Di vueltas y vueltas al asunto antes de contestarle. Los dos grandes espantajos de cualquier agencia de detectives que se precie son las personas que proponen un plan fraudulento o un caso de divorcio disfrazado de operación legítima y la persona irresponsable que acude bajo un engaño alocado y caprichoso: aquel que quiere ver cumplido un sueño.
Aquel poeta —sentado ante mí y retorciendo nervioso sus dedos largos y blancos— me parecía sincero; en cambio, de su cordura ya no estaba tan seguro.
—Señor Pangburn —dije al cabo de un rato—, me gustaría ocuparme de esto, pero no estoy seguro de que pueda hacerlo. La Continental es bastante estricta y, aunque creo que esto va en serio, no dejo de ser un empleado y tengo que seguir las normas. Entonces, si usted puede darnos referencias de alguna compañía o persona renombrada, un abogado conocido, por ejemplo, o cualquier persona legalmente responsable, estaremos encantados de hacernos cargo de este asunto. De lo contrario, me temo que…
—¡Pero yo sé que está corriendo algún peligro! —estalló—. Lo sé… Y no puedo poner sus apuros en… No puedo airearlos para todo el mundo.
—Lo siento, pero no puedo ocuparme si no consigue darme ese tipo de referencias. —Me levanté—. Aunque encontrará muchas agencias que no son tan maniáticas.
Apretó la boca como un chiquillo y se mordisqueó el labio inferior. Por un momento llegué a creer que rompería a llorar. En cambio, dijo lentamente:
—Me atrevería a decir que tiene razón. Supongamos que le doy como referencia a mi cuñado, Roy Axford. ¿Su palabra bastaría?
—Sí.
Roy Axford —R. F. Axford— era un magnate minero que tenía intereses al menos en la mitad de las grandes empresas de la costa del Pacífico; por lo general, su palabra era más que suficiente para cualquiera.
—Si se pone en contacto con él ahora —le dije— y lo arregla para que yo pueda quedar con él hoy mismo, empezaré sin mayor tardanza.
Pangburn cruzó la habitación y sacó un teléfono de entre una pila de objetos ornamentales. Al cabo de un minuto o dos estaba hablando con alguien a quien llamaba Rita.
—¿Está Roy en casa?… ¿Estará esta tarde?
—No, pero déjale un mensaje de mi parte… Dile que mando a un caballero a verlo esta tarde por un asunto personal, personal para mí, y que le agradeceré mucho si hace lo que le pido… Sí… Ya te enterarás, Rita. Es mejor no comentarlo por teléfono… ¡Sí, gracias!
Escondió de nuevo el teléfono en su sitio y se volvió hacia mí.
—Estará en casa hasta las dos. Cuéntele todo lo que le he dicho y si ve que tiene dudas dígale que me llame. Tendrá que contárselo todo entero; él no sabe nada de la señora Delano.
—De acuerdo. Antes de irme, quiero su descripción.
—¡Es bella! ¡La mujer más bella del mundo!
Qué bien hubiera quedado en una circular para ofrecer una recompensa.
—Eso no es exactamente lo que quiero —le dije—. ¿Cuántos años tiene?
—Veintidós.
—¿Altura?
—Un metro setenta y dos, o setenta y cinco, más o menos.
—¿Delgada, mediana, o rellenita?
—Tirando a delgada, aunque…
Un punto de entusiasmo en su voz me hizo temer que estuviera a punto de largar un discurso, así que lo corté con otra pregunta:
—¿Color del pelo?
—Moreno, tan oscuro que casi parece negro, y suave y denso y…
—Sí, sí. ¿Largo, o corto?
—Largo y abundante y…
—¿Color de ojos?
—¿Sabe cómo son las sombras en una superficie pulida de plata cuando…?
Escribí «ojos grises» y me apresuré a retomar el interrogatorio.
—¿Color de piel?
—¡Perfecto!
—Ajá. Pero… ¿es clara, oscura, colorada, macilenta, o qué?
—Clara.
—La cara, ¿es ovalada, cuadrada, larga y flaca? ¿Qué forma tiene?
—Ovalada.
—¿Y la forma de la nariz? Larga, pequeña, respingona…
—¡Pequeña y equilibrada!
Había un toque de indignación en su voz.
—¿Cómo vestía? ¿A la moda? ¿Prefería colores brillantes, o apagados?
—Precio… —Al ver que yo abría la boca para cortarle bajó a tierra y añadió—: Muy suave, generalmente con azules y marrones oscuros.
—¿Qué joyas llevaba?
—Nunca le he visto llevar joyas.
—¿Alguna cicatriz, o algún lunar? —Su cara de horror me incitó a darle la dosis completa—: ¿O verrugas, o alguna deformidad que usted supiera?
Se quedó sin palabras, pero consiguió sacudir la cabeza.
—¿Tiene alguna fotografía suya?
—Sí, ahora se la enseño.
Se levantó de golpe, se abrió paso entre el exceso de muebles de la habitación y salió por una puerta abierta tras una cortina. Regresó de inmediato con una fotografía en un marco de marfil tallado. Era una de esas fotografías artísticas, llena de sombras y con la silueta borrosa: no servía de gran ayuda para la identificación. Era bella, efectivamente, pero eso no significaba nada: para eso se hacen las fotos artísticas.
—¿Es la única que tiene?
—Sí.
—Se la tendré que tomar prestada, aunque se la devolveré en cuanto haya sacado mis copias.
—¡No! ¡No! —protestó al entender que el rostro de su amada acabaría en manos de muchos polis de calle—. ¡Eso sería terrible!
Al final lo conseguí, pero me costó más palabras de las que me gusta gastar en asuntos secundarios.
—También quiero llevarme un par de cartas de ella, o algo que contenga su caligrafía —añadí.
—¿Para qué?
—Para hacer copias fotostáticas. Los textos manuscritos van muy bien, te aportan material para repasar registros de hotel. Además, incluso cuando se acoge a un nombre falso, la gente deja de vez en cuando un mensaje por escrito, o toma notas de algo.
Tuvimos otra batalla, de la que salí con tres sobres y dos hojas de papel insignificantes, todos con la letra angular de la joven.
—¿Tenía mucho dinero? —pregunté una vez tuve bien guardados en el bolsillo la foto y las muestras caligráficas.
—No lo sé. No es algo que uno se dedique a preguntar. No era pobre: es decir, no tenía que andar sacando cuentas; pero no tengo ni la menor idea de cuánto ganaba, ni de dónde lo sacaba. Tenía una cuenta en el Golden Gate Trust, pero naturalmente ignoro cuál es su tamaño.
—¿Muchos amigos por aquí?
—Es otra cosa que no sé. Creo que conocía a unas cuantas personas, pero no sé quiénes son. Mire, cuando estábamos juntos nunca hablábamos de nada más que de nosotros mismos. Solo teníamos interés el uno en el otro. Estábamos simplemente…
—¿No puede al menos imaginar de dónde venía, quién era?
—No. Esas cosas no me importaban. Era Jeanne Delano y eso me bastaba.
—¿Tenían usted y ella algún interés económico en común? O sea, ¿había alguna transacción, ya fuera de dinero o de cualquier otro elemento de valor, en la que ambos tuvieran algún interés?
Lo que quería decir, claro, era que si lo había liado en una hipoteca, o le había vendido algo o le había sacado dinero de alguna otra forma.
Se puso en pie de un salto y se le quedó una cara gris como la niebla. Luego se sentó —se desplomó— y se sonrojó tanto que se quedó de color escarlata.
—Perdóneme —dijo con fuerza—. Usted no la conocía y, por supuesto, ha de contemplar el asunto desde todos los puntos de vista. No, nunca hubo nada así. Me temo que, si va a trabajar con la teoría de que era una aventurera, perderá el tiempo. ¡No había nada de eso! Era una chica con algo terrible pendiente; algo que la hizo acudir repentinamente a Baltimore y que la ha apartado de mí. ¿Dinero? ¿Qué tendría que ver el dinero? ¡La amo!