III

R. F. Axford me recibió en una sala con aspecto de oficina, dentro de su residencia en Russian Hill: un hombre rubio y grande, con un cuerpo atlético cuyos contornos no habían llegado a desfigurarse por sus cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años. Un hombre grande, vigoroso, dotado de los modales propios de quien puede depositar en sí mismo una confianza completa y no del todo injustificada.

—¿En qué se ha metido ahora nuestro Burke? —preguntó, divertido, cuando le conté quién era yo.

Su voz era un placentero bajo vibrante.

Le ahorré algunos detalles.

—Se comprometió a casarse con Jeanne Delano, que se fue al este hará unas tres semanas y luego desapareció de repente. Sabe poco de ella: cree que le ha ocurrido algo y quiere que la encontremos.

—¿Otra vez? —Un centelleo en sus astutos ojos azules—. ¡Esta vez se llama Jeanne! Es la quinta en un año, que yo sepa, y seguro que me perdí una o dos mientras estaba en Hawai. ¿Y qué tengo que ver yo con esto?

—Le he pedido referencias de alguien responsable. Creo que no le pasa nada, pero tampoco es, en sentido estricto, una persona responsable. Él me ha dado su nombre.

—Tiene usted razón en eso de que no es una persona responsable en sentido estricto. —El grandullón apretó los ojos y la boca durante un momento, mientras pensaba. Luego—: ¿Cree que le habrá pasado algo de verdad a la chica? ¿No será que Burke se lo está imaginando?

—No lo sé. Al principio me ha parecido que era un sueño. Pero en un par de las cartas se insinúa que pasa algo malo.

—Siga adelante y búsquela, entonces —dijo Axford—. Supongo que no habrá nada malo en dejarle que recupere a su Jeanne. Al menos le dará algo en qué pensar durante un tiempo.

—Entonces, ¿tengo su palabra, señor Axford, de que no habrá ningún escándalo, ni nada parecido, en relación con este asunto?

—¡Con total seguridad! Mire, a Burke no le pasa nada. Solo que es un malcriado. Ha tenido una salud delicada toda la vida; y sus ingresos le permiten vivir modestamente y hasta le sobra un poco para sacar sus libros de poesía y comprar chismes para su casa. Se toma a sí mismo con demasiada solemnidad y se pasa en su papel de poeta, pero en el fondo es cuerdo.

—Entonces, seguiré adelante —dije mientras me ponía en pie—. Por cierto, la chica tiene una cuenta en el Golden Gate Trust y me gustaría averiguar cuanto sea posible de ella, sobre todo de dónde procede el dinero. Clement, el cajero, es un ejemplo de discreción en cuanto concierne a dar información sobre sus impositores. Si puede usted decirles algo en mi favor, me allanaría mucho el camino.

—Será un placer.

Escribió un par de líneas en el dorso de una tarjeta y me la dio; prometí llamarle si necesitaba más ayuda y me fui.