Media hora antes de que el Golden State Trust abriera al público, yo estaba ya en su interior, hablando con Clement, el cajero. Si juntáramos toda la discreción y el conservadurismo tradicionalmente atribuidos a los banqueros, en comparación con los que demostraba aquel anciano de cabello blanco y cuerpo rollizo, no tendríamos ni para empezar. Sin embargo, bastó una ojeada a la tarjeta de Axford, con la frase «por favor, ayude al portador en todo lo posible» escrita a mano en el dorso, para que Clement demostrara incluso una cierta ansiedad por ayudarme.
—Ustedes tienen, o han tenido, una cuenta a nombre de Jeanne Delano —le dije—. Me gustaría saber cuanto se pueda acerca de la misma; a quién ha firmado algún talón y por qué cantidades; especialmente, todo lo que me pueda decir sobre la procedencia del dinero.
Hundió uno de los interruptores perlados que había en su escritorio con un dedo rosado y un tipo de rubio cabello acicalado entró silenciosamente en el despacho. El cajero garabateó algo a lápiz en un trozo de papel y se lo dio al joven silencioso, que desapareció a continuación. Regresó enseguida y dejó sobre la mesa un puñado de papeles.
Clement posó la mirada en los papeles primero y luego en mí.
—La señorita Delano vino el día seis del mes pasado, presentada por el señor Burke Pangburn, y abrió una cuenta con ochocientos cincuenta dólares en efectivo. Desde entonces, hizo los siguientes ingresos: cuatrocientos dólares el día diez; trescientos el veintiséis; doscientos el treinta; y veinte mil dólares el día dos de este mes. Todos, salvo el último, en efectivo. El último era un talón.
Me lo pasó: un talón de la Golden Gate Trust Company. Pagadero a nombre de Jeanne Delano, veinte mil dólares. Firmado, Burke Pangburn.
Fechado el dos del mes.
—¡Burke Pangburn! —exclamé, un poco estúpido—. ¿Tenía por costumbre firmar talones por cantidades así?
—Creo que no. Pero lo vamos a ver.
Volvió a hundir el interruptor, volvió a escribir a lápiz en un papel y el joven del cabello rubio acicalado representó de nuevo en silencio su entrada, salida, entrada y salida. El cajero repasó el nuevo fajo de papeles que le acababan de entregar.
—El primer día del mes, el señor Pangburn depositó veinte mil dólares con un talón firmado por el señor Axford, contra su cuenta en esta sucursal.
—¿Y qué hay de los reintegros de la señorita Delano? —pregunté.
Volvió a coger los papeles relacionados con su cuenta.
—Aún no le hemos entregado su extracto y los talones cancelados del mes pasado. Está todo aquí. Un talón de ochenta y cinco dólares a beneficio de H. K. Clute el quince del mes pasado; uno a ingresar por valor de trescientos dólares el día veinte y otro igual, de cien dólares, el veinticinco. Al parecer, los ingresó ella en persona. El día tres de este mes cerró la cuenta con un cheque a su nombre por valor de veintiún mil quinientos cincuenta dólares.
—¿Y ese talón?
—Ella misma lo cobró en efectivo.
Encendí un cigarrillo y dejé que aquellos números me dieran vueltas por la cabeza. Ninguno —salvo los atribuidos a las firmas de Pangburn y Axford— me parecía que tuviera valor alguno. Casi daba por hecho que el de Clute —el único firmado por ella a beneficio de alguien— era para pagar el alquiler.
—La cosa va así —resumí en voz alta—. El primer día del mes Pangburn ingresó un talón de veinte mil dólares, firmado por Axford. Al día siguiente entregó a la señorita Delano un talón por la misma cantidad y ella vino a ingresarlo. Al día siguiente ella cerró la cuenta y se llevó entre veintiún mil y veintidós mil dólares en efectivo.
—Exacto —contestó el cajero.