido, era porque no sabía o no quería leer.