Llamé por teléfono a Pangburn para decirle que su cuñado había dado su aprobación al trabajo. Mandé un telegrama a la sucursal de Baltimore de la agencia con toda la información que tenía. Luego subí a la avenida Ashbury, al edificio de apartamentos en que vivía la chica.
La directora —una inmensa señora Clute, de negro rutilante— tenía poco que añadir, por no decir nada, a lo que ya me había contado Pangburn. La chica había vivido allí dos meses y medio; recibía alguna visita de vez en cuando, pero el único a quien la directora estaba en condiciones de describir era Pangburn. La chica había renunciado al apartamento el día tres del mismo mes, diciendo que la habían llamado del este, y había pedido a la directora que le guardase el correo hasta que pudiera darle una nueva dirección. Diez días después, la señora Clute había recibido una carta de la chica con la instrucción de mandar el correo al número 215 de North Stricker, en Baltimore, Maryland. No había cartas que mandar.
La única cosa importante que descubrí en el edificio de apartamentos fue que los dos baúles de la chica se los había llevado una agencia de mensajería con una furgoneta verde. Verde era el color que usaba una de las agencias más importantes de la ciudad.
Fui a las oficinas de la agencia de mensajería y me encontré con una recepcionista amable. (Un detective, si es inteligente, se esfuerza por hacer tantos amigos como pueda en las agencias de mensajería, empresas de mudanzas y empleados del tren, así como por mantenerlos luego). Salí de las oficinas con una nota en la que constaban los números de registro de la empresa y la sala de maletas del ferry a la que habían enviado los dos baúles.
En la estación del ferry, con esa información, no me costó demasiado averiguar que los baúles habían viajado a Baltimore. Mandé otro telegrama a la sucursal de Baltimore con los números de registro.
A esas alturas el domingo ya había anochecido, así que decidí dejarlo y me fui a casa.